Lo invité para pedirle perdón. Era ya cerca del atardecer. Yo estaba sentado junto a la ventana y se veía el sol ocultarse detrás de los edificios. Bebí un poco de coca cola y lo vi llegar caminando por la vereda, con una campera de cuero y un gorrito azul. Abriría y lo primero que le diría sería que me perdone, no que me disculpe, que me perdone, porque lo que había hecho merecía pedir perdón. Abrí la puerta, esperé a ver su reacción, y sonrió y me estiró los brazos para que lo abrazase y eso hice. Hacía tiempo que no veía a mi hermano. En realidad era la primera vez que lo invitaba a mi casa después de la crisis. Había tenido una crisis de locura. Eso me había pasado. Escuchaba voces y veía cosas, algo extraordinario, casi mágico pero catastrófico.
Mi hermano parecía contento. No era el momento para pedirle perdón. Yo también estaba contento, excitado. No sabía como recibirlo, agasajarlo, así que abrí la heladera y le ofrecí una lata de coca cola. Saqué también una bolsa de papas fritas. Nos sentamos a la mesa. Encendí el televisor. Poné música mejor, me dijo. Qué querés escuchar. Sabina. Encendí el equipo y empezó a sonar. Pero apagá la tele, me dijo. Sonreí al darme cuenta de mi torpeza.
Charlamos un rato, me contó que estaba estudiando inglés y que estaba yendo a bailar salsa a un club. Te vendría bien a vos, te distraés, te desenchufas un poco. Le dije que si, que era buena idea, pero en el fondo sabía que esas cosas no eran para mi. En un momento nos quedamos los dos callados. Fueron unos minutos. El silencio llenaba el aire y la atmósfera se puso densa. Recuerdo tantas cosas de la locura. Por aquellos días se me había puesto en la cabeza que mis viejos, mi hermano, me querían cagar la vida. Una voz dionisíaca me decía defendete, tenés que hacer algo, en cualquier momento te entierran. Me acuerdo que era de mañana. Una mañana plena de sol y llena de voces y sonidos y gritos y puteadas en mi cabeza, aunque yo no sabía que era en mi cabeza. La voz me dijo, este es el día, hoy te hacen boleta. Entonces agarré el colectivo, y viajé hasta dónde vive mi hermano con mis viejos. No había nadie en la calle, solo estaba el auto de mi hermano. Abrí el tapón de la nafta, encendí un papel y lo mandé adentro del tanque. Salí corriendo hasta la esquina. Fue una explosión, después una intensa llamarada y allí estaba el auto prendiéndose fuego. Salieron los vecinos. Salió mi hermano. Ahí está, dijo la voz, cagalo a trompadas ahora, que aprenda que con vos no se jode. Y me avalancé sobre él a los puñetazos, y el solo atinó a cubrirse y pude ver que se enojó pero no me golpeó de nuevo. Se metió adentro. Yo me quedé pateando la puerta. Unos vecinos que me vieron no entendían nada. Trajeron agua y le tiraron al auto y escuché que uno dijo llamen a la policía. Entonces me fui de nuevo a mi casa y me encerré.
Vamos a hacer algo de comer, le dije a mi hermano. El cambiaba los temas de Sabina con el control remoto. Busqué en la heladera, saqué unos huevos y jamón, queso y arvejas. ¿Unos omelletes te parece?. Me parece bien. Se acercó a la ventana y se quedó mirando para afuera. A lo mejor el también me quería decir algo. Era la primera vez que me veía cuerdo después de mucho tiempo. Ahora podíamos hablar. Yo quería decirle que lo sentía en el alma, que cada vez que me acordaba de las cosas que había hecho sentía que algo de desgarraba dentro mío, que no entendía como mi mente me podía haber traicionado así, que no lo había podido controlar, que aquellas voces parecían tan reales, tan real como el dolor que sentía ahora. Me acerqué, lo tomé del hombro, se dio vuelta y sonrió, es linda la vista que tenés acá, dijo. Es la calle nada más, le contesté. Pero está bueno tener una ventana a la calle, un poco de barullo, te sentís menos solo, me dijo. Ayudame con los omelletes, le dije.
Yo sostenía la sarten con el aceite y el rompía los huevos en el filo y los vertía adentro. Yo los revolvía un poco con una cuchara. ¿Cuántos les ponemos?, preguntó. Vos poné, poné todos. Siguió rompiendo los huevos, y se reía, yo siempre rompiendo los huevos, decía, y nos reíamos los dos. Después abrió la lata de arvejas y las hechó en la sartén y yo puse el queso y el jamón y él me quitó un par de fetas y hechas un bollo se las metió en la boca. Va a estar rico esto, dijo. Che, perdoname, le dije. Por qué, contestó sonriendo. Le iba a decir por todo lo que te hice, pero le dije: me parece que el omellete va a ser poco. No pasa nada. Vamos a comer. Sacó dos platos y los puso en la mesa, y yo llevé la comida y dos latas de coca cola. Nos sentamos, ahora sí apagué la música y encendí la tele. Había un partido de boca.
