Se levantó temprano y sola. Calzóse un par de zapatillas de tela y respiró.
Aspiró la nicotina de su primer cigarrillo del día, de su cuota de seis unidades por cada veinticuatro horas.
Se asomó a la ventana, sonrió con extrañeza innata en ella y su frente se apoyó contra el cristal helado y empañado por el frío de la madrugada, típica en la ciudad de Sucre.
Sarah intentó esfumarse de sí misma, desaparecer sola, en medio de ese amanecer gris, exacto, preciso y adyacente a su objetivo.
Entonces, se sentó a la computadora y decidió escribir. Quizá sería su último texto, o quizá no. Nadie, sino ella misma lo sabía. Describió:
- Dejo mis documentos personales originales y copias, en una carpeta organizada. Quedará al cuidado de mi madre.
- Por otro lado, los muertos no necesitamos velatorios, por tanto, no necesito de uno. Quiero, cremen mis restos, no sin antes donar algunos órganos a personas necesitadas (los que quedasen en buen estado).
Ahora volveré a las cenizas. Espárzanlas al río.
Después de todo, aunque creo en Dios, cabe mencionar que los muertos tampoco necesitamos plegarias. No recen por mí. Sería inútil.
-II-
Encendió el segundo cigarrillo y no encontró, por algún motivo incierto, el encendedor de plata que le había heredado su abuelo. Quiso, entonces, conseguir lumbre y una punzada le recorrió el cuerpo delgado, casi deforme ya por su inminente anorexia.
No supuso que el par de perros doberman, ladrarían en ese momento preciso, cuando ella estaba tan concentrada, preparándose para morir. Los ladridos la sacaron casi de quicio, un dolor pesado se instaló en sus sienes y con el corazón palpitante, se asomó al ventanal y con terror petrificante, vio como Raisa y Drago, sus perros, caían baleados por un trío de malhechores que ingresaban a la casa.
Sara quiso gritar y no pudo, anheló tomar su celular y lo encontró descargado, muerto. Sólo alcanzó a murmurar un par de palabras, aunque incoherentes, inconcisas, pero, al fin palabras.
Se preguntó entonces si deseaba morir.
No alcanzó a contar con más tiempo para cuestionarse. Corrió, en una suerte de despavorida hacia el clóset, se encerró como solía hacerlo cuando niña.
Los tres hombres entraron y saquearon todo, aunque no se convencieron de que la casa permaneciese sola. Comenzaron a buscar un rastro de vida, con palabras amenazantes, cargadas de resolución, de rabia.
Dentro, Sara abrió un gran estuche, que le había dejado, entre otras cosas, su abuelo. Se trataba de un gran arsenal de cacería. El viejo era un gran cazador.
Alrededor de los cinco minutos y Sara ha enmudecido. Los ladrones también.
Sara siente el sudor frío que la contrae en espasmos dolorosos y un temblor involuntario recurre a ella.
Medita en el silencio. Abre la puerta del clóset y espera. Sólo espera.
- Te esperábamos- dice un hombre vestido de negro y una sonrisa irónica se dibuja en él.
Entonces, en un instante desenfrenado en su decisión Sara, casi sin proponérselo, entresaca la mano izquierda del interior del guardarropa y sin saber cómo, ha disparado ante los gritos desaforados de sorpresa de sus atacantes.
Sólo lagunillas de sangre quedaron flotando en la habitación y Sara descubrió, que sus lecciones de puntería no se le habían olvidado y al mirar el ventanal percibió que la bruma había descendido, se había esparcido.
Lentamente, con pasos cautelosos, se dirigió hacia la computadora.
Presionó entonces una sola tecla, "la indicada"- se dijo a sí misma-: DELETE. |