Amanecía, al cerrar las puertas del cielo se dio cuenta que faltaba el duende más pequeño. Como siempre llega tarde, pensó enfadado, y asomó la cabeza por la puerta entreabierta. Miró a lo lejos tanto como la vista le permitía esperando ver recortada su diminuta figura en el sendero que desde todas direcciones llegaba hasta el mismo lugar en que se encontraba. Ya era tarde y su demora empezaba a resultar más larga de lo habitual. De hecho nunca se había retrasado tanto. Empezó a recorrer el camino esperando encontrarle sentado en alguna nube mirando cómo las estrellas palidecían ante la salida del sol y los primeros rayos de éste teñían de carmín el horizonte. Anduvo un rato más hasta que el camino se bifurcó. Dudó en la dirección a tomar y, aunque sabía que estaba prohibido, chilló, chilló con toda la fuerza que pudo y el silencio le devolvió la llamada como un eco que se repite cada vez más débilmente. Aguardó una respuesta que no llegó. Había infringido una regla y… ¿una?, y recordó que las puertas seguían abiertas y que bajo ningún concepto la luz habría de penetrar en el interior de la estancia que guardaban. Giró sobre sus pasos y regresó rápidamente para cerrar la pesada cancela un momento antes de que el primer rayo tocase más allá del umbral.
Abrió el periódico, como siempre lo hacía, en la página de necrológicas. Tenía esta curiosa costumbre desde el día en que se jubiló, ocho años atrás. De manera rutinaria leía los nombres de los fallecidos el día anterior, comprobaba que entre ellos no figuraba el de ningún conocido y calculaba de memoria –un buen remedio contra el Alzheimer- pensaba, la media de sus edades. Había observado que en días de puente y de operaciones de salida o retorno de vacaciones, la edad media de los fallecimientos disminuía considerablemente. Quizás fuese un vestigio de los años pasados como profesor de patología forense en la Universidad Complutense de Madrid. Aquel día algo llamó su atención y no pasó, como era su costumbre, a leer las noticias nacionales. Buscó la página de sucesos y leyó los titulares: “Accidente aéreo en Nueva Delhi: Un Boeing 737 con 193 pasajeros a bordo sufre un espectacular accidente en el aeropuerto internacional de ésta ciudad cuando intentaba tomar tierra. Afortunadamente la pericia del piloto y la rápida actuación de los servicios de emergencia del aeropuerto evitaron la catástrofe que se saldó sin víctimas mortales”… “Mujer apuñalada por su pareja sentimental, es ingresada muy grave. Los médicos temen por su vida”… “Un artefacto compuesto por 25 kg. de titadine destruye un autobús en Jerusalem sin que hasta el momento se hayan registrado víctimas mortales”…
Se levantó del banco y se dirigió al mismo puesto en que minutos antes había comprado el periódico. Esta vez compró un ejemplar de “La Vanguardia” y como antes buscó la página de necrológicas. A continuación volvió a la de sucesos pero las diferencias con el diario anterior no eran sustanciales. ¿Es posible que nadie se hubiera dado cuenta?. Repitió el proceso con media docena de periódicos más. Cansado de no encontrar lo que estaba buscando se quitó las gafas, se tocó el bolsillo interior de la chaqueta y comprobó que llevaba dinero. Unos cuarenta euros, pensó que era suficiente. Detuvo un taxi. “ Me lleva a la Ciudad Universitaria, hospital Clínico San Carlos”…
Amanda miró a su abuela, la anciana yacía en un camastro y respiraba con dificultad. Una habitación oscura, tan solo iluminada por un candil alimentado por sebo usando como mecha una hebra de lana de llama trenzada. Amanda se acercó a una débil lumbre sobre la que ardían gruesos juncos secados al sol acompañados de boñiga de llama también seca. Sobre el hogar un puchero en el que hervían unos granos de maíz, una yuca y media gallina. Una pizca de ají daba al guiso un olor agripicante. Acercó a la anciana una cucharada de caldo que ella sorbió complacida, luego una segunda y una tercera. Después no quiso más, torció la cabeza y su cara empalideció de repente. Estrechó con fuerza la mano de la joven y emitió un profundo gemido. Amanda reaccionó rápidamente, de un pequeño cajón sacó tres diminutos amuletos en madera, cada uno de los cuales representaba una pequeña serpiente con la boca abierta en ademán de atacar y los colocó junto a los labios de la moribunda y debajo de