Me carga la chingada, amanece y el continuo punzar de mi cabeza a punto de explotar junto con el escurrimiento nasal masivo hace que me cuenta de que tengo gripa. Fatalidad de la vida sufrir un catarro, una enfermedad lo suficientemente benigna para no ameritar incapacidad en el trabajo o la escuela, pero lo suficientemente escandalosa para hacerte pasar un día terrible.
Después de tomar un baño, voy directo a la alacena y tomo unas tres, cuatro o cinco pastillas de aspirina, clorfenamina o naproxeno, la verdad ni me fijo. Pienso que probablemente ya caducaron, se ve su empaque plateado ya sucio, pero ni siquiera me tomo la molestia de verificarlo, ya sabes, es esa pereza que viene junto con el maltrecho cuerpo cortado. Todo te duele, desde la uña hasta el último cabello, cada movimiento lastima los músculos, las conjuntivas rojas, irritadas y llorosas, todo tan irreal, tan molesto, sin ganas de absolutamente nada, no tienes ni hambre ni sueño, pero quieres comer y quieres dormir, quieres estar dormido y simplemente olvidar que estás enfermo. Siento congestionadas mis fosas nasales, han sido ocupadas con no sé cuanta cantidad de mocos. Intento hacer una inspiración forzada y se escucha ese sorber intenso, lleno de líquido salado que pasa hacia mi retrofaringe, abundante y espeso, dejando esa sensación incómoda de que queda atorado a medio camino. Intento pasar saliva sin éxito. Al volver a inspirar, un silbido prolongado hace evidente una obstrucción casi absoluta. Me rindo y termino respirando con la boca abierta. El día no pinta bien y no creo que vaya a estar a gusto por lo menos durante una semana. En fin. Echo un par de rollos de papel higiénico, un vick vaporub y el resto de pastillas a la mochila, sorbo con todas mis fuerzas una última vez y salgo apresurado hacia el trabajo.
Detesto tener gripe y más darme cuenta que lo estricta e intolerante que es la gente con todas esas tácitas y absurdas reglas de comportamiento social. Tomo una combi en la esquina, una curiosa miniatura del transporte público inventada por el hombre para hacernos entender como es que se sienten las sardinas al ser empaquetadas en esas frías e inhóspitas latas de aluminio. Ahora comprendo lo que sienten los infelices traseros femeninos atrapados en esos pantalones ajustados, todo en pro de la moda. Dentro sólo hay un lugar libre entre dos señoras bien entradas en carnes. Mi cuerpo queda atrapado entre dos bestias inmensas, osos con reservorios alimenticios suficientes para pasar la próxima década en estado de hibernación. Enfermo y prisionero entre dos especímenes de ballenas azules sin poder mover un solo músculo, respiro trabajosamente; claro, con la boca abierta.
Arranca la micro y breves instantes después un leve cosquilleo dentro de mis narinas anuncia la llegada de la catástrofe, la sensación de la inminente e imparable salida de los fluidos nasales, millones y millones de virus multiplicándose, activando una increíble respuesta inmunológica, innumerables células arrojando lentamente fuera de sí el líquido viscoso, esa gota trasparente, brillante y pegajosa escurriendo tranquila y campechana, aferrándose con singular alegría a mi mucosa nasal, abriéndose paso a través de cientos de vibrisas con ese leve y discreto movimiento que estimula mis fibras nerviosas con su abominable tensión superficial, que me hace sentir comezón, esa insoportable, inoportuna y mil veces maldita comezón. Siento a la asquerosa asomar socarronamente su chabacana redondez al exterior, mientras el rubor del estado febril inunda poco a poco mi rostro. Tengo encima las miradas de los pasajeros, todas sobre mi nariz, esperando la aparición de esa oronda e hinchada gota de mocos, esa jodida gotita delatora. No me puedo aguantar la esa estúpida comezón, no puedo. Tratando de ser lo más discreto posible, tratando de que nadie se de cuenta, sorbo con lentitud esperando menguar aunque sea un poquito esa sensación que me abruma, que me lleva al borde de la locura.
Como si eso hubiera sido una señal de salida, al tiempo que los pasajeros fijan sus acusadoras miradas sobre mi patológica situación, una cascada interminable de moco se deja resbalar cruel y despiadadamente, deslizándose por fuera de mi nariz hacia mis labios con saña y yo comienzo a sorber menos disimuladamente, tratando de no poner atención a las evidentes muecas de asco que se dibujan en los pasajeros. Decido poner en acción al papel higiénico antes de que me llene todo de mocos y me doy cuenta de la titánica misión que representa mover mis brazos paralizados por aquellas vacas llenas de grasa.
Después de llevar al límite mi capacidad muscular logro liberar un brazo que rápidamente extrae un rollo de papel de la mochila. Demasiado tarde. Toda mi cara escurre mocos cristalinos y asquerosos. Trato de limpiarme apresuradamente para evitar al máximo la vergüenza, me sueno y siento que el aturdidor y cacofónico sonido de mi nariz retumba hasta una cuadra alrededor. Hasta la última gota de moco es retirada escrupulosamente. Levanto apenado la mirada y se cruza con la de todos ellos, miradas castigadoras de los jueces del buen comportamiento. Siento mi rostro aun más caliente, el sudor comienza también a aparecer en mi frente entrando al juego. No tengo porque tolerar esta situación, así que pago mi pasaje y me bajo en la esquina.
Aun estoy muy lejos de mi destino. Me sueno la nariz a mis anchas, camino una cuadra y ya más tranquilo, detengo un taxi.
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