Siempre pensé que todos estamos hechos para un fin en particular, que tenemos nuestro destino elegido. Por lo menos eso me hicieron entender mis padres, hermanos, tíos, abuelos y otros tantos familiares cuyas tardes de aguapanela y sermón chucho-defensor-católico-esclavizante, siempre terminaban en lo mismo: "nos vemos si Dios quiere" "Ojala mañana si Dios no lo permite" y "Hasta luego si Dios nos da vida". Yo siempre los escuchaba atentamente, sentado con mis carritos de colección, atropellando sutilmente a las horribles muñecas de mi hermana, imaginando ríos de sangre plástica. Recuerdo que mamá preguntó una vez ¿a qué juegas Johnny? y yo le respondí: "toy jugando a, nos vemos mañana si Dios nos da vida"
El destino es un camino hecho y derecho, que Dios cambia cuando se le da la gana o cada que un alguien, medio arrepentido o asustado, grita: ¡Oh, por favor Dios mío que todo salga: así o asá, aquí o allá, que sea o no sea, etc, etc, etc. Y sabiendo esto, hice todo lo posible para que mi destino nunca cambiara, para que, desde que nací, el camino no se torciera ni un milímetro, pues siempre supe cual era mi destino: Yo había nacido para matar a mi abuelita.
Y era obvio, lo supe desde que tenia 3 años, una tarde cuando ella me puso sobre su regazo y su sonrisa desvalida e hipócrita se convirtió en una señal para mí. “Ella es” me dije, en ese entonces era la misma que hoy en día se ríe incesantemente de las desventuras de la gente, sentada sin hacer nada y hablando a sus extraños invitados de sus enfermedades imaginarias. Una especie de monarca francesa del siglo XVIII envejecida hasta el día de hoy, con las mismas muecas pedantes y sin sabor que toda respetada noble con enaguas de seda debía poseer. Mis manitas intentaron apretarle el pescuezo pero ella reía de lo que consideraba una pequeña chiquillada. Entendí entonces que no podría hacerlo hasta que cumpliera 8 años, y como era obvio, tuve que calcular cada paso que daba a lo largo de mi vida, no fuera que uno mal dado me alejara de mi inmaculado destino.
Cuando tuve la edad suficiente para asistir al colegio, me comporte como el más educado, me concentre tanto en mis estudios que mis padres nunca tuvieron queja de mi. Mientras crecía su confianza, las barreras que me impedían acercarme a mi abuelita sin ser vigilado, se hacían cada vez más pequeñas. Desde los 5 años me acerque todas las tardes al río, recogía piedritas que luego lanzaba con fuerza en el lago, en las afueras de la finca en la que vivíamos la abue, mis padres, mi hermana mayor y yo (todavía no había decidido como iba a machacar a la anciana, las piedritas eran una opción entonces); recogía palitos para sacarles punta y me adentraba en el bosquecito a matar algún bicho mientras buscaba plantas venenosas… me habían dicho en el colegio que tenían color rojizo, pero nunca encontré ninguna.
3 años de preparación no eran tanto como parece, pues en tan poco tiempo y con las limitaciones de ser un niño, debía investigar las formas más eficientes de asesinar a una persona, de desaparecerla sin dejar rastro y sin que sospechasen de mí. ¡Y tenia que hacerlo! La verdad me aterraba no cumplir con mi destino. ¿Qué puede hacerle Dios a alguien que no tiene propósito en el mundo? Yo no quería ser el primero en saberlo, pues supe, después tanto preguntar a mi profesor de religión en la escuela e incluso a mi madre, quien hasta ese momento atinó a darme la explicación de casi cualquier cosa, que por sus respuestas evasivas, nadie nunca en la historia del universo había experimentado algo así. Fue todo un despertar para mí, tenía apenas 7 años en ese momento y de repente fui consciente de que podía fallar, y nadie me lo perdonaría.
Una tarde pude estar a solas con la abue (después de una fugaz visita de mis estúpidos primitos: los tontos niños de 4 a 10 años que actúan con la imbecilidad de una estrella de telenovela colombiana, la falsedad de una actriz de novela mexicana y la arrogancia de una niña argentina cantante de pop), había pasado una semana desde mi cumpleaños número 8, era el tiempo justo. Había decidido usar contra ella sus propias medicinas, la sobredosis sería fatal. Pensé primero en darle una buena dosis de aguapanela con limón… de seguro ese efectivo veneno contra la gripe, en largas dosis podría desaparecer a semejante parásito de la faz de la tierra. Pero no pude hallar un método para que se hartase más de dos litros del líquido marrón.