Me acuerdo que cuando las voces me abrumaban con amenazas lo llamaba y pasaba largos minutos puteándolo, amenazándolo, le decía que uno día de estos le iba a cortar las piernas, que era su vida o la mía, cosas por el estilo, y me acuerdo que él se quedaba callado del otro lado de la línea y me escuchaba las barbaridades que yo escupía a bocanadas de odio. Tomé un sorbo de coca cola y lo miré. Mi hermano comía el omellete que tenía un aroma riquísimo. No sabía que jugaba boca, me dijo. Yo tampoco. Era un partido por la copa Libertadores. Comíamos y mirábamos el partido. Mi hermano comía lento, como siempre, tiene una parsimonia parroquial para comer. Yo terminé mi porción y él estaba a la mitad. Como van tus cosas, me dijo. Bien, acá andamos, restableciéndome en la vida. Pensé en explayarme, contarle todo lo que me pasaba por la cabeza, como era aquello de volver a la realidad, a ver las cosas como son, a encontrar un sentido. No le dije nada. Ese jugador es buenísimo, exclamé cuando la agarraba el diez de Boca, Riquelme. Me acuerdo cuando era chico quería ser jugador de fútbol, le dije. Todos queremos ser jugadores de fútbol cuando somos chicos, dijo. Tenía razón. Me reí. Pero siempre fuiste un patadura, me dijo. Me volví a reir. Bueno, pero hay cada uno jugando que no creo que sean mucho mejores que yo. ¡Aguanta!, me grito. Un jugador de Boca había pateado un tiro al arco que paso rozando el travesaño. Impresionante, le dije. Muy bueno, me parece que esta noche ganamos, dijo; entusiasmado, tomando coca cola de la lata de una forma torpe. Me acerqué a la cocina y traje un pedazo mas de omellete, se lo puse en el plato. Comé vos, dijo. No, dale, comé, comé, es invitación de la casa. Tomó el tenedor, partió el pedazo en dos mitades y puso una en mi plato. Así terminamos de comer.
Empezaba el segundo tiempo, así que acomodamos los sillones frente a la tele y nos pusimos a ver el partido. Traje dos latas más de coca cola y acerqué la bolsa de las papas fritas por las dudas. Afuera ya estaba oscuro, la luna, la estrellas. Se escuchaba el sonido de los autos pasar. Algún perro ladrando vagabundo por ahí. Extrañaba ver los partidos de Boca con vos, me dijo. Yo hice un gesto amistoso con la lata y bebí como en un brindis. Yo también estaba contento. Me acuerdo de aquella mañana en que al final me internaron en el psiquiátrico. Salía de mi casa y había un patrullero y se bajaron cuatro o cinco canas, me rodearon, me dijeron que los tenía que acompañar. Fue entonces cuando lo vi a mi hermano con ellos. Se me llenaron las venas de furia, fuego en mis ojos, sentí un odio abismal. Hijo de puta, traidor, Judas, le grité. Mi hermano estaba ahí parado, sin un gesto, con los ojos brillosos, no dijo nada, solo se quedó mirando como los policías me arrastraban al patrullero. Así fue que me llevaron. Después en el psiquiátrico me metieron anti-psicóticos hasta por el culo y me libraron del delirio, de las ideas raras, de las voces. Ya habían pasado unos meses desde eso. Ahora estábamos ahí sentados, mirando el partido, tenía ganas de arrancar ese pedazo de mi vida que había sido una locura, pero no podía.
Mi hermano se inclinó hacia adelante poseído por la emoción, yo hice lo mismo, Boca avanzaba en un contragolpe claro y rápido. La agarró el diez, Riquelme, y puso un pase en profundidad para Palacios que definió al palo más lejano. Gooooooooooool, gritamos. Saltamos de los sillones y nos abrazamos. Pude sentir el calor de su respiración en mi hombro, el olor de su pelo, el olor de la piel, lo apreté fuerte, pecho contra pecho. Perdoname, dije, pero no dije nada, no lo escuchó porque lo dije con palabras silentes, de esas que quedan en la cabeza. Nos quedamos un rato abrazados. Creí que me pondría a llorar, pero no, fui a la heladera, agarré más latas de coca cola. Por Boca, le dije. Por boca, dijo. Brindamos y terminamos de ver el partido. En la mesa estaban los dos platos vacíos, junto a la cocina las cáscaras de los huevos rotos y la lata de arvejas.
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