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¿Dónde está el horizonte? La pregunta está mal formulada, lo que todos nos hemos preguntado alguna vez es: ¿A qué distancia está el horizonte, ése que parece tan lejano? Para decepción de muchos, y la mía misma, el horizonte está increíblemente cerca. A nivel del mar, para una persona de estatura normal que se encuentre en la orilla, el horizonte está a cinco kilómetros en base a la curvatura de la tierra. ¡Quién diría que caminando sobre las aguas poco más de una hora llegaríamos al fin del mundo! Claro que el horizonte no siempre es el que está en el mar y que según donde uno se encuentre éste puede ser una llanura o un conjunto de montañas. Pero sea como fuere siempre pensamos que está muy lejos, pero no más lejos que no imaginemos llegar.

A eso de la seis de la tarde me encontraba en la parte exterior de la improvisada comandancia del batallón, apoyado en una barandilla de madera que daba al patio principal. Debido a la ubicación de la misma, en una ladera de cerro, yo tenía una amplia vista del paisaje. Llamaba la atención que mi horizonte fuera en la lejanía una enorme y oscura cadena montañosa que iba de sur a norte cubriendo todo el frente a la vista y mostrando unas cumbres como si fueran desiguales dientes de una sierra. El hecho de que entre nosotros y esa cadena de montañas existiera un enorme valle propiedad de un río que luego se convertiría en aportante de la red amazónica hacía que la apariencia de las cumbres sea mucho más alejada, hice unos cálculos y estimé que realmente estarían a poco menos de doce kilómetros en línea recta. Su color oscuro las hacía más inhóspitas y para mis adentros me preguntaba que quiénes serían los pobres diablos que vivieran en ese rincón olvidado del fin del mundo; más aún, quién sería al que le tocara ir a averiguarlo.
Como ya era tarde y el sol se ocultaba tras de las montañas me quedé un buen rato mirando el atardecer que reflejaban unas luces amarillas entre aquellas cumbres disparejas. Al cabo de unos minutos escucho mi nombre y veo al comandante del batallón que se acercaba diciéndome:
—Te estaba buscando, pensé que estabas en el comedor.
—No mi comandante, ya luego pasaré.
—Bien, necesito que mañana temprano salgas con una patrulla de reconocimiento y hagas un recorrido por la ruta de Chacras, Condevilla y así por la carretera hasta llegar al puente Huarilla.
—¿Chacras? ¿Condevilla? ¿Y dónde queda eso mi comandante?
—Bueno eso es más o menos por allí –dijo el comandante señalando con su brazo la cordillera que momentos antes estaba contemplando.
—¡Me dice que en esas cumbres vive gente!
—No claro que no, eso no puede ser. Los pueblos que te digo están más allá, detrás de esas montañas.
—Ah, haberlo dicho antes mi comandante –dije para disimular mi asombro, pero para mis adentros poco a poco iba intuyendo que nuevamente me tocaría la parte fea de esta historia-. ¿Y hay carretera para llegar con los vehículos?
—¿Vehículos? No, no. Existe una carretera que para llegar primero tendríamos que ir al sur hasta la capital del departamento y luego volver a subir tras varias horas. Pero esa no es la intención, lo que queremos es hacer un reconocimiento de la zona y será mejor que partas desde aquí y vayas en línea recta –claro que lo de línea recta era un decir, no existía forma de caminar en línea recta.
—Algo más, habla con Arturo, él te dará más detalles. Parece que necesita recoger información sobre algo en particular.
Poco después de cenar me acerqué al despacho del teniente Arturo, el oficial de inteligencia, a quien no había visto en el comedor. Lo encontré sentado en su escritorio ensimismado mirando unas cartas de la zona.
—Pasa, pasa y cierra la puerta –dijo al verme.
—En qué lo puedo servir, mi teniente. El comandante dice que tiene algo para mí.
—Sí. ¿Te ha comentado el comandante que necesitamos que montes una patrulla?
—Hace una hora me dijo que quería que haga un recorrido por esas montañas que estaban al frente, las que se ven desde la comandancia. Y se ven lejísimas.
—Eso. ¿Y te ha comentado sobre unos pueblos?
—Sí y que recorriera unos pueblos… Condevilla, Charcas…
—El pueblo se llama Chacras, no Charcas. Bueno, miremos la carta que tengo sobre la mesa –dijo girando el plano noventa grados para que yo pudiera verlo mejor-. Estamos aquí, en la base del batallón. Irás descendiendo hacia el oeste, hacia la parte baja del valle en dirección al río, para luego cruzarlo.
Mientras hablaba yo miraba el recorrido, se trataba de un descenso prolongado y con pendiente pronunciada, de ningún modo brusca; el cual pasaba por un conjunto de terrazas cultivadas hasta llegar a la parte baja del valle que era muy ancha para los estándares de los valles andinos. Sería un desnivel de unos seiscientos metros en total, a cubrirse en varios kilómetros.
—Luego, llegando al río te dirigirás hacia el sur hasta llegar a este pequeño puente que utilizarás para cruzarlo.
—Mi teniente –interrumpí señalando la carta-, ir hasta ese puente del sur me tomará más de dos horas y media bordeando el río. ¿Por qué no usar el puente que está poco más al norte? Sería más fácil.
—El puente del que hablas no existe, era un antiguo puente de madera, hace dos años lo quemaron. La carta no está actualizada. Por eso te digo que es mejor que utilices el puente al sur, aquel no lo quemaron porque es de metal, aunque sólo es peatonal, lo pueden cruzar las personas y los animales.