Finalmente decidí que la forma más fácil, (y obvia) era ahogarla en su cama con una almohada mientras dormía. Lo más lógico era que con todas esas enfermedades imaginarias encima, no podría ni siquiera burlarse de mi intento de asesinarla, como en otra época si pudo hacerlo con bellaquería. Caminé despacio por el piso de madera de la casa. Era una fría noche con lluvia y las tejas de zinc hacían un escándalo infernal. Lo único que podía escuchar bajo el suelo eran algunas ratas. “Fascinante” pensé. “A mi espectáculo nocturno han acudido los más viles roedores”.
Ella roncaba con parsimonia. Tan armoniosamente pero tan fuera de tono como un viejo clavicordio, sucio y destartalado. Me acerqué con sigilo y subí a al cama sin hacer el más mínimo esfuerzo. Estrujé la almohada con mis dos manos y me puse a horcajadas sobre ella, sonreí. Me encontraba tan dichoso. Todo un festín de ideas se había abarrotado en mi cabeza ¡Cumpliría con mi destino! Qué éxtasis tan increíble, había llegado el momento de la verdad y todo se acabaría. Después de ello ¡mi recompensa! Habría cumplido con mi papel en el mundo y seria libre para vivir.
¡VIVIR!
¡Vivir, vivir, vivir!
¡Vivir!
Vivir, vivir, vivir, vivir, vivir, vivir, vivir, vivir, vivir, vivir, vivir, vivir, vivir, vivir, vivir, vivir, vivir, vivir… vivir, vivir, vivir, vivir, vivir… vivir… vivirr…
…
…
…
Vivir…
…
¿Vivir?
…
¿Vivir?
¡¡VIVIR!!
¡¡¡¡¡VIIIVIIIIIRRRRR!!!!!
¡NOOOOOOOOOOO!
¡ VIVIR ERA TODO LO QUE HABÍA HECHO MI ABUELA! Después de que ella cumpliera con su destino, cualquiera que fuese, ¡había vivido! Un paso miserable y acelerado que le arrugo la piel. Desde que tengo memoria y por todo lo que me han dicho mis familiares, mi abuela nunca hizo nada. Nada más que recostarse en su sofá a hablar de la sociedad corrompida de ahora; de que nada era así en los tiempos en que la iglesia era madre y señora del Estado y como ésta era quien perseguía y castigaba a los inmorales liberales y a los blasfemos izquierdistas. Hablaba con orgullo al decir que había conocido a Pablito Escobar, ese héroe del pueblo que ella admiraba tanto, cuando este quiso pagar la deuda externa de nuestro país y, una vez cada 20 segundos exactos, tocia y se quejaba de alguna enfermedad extraterrestre que le impedía salir a la calle a caminar.
Nadie nunca en la historia del universo había incumplido con su designio divino, por ende mi abuela había cumplido también, a la misma edad que yo. ¿Estaba yo predestinado a ser su sucesor? ¿el siguiente inútil odiado y al final masacrado por su nietecito? ¡NO! ¡No iba a ser así! Miré la cara de mi abuelita y con lágrimas en los ojos puse la almohada a un lado, su piel arrugada parecía moverse con cada uno de sus ronquidos, intente tocar uno de sus pliegues por curiosidad y entonces sucedió.
De un golpe mi abuela se levantó lanzándome hacia sus pies. Me golpee con fuerza contra la perilla de la cama y las lagrimas brotaron de mis ojos. Ella me miró con pánico, como si de repente hubiese sido consciente de mi intento de asesinarla. Se puso las manos en el pecho con fuerza, carraspeó, una, y otra y otra vez, su respiración se agitó notablemente. Con voz ahogada gritó: ¡YO... VIVIR… DESTINO… AHORA! Y finalmente, mientras sus arrugas se agitaban como pequeñas y rechonchas alas de murciélago, se desplomó sobre la cama. Sus ojos estaban fijos y desorbitados.
***
Hoy es el día de mi cumpleaños número 80. Llevo 72 años sin hablar con nadie. La gente piensa que el haber sido testigo de la muerte de mi abuelita a la corta edad de 8 años, me traumatizó de por vida y por ello no hablo, no camino, no muestro señales de entendimiento, ni reacciono ante ningún tipo de situación. He estado más de medio siglo sentado en una silla de ruedas, conducida muchas veces por mis hermanos menores o por mis sobrinos. Soy una prueba viviente del plan macabro de Dios, quien me hizo cumplir con mi destino aunque yo me negué en el último momento. Desde entonces no he hecho otra cosa que seguir el camino de mi abuelita. No puedo negar que tengo miedo y por ello me he rehusado a hablar durante tanto tiempo. He llorado noches enteras sin que nadie se de cuenta y despierto fascinado por cada nueva mañana. Es irónico, pero ahora me gusta mirar hacia el horizonte y pensar que mañana podré ver nuevamente la luz del día. Me aterra pensar en que un día se me acerque un niño travieso y se quede mirándome, esperando pacientemente, predestinadamente, a que yo, indefenso, le sonría. |