Estoy muriéndome: moriré. Ya lo sé y ahora lo sabes tú también. Es este maldito escritor que me está asesinando una y otra vez: busca en su cabeza una manera original y sangrienta para matarme. Quiere que sus papeles blancos (por ahora) se tiñan de escarlata con esa mancha trepadora y obscura, eso le dará muchísimo placer. Cerrará los ojos que le arden un poco, como enfurecidos por las imágenes que le vacilan en la mente, y los tallará con sus dedos índice y pulgar, luego le arderán más. Entonces se le ocurrirá que puede tomarse el atrevimiento de quitarme primero un ojo. Así yo me daré cuenta de que es en serio y estaré en desventaja ante él. Eso le hará sentir como un dios omnipotente ante mi; luego de eso puede guiarme a base de tropezones, empujones y revolcones hacia la autopista.
No es que él esté pensando acabar ya conmigo: así tan rápido, de una vez. Por supuesto que no. Sólo le gusta verme sufrir, pero sobre todo verme angustiado. Porque después ya sólo tendrá mi cuerpo inerte que no podrá tratar infantilmente de defenderse, casi siempre haciéndose más daño, viéndose ridículo. Antes quiere deleitarse con mi cara empapada de sudor, con mi ojo cual cíclope que se abre el doble, en compensación por el otro cuya cuenca vacía sangra a veces y luego se va haciendo costra, para luego volver a arder con un nuevo chorro de sangre. Como un constante saludo, siempre molesto, siempre de manos sucias, siempre de hipócritas. Estoy llorando: a ese punto he llegado.
A centímetros de mi cabeza pasan los automóviles con una rapidez pasmosa. Y cada uno que pasa roza más mi piel hasta que comienzan a descarnarme; como si fueran mordidas de animales rastreros se van llevando poco a poco mi piel y dejan el músculo vivo, ardiendo pues lo envuelve un humo tóxico y malsano. Entonces junto fuerzas para levantarme, pero nada puede ser así de fácil. Trato de correr como si me fuera la vida en ello pero sé que no puedo llegar a ningún lugar, tarde o temprano me alcanzará su pluma. A veces nace de la nada un rosal cuyas espinas no tardan en atacarme, dejando un regalo ácido que huele a veneno y luego de un rato pone azules las heridas. Correr no sirve de nada… ¿Esperar?
Y luego de un rato no pasa nada. Mi frente suda aunque hace rato que dejé de trotar sin destino ¿Es esto lo mejor que puedes hacer, señor “escritor”? Mi mente comienza a delirar, ahogada en fiebres alucinantes y rojas: rojísimas. A veces nace un negro, o un café. Y entonces creo que he dejado de morir y grito: ¿Es esto lo mejor que puedes hacer, señor “escritor”? Entonces del cielo nace un trueno, más bien un rugido. Y se expande por todos los lugares dejando regado mucho eco. El aire se enfurece y alza las rocas que llegan hasta mí en vuelos voraces de carne humana. Cada una más grande que la anterior. Hasta que no soy yo el que cambia sus direcciones en el aire: son ellas las que juegan a moverme que aquí para allá rompiéndome los huesos. El primero fue el de la nariz, no sé si por coincidencia o mala suerte. Justo cuando el ojo malo era una costra más bien dura y resistente, luego de la fractura soltó un chorro de sangre más bien diluida por lágrimas, mientras el otro ojo hacía lo mismo. Entonces los automóviles que antes devoraron mi piel vuelan por los aires y también me golpean; y la lluvia viene a saludar las heridas adivinándose ácida y lasciva a la vez. Se rompe el cielo en un aguacero que me empapa y eleva el sonido ya de por si intranquilo, ahora parece una multitud de hombres que salieron a matarse, confundiéndose entre si con animales salvajes y feroces monstruos. Y no se hacen esperar los truenos cuya energía liberada por el lugar me estremece hasta los cabellos, antes de que me atraviese uno. Cualquiera pensaría que eso es razón suficiente para matar a un hombre, pero no la imaginación alejada de la realidad del maldito escritor que ahora hace volar en el aire cuchillos, tenedores, estacas, metales al rojo vivo junto con los truenos que van seccionando mi cuerpo. Ya no soy uno si no que soy pedazos de lo que antes fui, y aún así la miseria y el horror se quedan en mi. Corroen cada parte de mí. Me humillan. Presumen la vida y los placeres que ya nunca gozaré, los lugares que nunca recorreré, los sabores que ya jamás despertarán pasiones y olores que ya no harán dormir bien. Me dicen que ellos son más, y que siempre lo fueron. Que mi vida fue en balde y que nunca valí un centavo. Hacen inventario de las mentiras que dije, una a una, con sus respectivas consecuencias. Los rostros de las personas a las que hice llorar. A quienes decepcioné al no ser quien esperaban, al descubrir mi verdadero ser. Aquellos a los que herí, de quienes me burlé. A los que cuestioné sin razón. Y todos a los que ahora dejo, para satisfacerte con mi más profundo dolor; maldito, maldito escritor. |