—Si el puente es peatonal y el puente grande no existe, entonces… ¿cómo hacen los pobladores para comerciar de un lado a otro del río?
—No comercian, no al menos en gran escala. Observarás que donde estamos parte la carretera a la capital del departamento. Lo mismo sucede con una carretera que está más allá de las montañas, ambas van en paralelo al valle y la gente de un lado no depende de la otra. Además observarás que si bien en la margen derecha del río, donde estamos, hay mucha agricultura en la otra no. Su producción es marginal. No me preguntes porqué.
—Ya entiendo. ¿Y luego qué?
—Una vez cruzado el río, volverás a tomar rumbo norte, paralelo al cauce del río y luego cogerás este camino de herradura que sirve para remontar las montañas que vemos desde aquí –dijo moviendo su dedo de norte a sur sobre una parte oscura del mapa. Al fijarme en él observé que la mancha oscura sobre la carta la producían unas juntísimas curvas de nivel del flanco este de esas montañas. Una observación más atenta me reveló que el desnivel a remontar era de algo más de mil trescientos metros.
—Mi teniente, con el descenso y la subida son cuando menos mil novecientos metros de desnivel. ¡En un día! –Arturo me miró pero alzó los hombros como diciendo que ese ya no era su problema. Él se limitaba a hacer su trabajo.
—Una vez cruzadas las montañas continúa tu camino hasta llegar la carretera de tierra que va hacia al norte. El resto del recorrido lo harás por ella que tiene un par de desvíos que van a los pueblos que te comentamos: Condevilla y Chacras. Como observarás es un camino relativamente fácil de seguir.
—Hay algo que no tengo claro. Este es un recorrido bastante largo. Pero… ¿Para qué lo hago? ¿Cuál es la finalidad?
—Necesitamos que recojas información de la zona, este sector está bajo nuestra responsabilidad y lo tenemos bastante abandonado, en parte debido a que la actividad principal de Sendero está hacia el Este de nuestra posición y porque no hay asentamientos importantes de población.
—Ya entiendo, sólo un reconocimiento.
—No. Hay algo más que no te he dicho. Tienes que encontrarte con una persona.
—¿Encontrarme con alguien? ¿Y quién es?
—Es un informante. Tiene unos datos que resultarán importantísimos. Te estará esperando en un lugar cercano a la base, me dijo que en Tinkuy. Saliendo mañana temprano vas a Tinkuy y lo esperas. Lleva un uniforme extra, cuando se incorpore a tu patrulla se lo entregas y pasará desapercibido como un soldado más. No te diré más detalles, cuando cruces el río te comunicaré lo que tienes que hacer.
—Mi teniente, si Tinkuy queda cerca de aquí ¿por qué su informante no viene y partimos juntos desde la base? ¿No sería mejor?
—No. No quiere que lo vean cerca de la base. Prefiere mantenerse de incógnito.
Esa misma noche comencé a organizar la salida. La haríamos por la mañana a primera hora. Llamé al Sargento Semana y me dijo que sólo estaba disponible el sargento Esteban como sargento de patrulla. Lo hice venir.
—Esteban.
—Sí, mi teniente.
—Mañana temprano después del desayuno saldremos de patrulla cuando menos diez días. Organiza una patrulla ligera de quince hombres. Pasa por la proveeduría y que te entreguen víveres para todo el periodo. Asegúrate que los víveres secos estén completos porque al anormal del almacenero gusta de entregar menos de lo solicitado, ya lo tengo entre ceja y ceja.
—¿Armas colectivas? ¿Ametralladora, mortero o lanzacohete?
—Sólo llevaremos el lanzacohete con tres granadas, es lo más ligero. También recoges un fusil a mi nombre. Todo el material: fusiles, munición, granadas y cohetes que estén separados en el almacén. Mañana temprano luego del desayuno la tropa los recoge y me esperan en la explanada del batallón. Hoy mismo hablaré con el responsable de comunicaciones y tendrá preparada una radio con dos baterías y un cargador solar. Designa a un hombre que la recoja temprano y pase por la estación de radio para que le entreguen las frecuencias de transmisión de los próximos diez días.
Todo indicaba que iba a ser un recorrido tranquilo, no había nada en particular a buscar y, salvo por el paso de las montañas, sería cuando menos un paseo. Eso si el misterioso informante no nos traía sorpresas.
A la mañana siguiente estaba Esteban y la tropa esperándome en la explanada del batallón según lo acordado. Me entregó mi fusil he hicimos una revista rápida antes de partir.
—Esteban, saliendo nos dirigiremos hasta Tinkuy. Allí esperaremos un rato. ¿Sabes dónde queda Tinkuy?
—¿Tinkuy? –preguntó Esteban- No sabía de un pueblo que se llamara así.
—No es un pueblo, es un lugar. Y dicen que está cerca. No importa, preguntaremos en el camino.
Y así fue, nuestra patrulla salió de cuartel bajamos hacia la ciudad y en la calle que daba acceso al mercado municipal nos encontramos a una señora que llevaba un costal de zanahorias para venderlas.
—Señora, buen día. ¿Nos dice cómo llegar a Tinkuy? –la abordé mientras ella dejaba en el suelo su pesada carga. Luego de pensarlo un poco secándose el sudor de la frente nos dijo que era al otro lado de la ciudad, saliendo.
