El útero es el órgano prohibido. La manzana es un señuelo. Combate los placeres lívidos y fútiles, porque tienes ante ti una fémina autosuficiente cuyos flujos menstruales no podrás resistir. Intenta recobrar el control de tu hemisferio cerebélico antes de que el instinto te obligue a desgarrarte la piel para cubrir tu diminuto falo inservible. Sólo eres una víctima más de una idea inexistente sobre el sexo, que tiene cicatrices por intentar dominar su propia satisfacción. Otro múltiple condenado a un celibato mental si no recapacitas el rumbo de tu escroto andante.
He sobrevivido a la vida escribiendo mis ideas insurrectas, asilada de la estupidez citadina, pero sobrevivir analizando nuestra existencia, fugaz y tan idiota es poco probable.
He amado inútilmente, más nunca de una manera tan enfermiza. Me da lo mismo estar viva contigo, que estar muerta. Estoy harta de ti. El cuerpo me duele por el hedor que emanas. Me doy cuenta de que realmente la sangre es un tesoro sobrevaluado. Igual que la vida. Tengo cicatrices que no borran ningún beso, mucho menos una hostil muestra de necesidad.
Puedo resumirlo así: me da lo mismo que me ames o no; te amé hasta extinguir mis lágrimas, mis ojos están hinchados y no puedo acumular más dolor. Me he acostumbrado a que mis yemas dactilares sangren al releer tus depravadas promesas desperdiciadas.
Distracciones sólo hay una: la mejor manera de asesinarte.
Podría, primero, si no es mucha molestia, y si el síndrome premenstrual no me lo impide, sacarte los ojos, sólo un poco, fuera de las cuencas oculares, pero dejándote conservar la dolorosa oportunidad de experimentar en carne propia cómo corto los tendones de todo tu cuerpo. Aún si sobrevivieras, sería más prudente morir. Confieso que estoy enferma por amar a alguien tan extremadamente aburrido.
Un sordo disparo haría las cosas más sencillas, aunque la limpieza nunca ha sido mi destreza más avanzada, y disipar rastros de sangre seca y escurrida de tu cráneo inerte hacia el suelo empolvado no me causa mucha excitación.
Podría encadenarte y verte morir lentamente de inanición, como el bestia insensible que dejó morir a un canino callejero y lo usó como diversión, pero la imperturbabilidad no es una de mis virtudes y el odio que me controla no se vería complacido lo suficiente si no presenciara el embelesamiento que brindarías a mis sentidos.
Meter tu cabeza en el congelador, esperar a que se entumezca tu cerebro; o meter quizás el fardo masculino de testículos y pene inservibles, previamente amputados -o todavía pegados a tu inútil cuerpo-, para que experimentes la más sangrienta e irrigada erección de tu patética e desconocida vida.
Puedo ahorcarte con el cable del teléfono; muy chic. O con mis propias manos, salvajemente desesperadas por tocar tu carne y dejar huellas moradas a lo largo de tu yugular. También envenenarte. Con cianuro, como roedor despreciado, o con cloruro de potasio, como despreciable ignominioso graso-saturado.
Se me ocurre estrellar tu cabeza contra el suelo, abollándola y causando irreversibles daños a tu cráneo; impactarla con una piedra y sentir que un charco de sangre nacida se expande y me salpica, justo después de un golpe vacío inconfundible.
Tengo infinidad de opciones, un sinfín de objetos punzocortantes, amantes de la pólvora, o salvajes y toscos instrumentos.
Me gustaría poder llegar a hacerlo un día, sólo como venganza. Como hembra furiosa por un mal sexo; como leche agria y sin sentimientos ni sabor. Por no haber apreciado mi vida, aquella única, donada a todo tu cuerpo, y por haberla desperdiciado gota a gota, sin importarte que se me acabara la sangre, o la paciencia, o el amor.
Pero no se puede vivir en el pasado. Más adelante me arrepentiré por no haber seguido mi primer instinto; por el momento estoy ocupada: busco una manera brutal y cruda de redactar tu obituario.
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