la nariz de ésta. Tomó una caña que contenía en su interior algunas semillas y agitando ésta sobre la pálida cara empezó a entonar un monótono canto: “¡Ashana alahuá, ahama alahuá!” Durante casi una hora repitió el rito hasta que la mujer recuperó el color. Entonces probó algo de sopa y entre lágrimas miró a la anciana. Su abuela dormía plácidamente pero… ¿Cuánto tiempo más podría aguantar así?. Necesitaba un embrujo más fuerte prohibido por las enseñanzas de su Chamán maestro y que hasta el momento ninguno de los antiguos chamanes se había atrevido a efectuar. Tendría que ser aquella misma noche o su abuela moriría. Salió de la habitación que era a la vez comedor y cocina. El sol se ocultaba y las aguas del Titicaca parecían más negras de lo habitual. Miró en la otra orilla el santuario de la Virgen de Copacabana, una antigua construcción colonial. A lo lejos se destacaban las cumbres de los gigantes Illimani y Huaina-Potosí, también el pico cortado del Mururata. Una antigua leyenda quetchua contaba que dos jefes guerreros, Illimani y Mururat estaban enamorados de la joven princesa Huaina. El primero cortó la cabeza al segundo y los dioses les castigaron convirtiéndoles en montes. En la cara este del Illimani permanecía un recorte que semejaba las figuras de los dos hombres y la mujer. Amanda olvidó pronto la leyenda y sus pensamientos volvieron a su abuela. Se acercó a la orilla del lago sagrado, desde una totora cercana un joven le saludó con la mano, ella devolvió un imperceptible asentimiento con la cabeza. Llenó un capazo pequeño de barro y dejó escurrir el agua. Introdujo la arcilla en su casa, su abuela seguía dormida.
- Mira y convéncete, lo he comprobado en una docena de periódicos, ningún fallecimiento se ha producido en las últimas 24 horas, y… ¿Qué me dices de ese accidente?. Se ha saldado sin víctimas mortales…
El joven doctor asintió con la cabeza, debía reconocer que era demasiada casualidad, además estaba lo de esa mujer. Lo pensó un momento y sacudió la cabeza como tratando de alejar un pensamiento que le preocupara. Agarró del brazo a su interlocutor, acompáñame, le dijo. Quiero que veas algo. Recorrieron un largo pasillo hasta llegar a una doble puerta. “Acceso restringido” rezaba un cartel a la entrada. Atravesaron las dos puertas y el pasillo se ensanchó. A ambos lados de éste, dos amplios ventanales permitían ver la sala de cuidados intensivos. El hombre más joven hizo ademán para que su acompañante se acercara al ventanal. Mira, es la mujer apuñalada. El aludido se fijó en la mujer, unos 30 años, calculó, la cabeza cubierta por un gorro verde. Se hallaba tapada por una impecable sábana también verde, debajo de la cual salían infinidad de cables. De su boca un largo tubo conectaba con un fuelle que ascendía y descendía de manera acompasada. Respiración asistida, monitorización permanente y sueroterapia, comentó. Este es el parte de ingreso. Resúmelo, contestó el visitante. Bien, ingreso por herida incisa de 15 centímetros de profundidad, trayectoria descendente que interesa clavícula, las tres primeras costillas, pleura y pulmón izquierdo. Ha partido el cayado de la aorta y ha penetrado hasta los dos ventrículos deshaciendo nódulos y haces de transmisión. Las coronarias también rotas y… Es milagroso que aún esté con vida. Se intervino de urgencia y sigue viva. Sus lesiones por principio, son incompatibles con la vida. De todas formas su estado no es recuperable, el cerebro permaneció sin riego más de media hora. Clínicamente es un cadáver pero un soplo de vida late en su interior. Y ahora me dices esto, efectivamente nadie ha muerto en la planta en las últimas 24 horas. Ni en el hospital, ni en Madrid, ni en España y hasta lo que yo sé en ninguna parte del mundo, concluyó.
Los dos hombres se miraron, ambos se conocían bien y eran poco dados a las fabulaciones. El más joven era el actual jefe de departamento de la cátedra de anatomía patológica y patología forense de la facultad de Medicina de la Universidad Complutense, cargo que había desempeñado desde la jubilación de su interlocutor, a la sazón también médico y profesor del primero. Es extraño, ¿cuántas personas mueren diariamente en el mundo?, aproximadamente una al segundo –contestó el jubilado- y ¿cuál es la posibilidad de que en un día cualquiera no muera nadie?.