En tanto hablábamos con la señora, en la misma esquina que daba al mercado, había un hombre de aspecto andrajoso que estando de pie clamaba cada vez alguien pasaba: ¡Tengo hambre! sosteniendo un pequeño tazón de plástico en su mano. Si el transeúnte no daba muestras de interés gritaba ¡Tengo hambre! con más fuerza. La verdad era que nos resultaba incómodo hablar con la señora de las zanahorias con aquel tipo berreando a nuestras espaldas. Pero lo decía de tal manera que era difícil no sentir compasión del pobre; el sargento Esteban se acercó a él pero en respuesta sólo recibió una mirada de recelo. ¡Esto no puede ser, alguien tiene que hacer algo! -exclamó Esteban.
—Pero buen hombre, vaya a su casa y coma algo, no es bueno que usted esté aquí parado pasando hambre. Le puede pasar algo –le sugirió Esteban con las mejores intenciones del mundo. Pero la mirada de recelo del sujeto se convirtió en una de desprecio total. Gritando aún más fuerte el consabido ¡Tengo hambre! ¡Tengo hambre! esta vez a una familia que pasaba por la acera de enfrente. Definitivamente el majadero ese era un caso perdido, ahora entiendo porqué no es bueno dar consejos en este país lleno de malagradecidos. Visto lo visto, le dije a Esteban que ya no tratara de ayudarlo y que mejor lo olvide.
Nosotros continuamos nuestro camino atravesando la ciudad, felizmente no era muy grande y antes de media hora estábamos saliendo por su acceso sur. Vimos a un zapatero que atendía en medio de la calle y le preguntamos por Tinkuy.
—Mire señor, siga por allá. Continúe por la salida de la ciudad –nos aconsejó con media docena de clavos que sostenía entre sus labios.
Seguimos caminando y llegamos a una pequeña rotonda que ya era el acceso y en la práctica nos encontrábamos fuera de la ciudad. Pero no había señas de Tinkuy, ningún cartel lo anunciaba. Así que continuamos por la carretera durante un cuarto de hora hasta encontrar más adelante a una mujer joven que estaba lavando ropa en un arrollo.
—Buenos días, ¿por dónde se llega hasta Tinkuy? –le pregunté a la mujer, la cual dejó de lavar, se puso de pie secándose las manos en la falda y luego de dar un vistazo a los alrededores nos dijo que siguiéramos por un pequeño camino de tierra que descendía hacia el valle. Al menos me parecía que si descendíamos deberíamos estar bastante cerca. Poco después estábamos internados entre cultivos de papa y otras tierras en preparación. Andamos casi media hora pero no llegábamos a Tinkuy, muy extraño. Felizmente por el pequeño camino venía hacia nosotros un arriero viejo, con un burro llevando herramientas. Al pasar a nuestro lado nos detuvimos y luego de saludarlo:
—Buenos Días, caballero. ¿Nos dice el cómo llegamos a Tinkuy?
El hombre se detuvo, ajustó algo en el animal y sacándose el sombrero nos dijo amablemente:
—¿A Tinkuy? Regresen por el camino por el que han venido, suben y llegarán a una carretera de tierra. Es fácil llegar –respondió, mientras el sargento Esteban me miraba incrédulo. Lo que nos decía no tenía mucho sentido. Alguien engañaba a alguien.
—Perdone… ¿A la carretera de tierra? ¿Dónde pasa un pequeño arroyo?
—Sí señor, por allí se llega.
—Perdone nuevamente, pero venimos de allí. Una mujer que estaba en el camino nos dijo que tomemos este camino.
—¿O sea que ése no era Tinkuy? –preguntó desconcertado el arriero, que se quedó pensativo un momento mirando alrededor nuestro- ¡Ya sé! Para llegar bien sigan bajando por este camino y van a encontrar una casa de paredes blancas con un árbol muy grande. Cuando lleguen a ella tomarán el camino de la derecha, si van por allí llegarán a Tinkuy. No olvide, tiene que ser el de la derecha.
—¿Está usted seguro?
—Completamente seguro, señor –dijo con una sonrisa satisfecho de habernos sido útil. Nos despedimos y ordené a Esteban que seguiríamos por el camino que nos indicaba el arriero. Mientras caminábamos Esteban comentó:
—¿Ha visto qué gentes más raras hay por aquí?, mi teniente.
—Sabe Dios, nunca he llegado a entenderlos del todo –dije. A los diez minutos habíamos llegado a la casa blanca del desvío. El tipo decía la verdad así que seguimos su consejo, pero luego de avanzar un buen rato el camino se estrechaba y a ambos lados sólo había plantaciones de tunales, la mayor parte altos, más altos que nosotros pero de Tinkuy ninguna señal. Nos tomó casi media hora salir de aquel sitio, finalmente desembocamos a una carretera de tierra en la que nos detuvimos para descansar un poco y tratar de orientarnos. Llegar hasta Tinkuy nos estaba costando más de lo esperado. ¿Cómo carajo se le ocurrió a informante de Arturo escoger ese sitio tan difícil de encontrar? Para suerte nuestra apareció por la carretera un camión blanco que venía cargado dando tumbos por los baches del camino. Lo hice detener y me acerqué al conductor. Él sí me daría razón de cómo llegar a Tinkuy, no como la manga de despistados que encontramos por el camino.
—Buenos días –saludé.
—Sí, buenos días.
—Señor, nos dice cómo llegamos a Tinkuy.
—¡¿A dónde?! –preguntaba, el ruido del motor no ayudaba.
—¡A Tinkuy!
—¿Tinkuy? ¿Tinkuy? ¡Ah, a Tinkuy!
—Sí, ése… ése.
—Huuuuuuuy, eso sí que está lejos –decía el del camión levantando un brazo como diciendo la que nos esperaba.
