Silencio absoluto. El cielo poco nublado, iluminando las nubes estaba aquello cayendo perpendicular a la faz terrestre, a la propia humanidad. Una bola de fuego inigualable y majestuosa, como habiendo saltado del cielo iba en lento recorrido, cual hoja llevada al viento, hasta que tocara suelo. Una larga calle delante mío. Edificios a ambos lados. La falta de vida empezaba a notarse ante lo inmutable del ambiente. Lo único que parecía compartir mi sentimiento eran todos los que dispersos en la calle, como granos de arena, miraban aquel meteorito. Bola de fuego con su rastro de calor y polvo, indiferente a todo, bajando con serenidad absoluta. Aquel silencio de nuestras mentes inquietas daba tensión al ambiente, se olía el temor de los valientes, la impotencia de los soberbios y la sensatez de la necedad. Todos obligados a revelar ante tal situación su verdadero ser, lo humano que todos compartimos y que negamos poseer. Era algo que todos parecían deseosos de contemplar, para luego perecer. Sin nada poder hacer, nos hallábamos ante un resplandor diurno. Iluminando nuestra tez y nosotros, con total indiferencia, nos rendíamos solo ante su resplandor, únicamente observando. La situación parecía irreal, cual si en el Tártaro estuviese y allí Hades acercándose inexorable. Tarde para hacer algo, no quedaba oportunidad alguna. Veo todo, con otros ojos a los habituales. Esta vez no buscaba una simple persona o un ordinario puesto de diarios para comprar aquel libro tan anhelado, buscaba vida, mi vida, una pequeña salvación para mi ínfimo ser en este gran mundo que seguía a la expectativa. Vi un disco metálico en el suelo con leves inscripciones, incrustado en el pavimento. Atiné a levantarlo y arrojarme a las alcantarillas. Esperé…
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