- No lo sé, contestó el más joven, el profesor eres tú y recuerda que la estadística nunca se me dio bien, sonrió y siguió la frase, pero supongo que es mínima digamos una entre diez mil millones, o quizás menor. No creo que hasta ahora se haya dado el caso. ¿Qué vamos a hacer?…
- Por supuesto, dijo el jubilado, no decir nada a nadie, si el rumor se extiende una docena de idiotas se tirarán por el viaducto para comprobar que no se matan con lo cual sólo conseguirían ser más idiotas de lo que ya son, y la prensa nos acosaría. Me voy a casa, cuando salgas del centro me llamas. miraré en Internet a ver si recojo información que avale nuestras sospechas. Por supuesto no dudes en llamarme si la mujer muere.
- Así lo haré dijo el joven doctor. Salgo dentro de cinco horas. A las tres te llamo y si quieres comemos juntos. Hasta luego.
-
Con el barro recogido Amanda moldeó una cabeza que imitaba los rasgos de la moribunda con la boca entreabierta como tratando de aspirar una última bocanada de aire. Con asombrosa precisión cuidó especialmente los detalles de la boca imitando la lengua, el paladar y las encías desdentadas. Cuando la hubo terminado la introdujo entre las brasas humeantes y dejó que el fuego terminara su labor. La cabeza quedó seca en unos minutos. La extrajo de las cenizas y comprobó satisfecha su obra. De un armario sacó tizas de colores y maquilló la superficie del barro cocido. La anciana dormía con los ojos entreabiertos. Ella se acercó a la mujer cuyas dos blancas trenzas, brillantes por el aceite de cusi, caían a ambos lados de su cabeza. Amanda miró las trenzas, cogió unas desvencijadas tijeras. En este momento los ojos de su abuela se abrieron aterrorizados. Su boca exhaló un sonido apenas audible, su cabeza intentó un movimiento de negación. “¡Taito, taito!”. Sus menguadas fuerzas no le permitían debatirse, intentó agarrar la mano de la joven pero ésta la separó con dulzura. No estaba dispuesta a permitir que su abuela muriese, la quería demasiado y era todo cuanto tenía. De dos rápidos cortes afeitó las hermosas trenzas que fijó con habilidad a la cabeza de barro. Abrió un baúl del que sacó una pollera que había pertenecido a la asustada mujer, también un poncho de vivos colores. Rellenó de paja las ropas tratando de imitar el aspecto y posición de un cuerpo humano. Tendió el conjunto en el suelo y lo cubrió con un descolorido poncho. Con la poca luz existente un visitante hubiera jurado que una mujer se hallaba tendida en el suelo. Amanda tomó unas cenizas del fogón que humedeció con la saliva de su abuela y las depositó en la boca de la tétrica muñeca a la vez que entonaba monótonos cantos en un antiguo dialecto quetchua. La trampa estaba tendida, su abuela gozaría de inmortalidad y ella se encargaría de cuidarla.
El anciano profesor salió del clínico. Eran más de las once y había pasado allí buena parte de la mañana. Curiosamente la parada de taxis estaba vacía. Esperó un par de minutos y no dio importancia al hombre que se colocó detrás de él hasta que le oyó hablar: Profesor, le dijo, permítame unos minutos. El aludido se dio la vuelta, miró al recién llegado. ¿Nos conocemos?, no, no nos conocemos pero necesito su ayuda. Sabemos que ya se ha dado cuenta de lo que pasa. ¿De lo que pasa?, interrumpió el profesor. Si, usted ya se ha dado cuenta de que ayer no murió nadie en el mundo y hoy tampoco y nadie morirá si usted no lo remedia. No necesito explicarle la importancia que la muerte tiene para la propia vida. Parece una paradoja pero así es. La vida existe porque existe la muerte al igual que coexisten luz y oscuridad, tristeza y alegría, el bien y el mal. Eterna dualidad. El profesor seguía el argumento sin poder articular palabra- … el problema estriba en una niña de 15 años de edad, una jovencita instruida en los secretos de los antiguos chamanes quetchuas y que además ha heredado una extraordinaria percepción para conocer mundos que no son el suyo. Pero su pensamiento digamos… terrenal se queda en el que corresponde a una adolescente de su edad. El resultado de la mezcla es explosivo. Valiéndose de lo que usted llamaría magia negra ha logrado capturar a Ashana, el pequeño duende encargado de cortar las uniones que existen entre el alma y el cuerpo. Los tibetanos le llaman cordón de plata y es un símil bastante adecuado… Aquí el profesor le interrumpió, oiga amigo, yo no se quién es usted, ni de dónde viene ni lo que quiere de mí. Estoy educado en la más pura filosofía cartesiana y el escepticismo es mi lema. He visto de cerca a la muerte he investigado sobre ella en cientos de cadáveres y nunca, nunca, le repito he visto cordones que no sean umbilicales ni almas ni… Escúcheme, esta vez interrumpió el desconocido, las lesiones que usted acaba de ver en esa mujer son incompatibles con la vida, el corazón estaba prácticamente dividido por la mitad. Esa mujer está esperando a morir y no podrá hacerlo si usted no la ayuda. Su cordón de plata tiene que ser cortado y solamente Ashana puede hacerlo. Ahora Ashana está encerrado en la boca de un muñeco de barro buscando un cordón que no existe. Tiene usted que liberarle destruyendo ese muñeco. El profesor se encolerizó. ¡Mi misión es dar la vida y no provocar la muerte!.