—¡Cómo que está lejos, carajo! ¡Si estamos caminando toda la mañana para llegar a él! –le contesté furioso; ya estaba bien que nos siguieran tomando el pelo. El conductor al ver mi reacción apagó el motor y descendió del camión.
—Pero señor… ¿Cuál es el problema?
—¡Cómo que cuál es el problema! ¡Estamos toda la mañana caminando para llegar a Tinkuy y la gente con la que nos encontramos no se pone de acuerdo en cómo llegar! ¡Unos dicen que vayamos por un lado, otros por otro y ahora tú que dices que está lejos!
—¿Eso le han dicho?
—¡Sí! Eso nos han dicho –le respondí al camionero que se quedó pensativo.
—¿Le puedo hacer una pregunta? –me dijo.
—Si, claro. ¿Qué quieres?
—Y usted… ¿A qué Tinkuy quiere ir? –me preguntó, pero me sorprendió completamente con esto último.
—¿Cómo que a qué Tinkuy quiero ir? ¡Quiero ir a Tinkuy solamente! ¡A Tinkuy!
—Es que hay varios Tinkuy.
—¿Varios Tinkuy? ¿Cómo que hay varios Tinkuy? No puede haber varios lugares que se llamen lo mismo. ¡Es absurdo!
—Señor, es que Tinkuy no es el nombre de un lugar.
—¿Cómo que no es el nombre de un lugar?
—¿Usted no sabe quechua? ¿Verdad?
—No.
—Tinkuy es una palabra quechua que sirve para designar cruce de caminos. Por eso es que la gente no se ponía de acuerdo para orientarlo.
Vaya Dios. Haberlo sabido antes y me evitaba este embrollo. Me había pasado toda la mañana buscando el bendito lugar y resultaba que no existía. El informante ese de Arturo seguramente era alguna especie de oligofrénico incapaz de decir las cosas claras, la próxima vez le sugeriría que se limite a contactar con personas con un encefalograma más o menos normal. Claro que la lección más importante es que esto me ocurría por ser un imbécil, en estos meses lo poco de quechua que había aprendido se limitaba a lo relacionado con la comida: yacu – agua, mikuy – comida, cachi – sal, runtu – huevo, y poco más. Si hubiera tenido algo de interés las cosas hubieran sido diferentes, pero yo pensaba como todos: ¿A quién le puede interesar aprender quechua? ¿Para qué me serviría? Pero para ser justos los pobladores con su idiosincrasia tampoco ayudaban. Una vez, los primeros días de mi llegada, traté de aprender algo y me propuse a practicarlo; encontré un par de campesinos que estaban conversando sentados en el suelo y traté de unirme a su conversación diciéndoles algo en quechua, pero estos en vez de contestarme se me quedaban mirando con una cara como si les hubiera hablado en marciano. Así no hay quien aprenda nada.
El camionero partió dejándome en medio de la carretera, esta vez yo blasfemando en arameo. Estaba realmente furioso, el tan misterioso informante me había hecho perder toda la mañana y caminar no se cuantos kilómetros gratuitamente.
—¡Operador de radio! ¡Comuníqueme con la comandancia! ¡Quiero hablar con el teniente Arturo!
Era casi medio día no había avanzado nada en mi misión y el dichoso informante estaba no habido. A los pocos minutos me avisan que Arturo estaba a la radio.
—Arturo, hemos tenido un problema. Cambio.
—¿Cuál problema? ¿Contactaste con la persona indicada? Cambio.
—No Arturo. No hemos llegado a Tinkuy. Cambio.
—¡¿Cómo que aún no has llegado a Tinkuy?! ¡Te dije que salieras temprano! Cambio.
—Arturo ¿Tú conocías Tinkuy? Cambio
—No, pero dicen que estaba cerca. Cambio.
—¿Sabes quechua? Cambio.
—No. ¿Por qué? Cambio.
—Porque he descubierto que Tinkuy no es un lugar, es la denominación genérica para cruce de caminos. Lo que ese tipo te dijo es que estaría esperándonos en un cruce de caminos pero no nos dijo cuál. Cambio.
Arturo no comentó nada, simplemente permaneció callado. El informante le había arruinado su plan, ¿cómo iba a saber él en cuál cruce de caminos estaría esperando?
—¡Arturo! ¡¿Me escuchas?! Cambio.
—Sí, sí. Te escucho. Cambio.
—¿Ahora qué hago? Cambio.
—Mira, tú sigue el plan como estaba previsto inicialmente. Haces el recorrido indicado y luego te enviarán instrucciones. ¿Queda claro? Cambio.
—Sí. Cambio.
—Muy bien. Corto.
—Corto.
En conclusión, había perdido toda la mañana para nada. Ahora lo importante sería descender al valle y cruzar el río cuanto antes. Quería superar las montañas antes del anochecer. Llamé a Esteban y organizamos la patrulla para ello. Llegar al río sería relativamente fácil, sólo había que seguir la pendiente en descenso, luego remontaríamos la corriente y cruzaríamos el puente.
Continuamos con nuestro camino en medio de una gran cantidad de tunales, al parecer la tierra era propicia para ello. Nos venían bien ya que sus frutos refrescaban; con experiencia podíamos comer una gran cantidad en poco tiempo: bastaba sacar el cuchillo, escoger uno que a la vista esté gordo y maduro y le dábamos un golpe con el lateral de la hoja, si caía a la primera era que estaba maduro y dulce. Lo siguiente era casi automático, con una ramita le dábamos unos cuantos golpes para hacerle perder las espinas, con un dedo la presionábamos contra el suelo y con el cuchillo cortábamos los extremos, al final con un tajo longitudinal teníamos el fruto abierto, bastaba ensartarlo con el cuchillo y llevarlo a la boca. Ya era un procedimiento casi mecánico.
