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Estoy en la cocina preparando un café pero mi novio está cocinando una torta. Para nada estamos enojados, aunque hace un rato largo que no nos dirigimos la palabra, diría que estamos sobrecogidos rezando cada uno por su cuenta.
Quique que ya estaba de antes laburando en repostería no siente ninguna molestia por que me superponga a su tarea de cheff, ¡pero ojo!
tampoco rompe su silencio facilmente ni siquiera para espantar al mosquito que vendría a ser yo
(esa que siempre anda detrás de la noticias
y que es mimosa y comprensiva) pero me encuentro perturbada por sentir culpa,
de que él sea, el que esta de más en esta cocina, para mí un lugar sagrado tanto como el baño. Entonces fue que lanzé como una mirada de robot
con laceres rojos en los ojos, aunque aclaro,
muy a pesar de mi voluntad que intenta desimular como puede el erizamiento que acabo de contraer. Pensé: ¡por todos los cielos, no nos vamos a separar por tan poca cosa! debo de haber puesto esa cara de bruja para tan solo evacuar este sentimiento lógico de tipo poseción que me vino,
puesto que el departamento es mío, punto,
es mi casa. Nada hay escondido detrás de este gesto, quizá obseno, lo reconosco.
El calor del horno es la tercera persona en este combate frontal de singlers. Y el olor a vainilla viste mi carne de piel pollo al recordar viejos tiempos.
Quique sin protestar limpió de buen humor mis bardos silvando una canción apenas audible.
En un momento, por así decirlo, de esta sita con lo cotideano, sin pretenderlo, casi sin darnos cuenta, quedamos tocandonos los cuatro gluteos,
yo porque empesinada me aferraba con el vientre sobre el horno tibio, mientras que él limpiaba con evidente profesionalismo el sucio suelo del piso.
(Ji ji ji, fuimos la cruda imagen de la dueña de casa queriendo conquistar al plomero).
Finalmente una bulgar daga de presidiario se clavó en el bizcochuelo mutilando su cuerpo,
en distintas partes todas mal cortadas,
de pronto su mano izquierda agarra un pedazo con los dedos abiertos que se cierran como tenazas.
Mientras tanto le alcanzé una bebida fría de cacao, pero la escupió sin verguenza solicitandome un café bien caliente; al cabo de unos minutos más,
sumergió hambriento el cuerpo de Dios en las negras aguas del jugo de paraguas,
hasta hacer de esa torta sopa y perder la nariz dentro del jarro. Por un momento sentí que es un hijo mío, que está por salir para ir a la escuela,
con los cabellos engominados sosteniendo el jopo; sería absurdo querer torcer la ruta de su acción,
esta de lamer como un oso homigero, valga la rima,
el interior del tarro con barro, y de paso exigir silencio al igual que el rey Juan Carlos al grasa ese de Chavez, a tanta música que sale del estomago.
De vez en cuando es bueno tener que asesinar al entusiasmo de la juventud ahogando las ansias,
porque la vida camina lenta, la propia monotonía solita se encarga de inibir las llamas de la ardiente locura. (Es que no se como explicar atravéz de una simple respuesta, lo que "subyase por el aire como una peste aviar" ¿habiendo tanto amor entre ambos por que tengo que cargar con estos injustos deseos de escupirle el rostro?).

Texto agregado el 25-07-2008, y leído por 131 visitantes. (0 votos)


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