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¿Y a dónde va usted?


Había una larga columna de gente en ese lugar blanco infinito. Yo me encontraba esperando mi turno, caminando al ritmo de quien se encontraba frente a mí, un tipo escuálido, alto y moreno, de aspecto desanimado. Atiné a mirar a atrás… y me encontré con más multitud en una línea sin fin.

—¿Hacia adonde vamos? —pregunté a quien tenía adelante.

—Yo voy a la felicidad —me dijo, sin expresión en su consumido rostro; sin mirarme a los ojos.

Luego intenté ver cuanto faltaba para mi turno, y me sorprendió ver a doscientas personas más adelante. Se dirigían a una puerta delgada y pequeña.

Me volví hacia atrás. Una anciana me miró con ternura. Le pregunté a donde iba.

—Yo voy al paraíso, querido —me respondió, cálida y segura—. ¿Y usted?

—Yo… yo no lo sé —pude decir rascándome la nuca.

—No te preocupes, Dios te guiará y te dará la respuesta camino a la Puerta.

Vi que el hombre moreno se volvía hacia la anciana.

—Vieja, Dios no existe —escupió.

La señora lo miró, amenazadora.

—Hijo de Satanás… tu felicidad tampoco ya que no conoces al Salvador ni al Todopoderoso —su rostro se había configurado para mostrar una bestialidad oriunda al instinto. Luego sacó un cigarrillo y una caja de fósforos de su cartera y se puso a fumar lo que yo conté como quince, en total.

Pasó en esto una media hora, cuando sentí que algo me pinchaba la espalda. La anciana me susurró algo que jamás recordaré. Un gran sueño me inundó y caí.

Desperté una hora después, en el impalpable suelo blanco. Estaba a un lado, poco alejado de la fila, que había avanzado. Junto a mí, durmiendo, se encontraba el esquelético y alto hombre… y también, tiradas en la superficie una hilera de todas las personas que antes tenía por delante.

Intenté despertar al hombre, pero estaba muerto.

Corrí en busca de la anciana. ¿Qué nos había hecho? Solo entonces la gente me miró con ojos de reprobación, como alegando a que volviera a mi puesto y esperara mi turno. Un hombre de unos cuarenta años salió de su lugar para detenerme.

—Todos tenemos la misma prisa. Haz el favor de controlarte —su tono era desdeñoso.

—Todos ustedes han avanzado algunos puestos de forma antitética debido al accionar de una anciana. No te interpongas en mi camino —respondí desaforando mi calma.

—No lo puedes comprobar. Hasta yo inventaría algo más cuerdo, pequeño. Te falta astucia, habilidad… o más que nada inteligencia. ¿Sabes porqué voy más adelante que tú? He sabido aprovechar mis destrezas, mi creatividad y mi sabiduría durante la vida. Así que vuelve a tu rincón, engreído.

Lo dejé y seguí mi camino, apresurado. Me asusté al encontrar a la anciana: acababa de arrojar al piso al último individuo y se preparaba para rezar frente a la Puerta, tal vez suplicando perdón por sus pecados.

Alcancé a gritarle “Farsante”… antes de que el de atrás la empujara a la Puerta. Al verme fuera de la columna y acercándome a la entrada la gente comenzó a apretujarse hacia delante con violencia y a salir de la columna. Y me sentí culpable por el desorden instantáneo. El hombre altanero me encontró y empezó a darme una fuerte golpiza, sacándome de la aglomeración desesperada.

Quedé inconciente por algunos días. Cuando desperté todo estaba en calma… en el infinito no había nadie, y allí estaba la Puerta solitaria. Me levanté y caminé hasta quedar frente a la entrada. Podía ver que era un pasillo que se oscurecía al final por completo. Feliz por llegar al sentido de mi vida, corrí con toda mi fuerza. Me adentré al pasillo mientras escuchaba el eco de mis rápidas zancadas, mientras todo se iba volviendo negro. De pronto el suelo terminó en un paso, y caí en la oscuridad por unos cuantos segundos. El choque no fue tan duro… y la caída no había sido tan larga.. Pero sentía gemidos de dolor por todas partes. Palpé lo blando que me recibió, y toque un brazo afiebrado. Impactado, me guíe por mi oído y tacto.

Minutos tardé en comprender que estaba en la cima de una horrorosa realidad, como la guinda pútrida de una asquerosa torta, rodeado de un hedor enfermante, sumido en el fin de la vida, lento y paciente. Los años eran segundos vanos… nadie moría ni hablaba. “Aquí es donde caímos todos”, pensé imaginando a la anciana enterrada metros más abajo. Pasó un lapso de tiempo extraviado, y escuche gritos arriba… en cosa de momentos tenía sobre mí a un bebé, una joven y cuatro niños; luego cayeron muchos más. Ahí estuve la eternidad; enclaustrado en una montaña de cuerpos humanos sumidos, nosotros, en infinita descomposición.

Texto agregado el 24-07-2008, y leído por 204 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
27-12-2008 =O pero qué cuento más desgarrador y pesimista, aunque bien narrado. Nada sabemos de lo que hay "más allá", espero que no sea algo parecido... Seifer
 
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