Seguimos descendiendo pero comenzamos a sentir bastante calor, tanto así que nos quitamos las chompas que llevábamos desde la salida del cuartel. Inicialmente pensé que era la hora del día que elevaba la temperatura pero luego vimos que era debido a que estábamos llegando a la parte baja del valle. Esto lo descubrimos por unos campesinos que estaban cosechando la tierra, cuando les pregunté por su cosecha de papa me dijeron que no estaban cosechando papa, estaban cosechando camote. Siempre creí que el camote no se sembraba en la sierra, sólo en lugares cálidos de la costa.
La parte más baja y cálida del valle estaba bastante abandonada, menos de la mitad de las tierras parecían trabajadas, las otras estaban descuidadas. Según los pobladores, la gente prefería no alejarse de la parte alta, donde estaban las poblaciones, por algo sería. Después de casi una hora habíamos llegado al río, en el periodo de estiaje en que nos encontrábamos dejaba ver enormes extensiones de terreno pedregoso que formarían parte de su cauce cuando hay crecida. Aún así estaba bastante cargado, calculé que el ancho sería en ese lugar de entre cincuenta y sesenta metros con aguas torrentosas y marrones. Imposible de atravesarlas sin un puente. Comenzamos a caminar hacia el sur en busca del puente indicado, era casi la una de la tarde y ya era hora de pensar en la comida, a lo lejos pudimos ver unas construcciones que se me antojaban casas, estaban entre algunos árboles y un pequeño cañaveral dada su proximidad al río. Los dos exploradores fueron por delante y al cabo de un rato nos hacían la señal que estaba todo “limpio”. Cuando nosotros llegamos ambos nos esperaban.
—¿Hay algo? –pregunté.
—No. Han huido –informó uno de los exploradores.
—¿Quiénes han huido? –pregunté extrañado.
—No lo sabemos, acaban de abandonar este lugar. Mire lo que encontramos –me dijo mientras me conducía por fuera al otro extremo de la construcción mayor. Llegamos a un pequeño hornillo hecho de adobes apoyados en una pared. Por el tizne del humo parecía que se usó durante mucho tiempo. A un lado había una botella de aceite de cocina del cual quedaba un poco, una bolsa de sal y algunos sobres de condimentos usados. Las cenizas estaban aún calientes, quienes estuvieron allí habían huido con prisa ante nuestra llegada. Ordené a Esteban que dividiera la patrulla y registre la zona:
—Esteban, un grupo que revise la casa, otro el cañaveral y otro los árboles. Que tengan cuidado.
Con un par de soldados yo comencé a verificar las cercanías. Una casa pequeña que divisamos cerca estaba totalmente inhabitable, sólo quedaban los muros exteriores, no había techo y el interior estaba tan abandonado que habían crecido hierbas y matas de espinos que asomaban por las ventabas hacia el exterior. Más llamaba la atención una construcción grande, era rectangular de unos veinte metros de largo y estaba hecha de tapial enlucido con barro, se notaba bastante viejo pero conservaba su techo de tejas de barro a dos aguas. No tenía ventanas y era imposible ver su interior. En un extremo había un portón grande hecho de madera sólida y permanecía cerrado gracias a cerrojos de hierro forjado sostenidos por dos candados enormes, ambos oxidados en señal que no se habían abierto en mucho tiempo. La verdad es que por su tamaño me pareció una pequeña iglesia de pueblo, sólo que no había pueblo y tampoco tenía torre. Supuse que podía haber sido un almacén o corral pero no había seguridad, tampoco estábamos para ir derribando puertas así como así.
Al poco regresó el resto de la patrulla. Tal como lo suponía no había ni rastro de los que estuvieron cocinando hace un momento. ¿Quiénes eran? No podía saberlo, quizás pobladores que trabajaban la tierra pero tampoco se veía sus herramientas ni tierras labradas cerca. ¿Por qué huyeron? Tampoco se me ocurría.
—¿Preparamos la comida? Mi teniente –preguntó Esteban.
—No, que la patrulla se mantenga equipada y continuaremos al sur. Buscaremos otro sitio mejor.
—¿Algún motivo? Mire que ya tenemos hasta la hornilla para cocinar preparada.
—No sé, Esteban. Pero no me gusta este lugar. Particularmente cuando minutos antes ha huido de nosotros, cada vez me vuelvo más desconfiado por experiencia que por naturaleza. No me gustaría correr riesgos. Mejor continuamos y en otro lugar preparamos la comida. Con un cuarto de hora de camino estaremos a un kilómetro.
La decisión no fue la mejor, a partir de ese lugar ya no encontramos construcciones en nuestra margen del río. Peor aún, llegamos a una parte en la que el lecho seco del río se ensanchaba bastante en ambas riveras, causando que nos desplacemos entre rocas y piedras grandes calcinadas por el sol sin vegetación alguna. Al cabo de media hora los exploradores se detuvieron mirando la otra orilla del río. Cuando llegamos nos indicaron que habían visto gente con mochilas que se dirigían al norte. Yo miré la otra orilla pero no vi nada.
—Allí no están, están más hacia el norte –dijo el explorador señalando la diagonal que cruzaba el río, y efectivamente se podían ver dos o tres personas caminando. Realmente estaban lejos.