- Su misión es evitar el sufrimiento de esa mujer y de miles de seres mas que se debaten entre dos mundos, en tierra de nadie y para ello es necesario que encuentren el camino que les corresponde. Esas gentes están sufriendo y usted debe impedirlo.
- Bien, contestó el médico, pero… ¿por qué no lo hace usted?.
- Es sencillo, esa chica conoce secretos de la magia quetchua, me impediría acercarme a ella. A pesar de mi apariencia humana yo no pertenezco a su mundo, mi dimensión es otra pero los poderes de esta joven india nada pueden contra usted, simplemente llegue a ella, destruya el muñeco y convénzala para que no construya otro, además ella habla español como usted, usted ha dedicado la vida a enseñar la muerte a jóvenes poco mayores que ella. Sin lugar a dudas es la persona idónea para esta misión.
- Correcto, todo perfecto pero creo entender que me ha hablado de una joven india quetchua, esto nos lleva a… ¿El Perú?…
- Casi acierta, realmente es a Bolivia, una pequeña aldea junto al lago Titicaca, contestó el aludido, y ya sé lo que está pensando, al menos tres días de viaje y eso sin contar con el cambio de hora. El mundo no soportaría todo este tiempo sin que hubiera muerte alguna. Pronto se hablaría del fin del mundo, de la llegada del anticristo y cosas similares. Pero hay una solución, ya le he dicho que pertenezco a una dimensión para ustedes desconocida. Algunos físicos ya han teorizado sobre la existencia de dimensiones paralelas pero no han podido sacar conclusiones prácticas de ello. Nosotros estamos en una dimensión superior y podemos manejar y plegar el mundo tridimensional de igual manera que usted pliega una hoja de papel. Puedo hacerle aparecer donde y cuando yo quiera siempre y cuando usted se decida a colaborar.
- Correcto, entonces supongamos que acepto, necesito saber algunos datos más. ¿Cómo se llama esa muchacha?, ¿cómo ha logrado encerrar a ese duende? y finalmente pero no menos importante, ¿cómo voy a regresar?. Contesto a sus tres preguntas, la joven se llama Amanda y como ya le dije vive junto a su abuela en la orilla del lago Titicaca. Conoce secretos de la muerte y ha sabido elaborar una especie de muñeco de apariencia humana que ha engañado a Ashana, éste se ha introducido en la boca del muñeco para eliminar el soplo vital y cortar el cordón que une el alma al cuerpo. En este momento la niña ha colocado tres amuletos en forma de serpiente sobre la boca del muñeco, usted conoce la filosofía oriental y sabe que la serpiente o el dragón, son símbolos de vida. En eso los orientales también les llevan la delantera. Para occidente la serpiente es sinónimo de maldad y muerte. Ahora Ashana está encerrado y no puede cortar otros cordones de plata, por eso esa mujer no ha muerto. Y finalmente le repito que usted regresará por el mismo camino que se vaya. Cuando cumpla su misión aparecerá en este mismo lugar, nada habrá cambiado.
- Pero… tengo 78 años, el viaje puede ser peligroso.
- ¿Tiene miedo?, no lo creo, conserva usted una tremenda curiosidad científica y ahora estoy seguro de que no se negará.
El médico miró con escepticismo al hombre, una pregunta más, le dijo, ¿dónde van las almas una vez que se ha cortado el cordón de plata?. Ahora no puedo contestarle, solo le diré que es un sitio tranquilo que no puede perturbar la luz ni el sonido, cuando cumpla su misión prometo contarle más.
