LA PRESENTACION
Don Pedro corrió una parte del telón para mirar el auditorio. Había cuatro personas sentadas. No podía creerlo. Él, personalmente, había llevado las tarjetas de invitación a los miembros del club del libro. Y eran más de doce. Todos habían prometido asistir. Pero no se veía a ninguno. Tampoco estaba su vecino, don Israel, el profesor jubilado que comparó sus poemas con la belleza de los versos de Rubén Darío y hasta con algunos de Neruda.
Y Elena, su mejor amiga, tampoco apareció. Es cierto que se olvidó de felicitarle el día de su cumpleaños, aunque después de unos días lo hizo, pero no podía tomar revancha con su ausencia en la presentación del libro. Ella sabía que era muy importante para él, que no se lo perdonaría fácilmente.
Samuel, su único hijo, llamó a última hora para avisar que no podría venir. El auto tuvo una avería o algo así. Don Pedro pensó que si quería hubiera venido igual, en colectivo.
El peluquero también brillaba por su ausencia. Otra promesa incumplida.
Los concejales alabaron el libro y dijeron que mandarían un representante, las profesoras de Literatura del colegio del pueblo, estarían con los mejores alumnos del colegio y con los miembros de la Academia Literaria. Sin embargo, las sillas vacías del recinto decían otra cosa.
Una mueca de decepción apareció en el rostro enjuto y arrugado. Los ojos tuvieron un fugaz brillo de lágrimas. Todos le habían fallado.
El poemario “Poemas del corazón”, era como un hijo para él y se sentía como una madre primeriza, bueno, como un padre, al mostrar a su bebé con orgullo a las visitas, sólo que ellas no aparecieron.
Sólo conocía a dos de las cuatro personas que estaban ahí. Pero en honor a ellas, hablaría con todo el entusiasmo que sentía por su creación.
Don Pedro no sabía que los extraños que entraron al auditorio lo hicieron por el fresco que daba el aire acondicionado que permitía huir de los treinta y siete grados que había afuera. Y que era el lugar ideal para esperar sentados a que llegara la hora de la función del teatro, que se encontraba cerrado todavía en la sala adyacente.
Una pareja entró abrazada y se sentaron en la última fila de butacas azules.
Qué bueno que a la gente joven todavía le guste la poesía- pensó con regocijo. Sintió renacer su ilusión.
El doctor Esculapio, un poeta reconocido en la esfera literaria del país, presentaría el poemario. Había aceptado escribir el prólogo del libro y eso llenó de orgullo al poeta.
-Don Pedro ¿qué le parece si comenzamos ya?
-Pero hay sólo seis personas.
-No importa, ya pasaron más de treinta minutos, por cortesía a los que llegaron temprano, debemos empezar.
Y entonces dieron inicio al acto.
Don Esculapio habló del estilo, la fuente de inspiración y del significado de algunos poemas.
En el auditorio, la mujer gorda que no conocía, hablaba en voz baja con el vecino de asiento, mientras que éste miraba el reloj de pulsera con harta frecuencia.
Más atrás estaba Dora, la dueña de la pensión donde vivía. Había cumplido, se sintió agradecido y le miró con satisfacción, ella le correspondió con una sonrisa que le tomó toda la cara.
Detrás de ella estaba don Pantaleón, el sastre. ¿Habría venido por cortesía o para ver cómo le quedaba el traje que le confeccionó?
Y detrás de ellos, la pareja joven. No prestaban atención a las palabras de don Esculapio. Se besaban apasionadamente, sin importarles nada que no fueran ellos mismos.
-Las metáforas puras usadas por don Pedro…
Pero don Pedro no oía las palabras de don Esculapio. Miraba hipnotizado el panorama que ofrecían los muslos que dejaba ver la minifalda de la chica. El espectáculo excitó a don Pedro, una sensación que había dejado de experimentar mucho tiempo atrás.
El saco del traje disimuló lo que ocurría en el pantalón del poeta. La erección no tenía nada que envidiar a un actor porno.
¡Qué ganas de estar en el lugar del muchacho de la última fila! O en la soledad de su cuarto, para llegar hasta el final. O mejor todavía, con Porfiria, la vecina de pieza de la pensión, que siempre traía algo para comer en horas de la noche y a quien quería hacerle tantas cosas, pero por temor a fracasar, nunca dijo ni hizo nada. Y eso que ella se pasaba haciéndole bromas e insinuaciones.
-La lírica de don Pedro nos transporta…
Llegó el turno de hablar. Dijo menos de lo que había preparado. Total, sólo eran cuatro personas las que escuchaban. Definitivamente, la pareja del fondo estaba ahí para otra cosa.
Después del acto, se invitó a los presentes al brindis, que tendría lugar en el hall del edificio.
Dora lo felicitó y pidió una dedicación en el poemario que compró. También el sastre hizo lo mismo y cuando llegó al hall se repitió el milagro bíblico. Sólo que en vez de peces eran personas. Las seis que habían estado en la presentación del libro se habían multiplicado por tres.
Mucha gente que no conocía hablaba de temas diversos mientras los bocaditos desaparecían con mayor rapidez que el paisaje visto desde un tren nuclear.
El vino terminó en minutos.
Personas extrañas le felicitaban, pero nadie más compró el libro.
La pareja que vio en la última fila se pasaban una croqueta con la lengua. Los miró con una sana envidia.
En la pensión, toda la semana se habló de Don Pedro y su libro.
Don Pedro dijo que hubo mucha gente, más de veinte personas, lo que era verdad, aunque no tenía porque especificar que llegaron a la hora del brindis.
También dijo que vendió dos libros, y era verdad y que algunos amigos habían reservado más de diez. Mostraba con orgullo un pequeño recorte de diario donde se mencionaba su nombre y el de su poemario. Pero a nadie dijo que fue lo mejor de la presentación: El recuerdo de las imágenes de la pareja mimándose en la última fila del auditorio, que quedaron grabadas en la memoria. Y que por alguna extraña asociación, le hacían reaccionar en la misma forma cuando las traía a la mente. Porfiria podría dar fe de eso. Ella sigue llevando las comidas a don Pedro. Lo diferente es que ahora tarda mucho tiempo en salir, y cuando lo hace, una amplia sonrisa le toma toda la cara.
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