Como en aquel momento era una simple curiosidad, Esteban, yo y unos soldados subimos a unas piedras grandes para ver mejor. Fue en ello cuando los extraños de las mochilas también nos vieron y detuvieron su marcha. También nos contemplaban.
Saqué mis prismáticos pero sólo pude ver que eran tres llevando mochilas, no podía distinguir si llevaban armas. Lo que en sí ya era extraño, los pobladores de la zona no suelen usar mochilas sino mantos llamados “quipis” para transportar cargas. Mientras discutíamos con Esteban del origen de esas gentes escuchamos un lejano toc, seguido un momento después de otro.
—Mi teniente, parece que nos están disparando.
—Sí Esteban, nos están disparando pero están lejísimos. Qué cabrones.
—¿Qué hacemos?
—Nombra a los tres mejores tiradores de la patrulla y que vengan con sus mochilas.
—¿Vamos a dispararles mi teniente?
—¿Y qué pensabas decirles a esos desgraciados? ¿Alto, en el nombre de la ley?
—Bueno… eso no. Mejor lo usual en estos casos antes de usar las armas: avisarles tres veces que las vamos usar, hacer un tiro al aire de advertencia y …
—Mira Esteban, te lo voy a simplificar: todo eso se fue a la mismísima mierda cuando ellos dispararon primero.
En menos de un minuto estaban los tiradores, seleccionados por Esteban.
—Aquí los tiene: los cabos Huerta, Manyari y el soldado Del Solar.
—¿Del Solar? ¿El de la última promoción?
—Ese mismo.
Pues tampoco me debía sorprender la selección de un tirador de la última promoción, es sabido que hay personas que tienen una habilidad natural para disparar con precisión, ¿cómo? No lo sé. Simplemente disparaban muy bien si haber tenido una preparación previa, era algo instintivo.
—Están muy lejos, ¿a qué distancia reglamos los fusiles? –preguntó Esteban.
—Coge el visor del lanzacohete, encuadra a alguno de los que tenemos al otro lado del río y me dices en qué hilo del visor lo ubicas.
Esteban levantó el visor óptico del lanzacohetes y luego de unos momentos de encuadre dijo que estaban en el hilo de los doscientos metros, lo que significaba que la distancia real sería de aproximadamente unos cuatrocientos metros.
—Cuatrocientos metros es mucho.
—Sí, al límite del alcance efectivo de los fusiles; va a ser difícil. Que los tiradores se coloquen en el suelo con las mochilas de apoyo. Cuando los tengan a punto que disparen, que se tomen su tiempo que no hay prisa.
Así empezaron los disparos, mientras Esteban con el visor y yo con los prismáticos permanecíamos de pie tratando de reglar el tiro pero la distancia y el resplandor del sol sobre las piedras del lecho del río no ayudaban.
—¿Con qué nos estarán disparando? –preguntaba Esteban.
—Son fusiles, talvez AKM o FAL. Si es con AKM sus balas llegarán con muy poca fuerza.
—Y si son FAL estamos igualados –completó Esteban.
—La verdad es que yo no estaría tan seguro. La mayor parte de los fusiles FAL que tienen fueron robados de los puestos de la Guardia Republicana y, si bien es cierto que son tan antiguos como los nuestros, no tienen el desgaste de los del ejército. Son comparativamente nuevos. Es más, los nuestros están tan maltratados y descalibrados que difícilmente creo que sean efectivos a los trescientos metros, mira el interior de las ánimas y sabrás de lo que te hablo.
Esto era cierto, tanto así que cada vez que alguna patrulla recuperaba un fusil a Sendero, los armeros del batallón se pelaban como buitres para sacarles piezas y reutilizarlas como repuestos para reparar los nuestros. Al final lo que se enviaba a la comandancia no era más que un trozo de metal inútil. Mientras hablábamos escuchamos pasar por sobre nuestras cabezas un zumbido como de shshshshshsh…, parecíase más a una abeja coja que otra cosa.
—Esa pasó cerca.
—Sí Esteban, mejor nos agachamos que no quiero darles el gusto a esos. ¡Escucharme los tiradores! ¡Reglen el tiro de tal manera que apunten de la cintura para abajo!
—¿Disparamos sólo para herir?
—No, prefiero que el tiro salga bajo porque si es así una bala que toca el suelo rebota y aún puede hacer daño, en cambio aquellas que pasan por encima de sus cabezas se pierden para siempre.
Después de veinte minutos ordené suspender el tiro, definitivamente era una pérdida de tiempo y un gasto inútil de munición. La misma conclusión debieron haber llegado los del otro lado que también dejaron de disparar y continuaron su camino hacia el norte, perdiéndoles nosotros de vista.
Habíamos tenido un contacto pero el resultado había sido negativo, no pudimos acertar en los disparos y, lo que es peor, estando ellos en la otra orilla era imposible perseguirlos, ni aún por el puente peatonal que estaba más al sur, nos llevarían demasiada ventaja. Se nos ocurrió que si efectivamente mantenían su rumbo al norte caminando por la margen izquierda del río podrían ser interceptados por una patrulla de la base que se encontraba en el límite de Huancavelica. Establecimos contacto por radio con la comandancia ya que no podíamos comunicarnos con aquella base directamente dada la incompatibilidad de las radios. Hablé con el oficial de operaciones informándole de la nueva situación, le pareció acertada nuestra sugerencia y ordenó la salida de la patrulla de la base indicada para su interceptación.
