Tenía el mundo todo en sus manos, todo. La mariposa, con un leve temblor y mostrando con descaro sus bellos colores, permanecía a la espera de una decisión en la que ella no tenía participación, de la que ni siquiera tenía conocimiento.
Aquellas manos de niño-adolescente, blancas y todavía teñidas de pureza e inocencia, permanecían tan firmes como la mirada que de aquellos taciturnos ojos caía, sin poner atención en el intrincado y alucinante trabajo de líneas y colores de la naturaleza, sobre lo que para él, en ese entonces, no era más que una simple mariposa.
Tenía el mundo todo en sus manos, todo... y no lo sabía. Alzó la mirada, con aquellos ojos verdes tan dulces y apasionantes, vio al cielo, vio las nubes y se dejó cegar momentáneamente por el brillo del sol. El fresco viento soplaba, corriendo y jugando sobre su imberbe faz. La mariposa reposaba en sus manos, quieta, calmada, brillante, reflejando en su pequeña existencia la grandiosidad de la naturaleza.
Con un rápido movimiento, acabó con aquella frágil existencia. Había tenido el mundo todo en sus manos, todo... no lo supo hasta mucho después.
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