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¡Profesor de Literatura!
Patricio García Polanco

Mi siempre recordado Juan:

Hace unos años que partiste a esa ciudad y no hemos cruzado una sola línea. Decidido a romper este injustificado silencio he redactado estos párrafos reflexivos. De alguna manera ellos vienen a sustituir nuestras frecuentes pláticas en dilatadas caminatas y en charlas hogareñas acompañadas de la infaltable taza de café.

Es que me asfixio de incomunicación y soledad espiritual en este pequeño pueblo montañés donde desde hace más de cuatro décadas estoy exilado. Bien conoces la vida aldeana, en la que has vivido casi tanto como yo; pero como ya tienes algunos años residiendo fuera, es posible que engañado por la nostalgia empieces a idealizarla, como ocurre con la mayoría de los que se ausentan de su lar nativo.

Porque año tras año la vida aquí se desvaloriza. Las tradiciones son desmontadas poco a poco y pasan a ocupar un lugar junto a los desechos. ¿Quién habla aquí de Fiestas Patronales?, para citar un solo ejemplo. Bueno, los defensores de la modernidad – una modernidad que muchos jóvenes entienden como un hacer tala rasa de todo lo preexistente, para comenzar de cero – argüirán que hay que renovar las formas. Pero, figúrate, Juan, que renovar equivale aquí a simplificarlo todo, a implantar la improvisación y a aplicar el concepto de “lo nuevo por lo nuevo”. En ese concepto de la modernidad hay casi siempre una concesión al caos, al ruido, a la vulgaridad.

Pero de eso hablaremos otro día. Porque hoy deseo comentarte otro asunto. Y es el siguiente: desde que te fuiste apenas he vuelto a entrar a una librería. ¿La razón? Oh, que los libros se han puesto tan caros que no hay, en condiciones como la mía y la tuya en el tiempo en que vivías aquí, quién diablos pueda comprarlos.

Y esa es la gran paradoja en medio de la que me debato. Pues ya sabes que ostento ese pomposo título de Profesor de Literatura y desde hace años no puedo comprarme un solo libro. A veces, cuando alguien me comenta sobre los nuevos premios Nobel de literatura suelo sonreír con ironía. ¿Y cuáles son esos?, pregunto a quien así me ha interpelado, porque mi listado de premios Nobel acaba en el año 2000, cuando el escritor francés de origen chino Gao Xingjian fue galardonado con ese codiciado reconocimiento.

A partir de entonces no me he interesado en conocer a los escritores que han alcanzado tan alta distinción, pues como no tengo plata para comprar los libros de esos autores, es preferible no darme por enterado.

Ya te veo mentalmente haciendo un gesto de desaprobación. “Eres profesor de letras”, me dirías. “Tu deber es mantenerte actualizado. Si no puedes leer a esos autores que van surgiendo en el panorama literario universal, por lo menos debes enterarte de quiénes son. Tal vez los periódicos, la Internet puedan auxiliarte en esto. Así estarás en condiciones por lo menos de comentarlos en el aula”.

Te juro que no me da vergüenza expresarlo, no sólo a ti en esta discreta carta, sino “gritarlo a los cuatro vientos” si fuese posible. Pienso que el silencio en casos como este se convierte en complicidad. Quienes deben sentir vergüenza de mantener a nuestra clase magisterial en la mendicidad, a sabiendas de que esta mendicidad se traduce en una educación superficial, mediocre, son quienes pomposamente ofrecen en discursos y encuentros con la prensa una panorámica muy optimista de nuestra educación pública. De no ser porque conocemos muy bien sus intenciones, pensaríamos que estos administradores del sistema viven en un mundo de ensoñación, totalmente alejados de una oscura realidad que ellos en gran parte – y no casualmente – han propiciado.

¿Te das cuenta, mi querido amigo Juan, hasta dónde llega la situación de nuestra clase profesional? Aunque, como supondrás, no me sorprende. Y me imagino que tampoco a ti. Hemos hablado tanto de este tema. Sabemos que detrás de esto está un grupo de birladores que ha asaltado el Estado y se ha adueñado de sus rentas. Los conoces muy bien, son unos cínicos, depravados, viles y desvergonzados por los cuatro costados. Pertenecen a una mafia llamada partidos políticos. Esos fulanos de rostros y apellidos reconocidos, con una moral de reptil, están apostando al analfabetismo, a la mediocridad, como perfectos instrumentos para la preservación de sus intereses. Saben perfectamente que educar con eficiencia a los ciudadanos equivale a proporcionarles armas. Que un pueblo instruido no va a aceptar jamás sus irritantes privilegios, que se traducen en carencias para las mayorías. Así que ¡embrutezcamos al pueblo y sigamos la fiesta!

Recientemente, cierto amigo – de los pocos ciudadanos que leen en este pueblo basto y desolado – me recomendó un libro de un autor de moda. Cuando fui a la librería y pregunté me respondieron con mucha cortesía que sólo costaba 950. 00 pesos. ¡Qué baratillo, mi hermano! No sé qué pensó la joven que me atendió cuando rechacé la oferta aduciendo que soy profesor de literatura. Me miró con extrañeza como pensando: “Precisamente por eso es que no debes dejar de comprarlo”.

Pero insisto. No compro libros porque soy profesor de literatura. ¿Quién ignora que la condición de profesor en este país, sobre todo si se trabaja para el sector público, inhabilita para quien la ejerce el desarrollo pleno de sus facultades intelectivas?

Para que puedas justipreciar la tragedia en medio de la que se debate nuestra golpeada educación pública, figúrate que yo tengo 18 años de ejercicio (hay unos “jugosos” incentivos por años en servicio), que poseo título de licenciatura (hasta hace poco bastaba con un profesorado) y “disfruto” de un salario neto que traducido a dólar asciende a 620.00. Haz un breve ejercicio de imaginación y piensa en una inmensa cantidad de educadores que apenas alcanzan los 400 dólares. ¿No es esto un crimen de parte de aquellos que no se cansan de auto-celebrarse y auto-homenajearse por los logros alcanzados en materia de educación ciudadana?

Frente a esta carencia, que empobrece los procesos de enseñanza, muchos de los que están enquistados en las altas instancias del aparato estatal se frotarán las manos satisfechos. Y se preguntarán: “¿Para qué queremos un profesor, que piense, que razone, si al pueblo lo único que hay que garantizarle es un simulacro de educación que lo mantenga ilusionado?” ¡Y ciego!, agrego yo.

Definitivamente, una de las mayores desgracias de este país es que las directrices educativas no estén en las manos de verdaderos educadores, sino de verdaderos políticos que se auto-designan como educadores. Estos “educadores” actúan en consonancia con los intereses de su grupo, no en provecho de todo el país. En lo que sí son pródigos es en discursos. Y entre discursos y hechos media un ancho trecho. A ellos hay que aplicarles la sentencia del Maestro Jesús: “Por sus hechos los conoceréis”.

Por hoy lo dejo aquí. En los siguientes intercambios comentaremos otras situaciones y temas de interés.

Hasta pronto.
Patgarpol - julio de 2008 -

Texto agregado el 23-07-2008, y leído por 92 visitantes. (0 votos)


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