El camino al sur continuó, esta vez más atentos a nuestro alrededor, particularmente a lo que sucedía al otro lado de la orilla. Media hora después, luego de un recodo que hacía el río pudimos divisar el puente buscado. Efectivamente desde donde estábamos podíamos ver el puente metálico, aunque no era el puente de celosías y reticulado que yo me había imaginado sino un puente colgante. Por algún motivo me pareció gracioso encontrar un puente colgante en aquel lugar ¿a quién se pudo haber ocurrido? Sea como fuere, significaba que por fin pasaríamos a la otra ribera. Cuando llegamos nuestra alegría se convirtió en una nueva preocupación: Sí, teníamos el puente peatonal a nuestra disposición pero Arturo se equivocó al decir que estaba intacto. Este puente también fue quemado como el que estaba más al norte y sólo se mantenía en pie aquello que no había podido ser consumido por el fuego: quedaban en pie los pórticos de hormigón armado que hacían de soporte a los cables principales de las catenarias y las péndolas de acero, pero el tablero originalmente de madera había desaparecido dejando apenas algunas barras tensoras. Además, según veíamos, los pobladores habían tratado de repararlo colocando algunos maderos o troncos en la base espaciándolos para pasar “de a saltos” pero sólo hasta la mitad del puente, amarrándolos con cuerdas, alambres y cualquier otro medio de fortuna imaginable. No era el lugar más seguro para transitar, yo no me fiaba un pelo de aquellos arreglos provisionales.
—Esteban, ¿qué te parece?
—Que esto está jodido para pasarlo.
—Bien, cruzaremos. Pero lo haremos apoyándonos en los cables laterales, por lo menos son de acero. Antes de cruzar nombra a tres tiradores, los de hace un rato estarán bien y que tomen posición desde aquí. Tú y dos más atravesarán el puente y una vez en el otro lado te diriges hasta aquella loma que está más atrás, desde donde nos darás la señal para que pasemos en seguridad con tu cobertura. ¿Entendiste?
—Sí, mi teniente.
—Algo más, que la gente ajuste su equipo. Particularmente los portafusiles que llevaremos en bandolera. Lo último que quiero es que se nos caiga al agua, nunca lo recuperaríamos.
Esteban y los dos designados se cogieron de los cables laterales y comenzaron a cruzar el puente, con los pies en el cable principal del tablero y con las manos cogiendo las péndolas, las cuales estaban muy oxidadas. Al cabo de un rato estaban en la otra orilla y podíamos ver que corrían a la loma designada. Desde allí nos hicieron la señal de que el paso estaba despejado. Yo pasé con el tercer grupo, no era muy difícil pero el agua del río que corría con un bramido bajo nuestros pies infundía respeto; eso de dar pasitos laterales sobre un cable de acero como que no era la forma más rápida de avanzar, pero por lo menos era segura. Así continuaron los otros grupos de la tropa, conforme llegaban iban reagrupándose en la loma.
Finalmente el último grupo a pasar correspondió a los tres tiradores, los cuales ajustaron su equipo y subieron al puente, a los minutos ya estaban dos en nuestra orilla pero uno demoraba más de lo previsto, algo lo retenía y se había quedado detenido poco antes de llegar a la mitad del puente. Era el soldado Del Solar y Esteban le gritaba para que apurara el paso, pero no se movía de su lugar. Como no había respuesta continuamos gritándole pero sólo nos contestó que no podía cruzar y que mejor se regresaba, dio un par de pasos laterales alejándose pero nuevamente se quedo inmóvil. Todo indicaba que el ruido del agua, la altura y la precariedad del puente le habían infundido miedo y el pobre estaba inmovilizado del pánico. Como no era posible quedarse así eternamente un cabo y yo regresamos por el puente para echarle una mano, cada uno utilizando el cable opuesto de la plataforma. Cuando llegamos, Del Solar estaba asido a los cables de acero de tal manera que era imposible hacer que aflojara los dedos. Tratamos de calmarlo pero no se podía hacer mucho más, ni pensar en cogerlo porque de caer nos arrastraría también a nosotros. Luego de un rato cuando parecía más sereno pudimos coger su fusil y luego la mochila; así, más ligero lo animamos a dar los pasos laterales pero como se cogía con fuerza con las manos hacía temblar todo el puente. Le aconsejamos que descansara por momentos enganchando la parte delantera de los tacos de las botas en el cable que pisaba para evitar resbalar. Finalmente, después de un rato, comenzamos avanzar poco a poco, al comienzo muy despacio pero luego con algo más de soltura, hasta que llegamos a la otra orilla, esto nos supuso casi un cuarto de hora de retraso adicional.
Una vez reagrupados partimos rumbo norte, para ello tomamos un camino de herradura que transcurría paralelo al río. De ese camino partían pequeños senderos que iban más cercanos a la ribera, supuestamente eran los que tomaron los extraños de los disparos, pero una y otra vez estos caminos regresaban a la ruta inicial. Lo único que conseguimos tomándolos fue prolongar la distancia de recorrido y perder el tiempo, así que decidimos ya no desviarnos de la ruta principal. Dos horas después ya era tarde, no habíamos comido y además llevábamos acumuladas varias horas de retraso. A causa de las demoras, la noche nos cogería a medio camino y ya no sería posible continuar, así que llamé al sargento Esteban y le dije:
—Vamos a hacer alto, se nos viene la noche encima y es mejor organizarnos ahora que aún tenemos un poco de luz.
—¿Y dónde pasaremos la noche si no hay pueblo a la vista?
