Un hilo conductor: la noche, el frío, la botella, ella.
Ella, lejos, corriendo y saltando. ¿Cómo no saber que no se puede tener a quien no quiere ser tenido? El día de la pileta, del gran salto, de la ruptura definitiva con la vieja estructura, el día de entrar en el terreno del amor, no ya de la mutua necesidad coyuntural; el día de la despedida con plazo, con reencuentro previsto, con voy a estar acá cuando vuelvas, con esperame; el día, justo el día, del paso.
Pero en balde decir las cosas que podrían haber pasado: el país de lo que pudo haber sido (y evidentemente no fue, porque la botella, la noche) se aleja, palabra a palabra. Se hace borrosa, su figura se achica, sus rasgos se pierden, y lo que veo es lo que recuerdo, y me pregunto qué recuerdo.
¿De quién es la decisión de que yo calle? ¿De ella, por haber demostrado a último momento que el salto es al vacío? ¿Mía, por cobarde o por demasiado prudente? Buscar culpables, chivos expiatorios, no tanto de mis culpas, sino chivos que expíen mis miedos, mis celos, este pequeño pedazo de muerte, uno más, que se sienta acá conmigo a escribir.
Después de hoy, algún día, me voy a poner a pensar en todo lo que perdí; es una cuenta larga, un balance del almacenero en libreta y lápiz, una lista con nombres tachados. Ella será una más. Pero mientras tanto, la puta madre, cómo duele. Carajo, cómo duele.
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