El hombre respiró, notó que su corazón latía con fuerza. El aire era excesivamente seco a pesar del gran lago que se extendía a sus pies. Notó el “soroche”, efecto causado por la carencia de oxígeno provocada por los más de 4000 metros de altura a que se encontraba. Vio una rudimentaria cabaña delante de él. Era de noche y hacía mucho frío. Se dio cuenta de que se encontraba en el invierno austral, él estaba en mangas de camisa y no pudo evitar un ligero titiritar de dientes. Se acercó a la cabaña que tenía como puerta una gruesa tela de lana. Corrió esta y entró sin más preámbulos agradeciendo el calor del interior. Tal y como le habían descrito halló a una joven muchacha de pelo negro brillante y largas trenzas que se inclinaba sobre una figura de aspecto humano tendida sobre el suelo mientras que en un camastro una mujer agonizaba repitiendo “Taito, Taito”. La niña se levantó sobresaltada y giró la cabeza. Amanda, no te asustes, vengo de muy lejos para decirte que lo dejes, deja a tu abuela, necesita morir, está sufriendo y tú no quieres eso para ella. La niña le miró, de sus ojos almendrados brotaron dos lágrimas. Amanda, continuó él, todo lo que nace tiene que morir para que otras vidas sigan adelante. No pretendas saber más que tus maestros ni más que la naturaleza. Hay unas leyes que tú has roto, libera a Ashana antes de que sea demasiado tarde. La niña lloró claramente pero negó con la cabeza. El médico notó que su corazón se aceleraba y que el aire que le llegaba a los pulmones no era el suficiente. Hizo una respiración profunda y continuó. Amanda, en este momento una mujer está en la habitación de un hospital con el corazón y cerebro destrozados, ya nada le une a este mundo salvo un débil cordón que solamente Ashana puede romper. Esa mujer y muchos otros seres están sufriendo, necesitan liberarse de sus ataduras terrenales y… No dijo más, su cansado corazón debilitado por la carencia de oxígeno provocada por la altura dio un latido en falso, luego otro y, finalmente, dejó de latir. Se llevó las manos al pecho, intentó respirar pero no lo consiguió. Un agudo dolor le recorrió desde la ingle hasta el cuello, su brazo izquierdo quedó paralizado, notó como las piernas se le doblaban y escuchó un golpe seco. Era el ruido de su propio cuerpo al caer mientras gruesas gotas de sudor frío manaban de cada uno de sus poros. Conocía los síntomas de un infarto agudo de miocardio. ¡Amanda, ayúdame! fue lo único que pudo decir mientras tremendos espasmos corrían por su cuerpo, la niña le miró, estaba aterrorizada. De un salto se levantó, cogió la cabeza de barro que estrelló contra el suelo mientras se sumía en un profundo llanto.
La gente se arremolinó alrededor del hombre caído en el suelo. De la puerta del Clínico salió corriendo un médico vestido con una bata blanca. Rápidamente se hizo un hueco entre la multitud. ¡Déjenme pasar, soy médico!. Su cara se estremeció al ver al hombre caído, apenas 10 minutos antes había estado hablando con él. Infarto agudo de miocardio, pensó. Sin dudarlo se tiró al suelo y se arrodilló junto al hombre, le colocó la cabeza hacia atrás y buscó un pulso en la yugular que no pudo encontrar. Aplicó su boca contra la del hombre y sopló lentamente, luego apoyó las manos cruzadas sobre la mitad del pecho y empujó con fuerza transmitiendo todo el peso de su cuerpo, una, dos, tres, cuatro, cinco veces. Un nuevo retorno a la maniobra respiratoria y de nuevo la comprobación del pulso, negativo. Repitió el proceso una vez más. Dos enfermeros introdujeron al hombre tendido hacia el interior del hospital. Cuando se quiso dar cuenta ya disponía a su lado de un desfibrilador que aplicó al pecho, soltó una descarga, luego otra y una tercera. El cuerpo se arqueaba con cada una de ellas. El paciente ya estaba monitorizado y una raya horizontal que se dibujaba sobre la pantalla no reflejaba alteración alguna. Se levantó y miró la cara del hombre muerto, con sumo cuidado le cerró los ojos y depositó un beso en su frente. Después, abrazado a él, lloró en silencio.
“Muere la mujer apuñalada por su pareja sentimental el día de ayer…”
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