Lo obligaron a ponerse en un riel, un riel que al él no le gustaba, el tercero. Estaba sudoroso a pesar del frío mañanero del cerro donde los fines de semana Q. practicaba deporte. Q era ejemplar. Un chico bien dotado de musculatura para esas carreras que a todos impresionaban por resistencia, no por rapidez.
Q tenía familia, tenía mascota, tenía pretendientes, tenía una amante, tenía dinero y tenía vida, todo era normal en él. Q estudiaba también, una carrera de esas famosas que serán fuente segura de trabajo en un futuro, algo relacionado con computadoras y tecnologías, le iba bien en sus estudios, era aplicado, inteligente, sabio, respetuoso, amable y querido. Realmente Q era un tipo envidiable.
Fue entonces ese día frío de fin de semana cuando Q se sintió raro por primera vez, incómodo, el riel donde le tocaba correr no era de su gusto y algo le hacía sentir un mal presentimiento, sólo porque no estaba corriendo en su riel favorito, además de saber que N. uno de sus fieles amigos no iría a verlo. Se puso en posición, tomo la vara de la posta fuertemente, inclinó su cuerpo en el ángulo adecuado para impulsarse con su pie izquierdo y acelerar con el derecho, miró hacia el frente y sonó el balazo de la carrera. Corrió, adelantó, aseguró, marcó, entregó la posta y siguió trotando para no perder el ritmo. 800 metros no son nada fáciles, si al comienzo marcas bien, confías en tu equipo para que logre el triunfo. Eso a veces pensaba él. Q miraba de reojo a los contrincantes, evidiosos, molestos y derrotados, y a la vez miraba a su compañero correr para lograr entregar la segunda marca.
Q miraba detenidamente el público cuando vio entre las manos y las caras a su familia que lo alentaba desde la galería. Una seña bastó para asegurar a la familia de que todo, absolutamente todo, estaba bien.
Ganaron ese día frío. Q caminó despacio a los camarines. Tomó su toalla y se duchó de los primeros. Se vistió y al encontrarse afuera con el entrenador le preguntó el por qué del cambio de riel. El entrenador dijo que no había sido culpa suya, los jueces así lo determinaron a pesar de la buena puntuación que poseía Q.
Q se encongió de hombros y dio las gracias al entrenador. Fuera del estadio lo esperaba su familia en el auto. Almorzarían en un restaurant de la ciudad. Lo primero que se le vino a la cabeza fue comerse una pizza gigantesca familiar con doble queso y champiñones. Lo pensó tan fuertemente que D., su padre, atinó a decir que comerían pizzas. Q estaba impresionado.
Pasaron los días y el siguiente fin de semana otra carrera lo esperaba. Con resultados similares, el entrenador optó por llevarlos a celebrar. Un pequeña fiesta en el garage de la casa del entrenador, algo de ponche y unos nachos. Hablaban de sus familias, novias, chicos, profesores, del mismo Q y del entrenador, cosas muy obvias, hasta que cada uno partió a su casa.
Q trotó, precalento sus piernas para una carrera la ultima cuadra antes de llegar a casa, se imaginó al juez de línea diciendo las místicas palabras: En sus marcas, listos... FUERA!
Escuchó incluso el balazo. Al llegar a casa notó algo extraño, se sentía ligero, tanto que no sentía sus pies, tocó su cuerpo y notó lo que daría fin a su vida tan envidiada.
Una bala había atravezado sus piernas por el costado del muslo derecho. Q jamás volvería a imaginar una carrera de postas.
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Q abrió los ojos y vio a su hermana a los pies de la cama, les contó a su familia, al desayuno, lo extraño que había sido su sueño de la noche anterior.
-Todo saldrá bien, hijo - dijo D. mientras levantaba su taza de café con crema.
-Lo sé, padre - respondió algo dudoso Q. mientras veía por la ventana y oía en la radio el anuncio del clima de el fin de semana: sería frío y tocaba carrera de postas. |