Efectivamente no había pueblos cerca, pero cada cierto trecho del camino pasábamos por algunas abandonadas casas derruidas o semi-derruidas. Éstas eran siempre de adobes de barro aunque algunas estaban –o estuvieron- en mejores condiciones que las otras debido a que mientras unas mostraban sus adobes como enseñando sus entrañas otras fueron recubiertas por un enlucido de yeso blanco que en su momento debió darles un aspecto bastante más decoroso, pero en los que también alguien aprovechó para colocar frases con pintura roja como: “Den Xiaoping maldito traidor hijo de perra” cerrando la oración con una hoz y el martillo.
El denominador común de aquellas viviendas era que todas sin excepción estaban sin techo ya que es costumbre en esa zona techar con planchas de zinc o calaminas que son muy preciadas, además de caras; motivo por el cual era lo primero que se llevaban los saqueadores de casas abandonadas, aunque otras estuvieron techadas con tejas de barro cocidas artesanalmente, y que aún por esto tampoco se libraron de los amigos de lo ajeno. Puertas y ventanas tampoco quedaban aunque algunas todavía conservaban los restos de sus marcos.
Normalmente cuando pasaba por delante de alguna de ellas y estaban cerca al camino me asomaba para ver si encontraba algo interesante, pero sólo encontraba maleza y hierba que crecía al abrigo de las paredes, uno o dos muros derruidos y poco más. Por lo general sólo constaban un sólo ambiente que suponía era dormitorio, comedor y cocina. Lo que no llegaba determinar era la época en que fueron abandonadas, qué paso con sus moradores, ni quiénes fueron. No era infrecuente encontrar a alguna cuyos muros estaban ennegrecidos por el fuego.
Yo me preguntaba en cómo carajo habíamos llegamos a esta situación. Esto aún sabiendo que estábamos en un país de desconcertadas gentes, capaces de prestar oídos a quienes en vez de trabajo y progreso prometan liderazgos mesiánicos; eso sí, en base a discursos apocalípticos
—Esteban, mira aquí a la derecha del camino está esta pequeña casa y treinta metros más adelante está aquella otra; divide la patrulla en tres grupos: uno que limpie y acondicione la casa pequeña, otro la casa grande y el tercero que prepare la comida aquí en la casa pequeña.
—¿Para dormir nos dividiremos en dos grupos? ¿Uno por casa? –preguntó Esteban.
—No. Dormiremos todos juntos en la casa pequeña.
A los quince minutos ya teníamos al grupo de la cocina como los más entusiastas en su trabajo de preparar la comida, ésta no era muy complicada porque para estos casos cuando salíamos por varios días se solicitaba de la proveeduría los víveres correspondientes al período y hombres, al final cogíamos siempre menos de lo que nos correspondía porque nos limitábamos a tomar aquellos que no pesaran demasiado, que no sean perecederos y que pudiera repartirse entre las mochilas de los hombres: arroz, leche en polvo, azúcar, fideos, harina y algunas latas de atún; con lo anterior tendríamos más que suficiente.
El cocinero de turno decidió que la cena sería arroz con leche, nada más fácil: mezclar agua con el arroz, la leche y el azúcar y moverlos hasta que espesen un punto antes de convertirse en engrudo. Para cocinar siempre llevábamos una cacerola que alguien colgaba de su mochila, esto era fruto de la experiencia porque ya sabíamos que no siempre podíamos contar con una, como en este caso, o la que nos podían ofrecer en el camino eran ollas de barro cocido en las cuales preparar cualquier alimento era cuestión de varias horas de cocción atendiendo a la baja capacidad calórica de madera que utilizábamos de leña: ramitas, cortezas, palos o -a veces- lo que quedaba del marco de una puerta.
Felizmente el agua nunca fue problema porque en los andes, aunque no son propiamente dicho un entorno pluvial, siempre encontrabas un río, riachuelo –estos los más comunes-, puquiales u ojos de agua de los que podías coger toda la que te fuese necesaria; otra cosa es que fuera apta para el consumo humano. Por ello se seleccionaba aquella que fuese la más cristalina –entiéndase por ello la menos turbia- y se hacía hervir un buen rato antes de preparar los alimentos. Así, aunque no llegásemos a matar todos los microorganismos que pudiera contener por lo menos los dejaríamos escaldados.
Al cabo de una hora teníamos todo acondicionado y el rancho estaba listo, procedimos a distribuirlo. La tropa se colocaba en fila delante del ranchero que con una cuchara iba repartiendo a cada uno su ración en la taza o tazón que cada quien llevaba en su mochila ya que hace mucho que habíamos abandonado las reglamentarias gamelas de aluminio, que no se utilizaban por ser ruidosas además que normalmente eran mucho más grandes que la ración que nos correspondía, dando la sensación que faltaba algo al estómago. Las tazas y tazones eran de todo tipo, normalmente cada uno se la agenciaba como sea o encontraba y la guardaba como un bien personal, así que teníamos de infinidad de colores y formas, casi todos de plástico aunque algunos tenían jarros de hojalata enlozada como aquellas que usan las abuelas en sus menajes o bacines.
Terminado el rancho, todos quedamos satisfechos; asumiendo que la ración era generosa y calmaba cualquier apetito, tanto así que quedó un poco y algunos pudieron “doblar” su ración rascando hasta el último arroz de la cacerola. Mejor para el ranchero, así lavarla le sería más fácil.
—Esteban, que apaguen el fuego que vamos a descansar. Organiza cuatro turnos de guardia por parejas. Las guardias empezarán a las siete y media, dentro de quince minutos.
—Sí mi teniente –y enseguida sacó su libreta organizando a los hombres, normalmente un cabo y un soldado.
A los quince minutos, en medio de la oscuridad, Esteban se acerca y me dice:
—Mi teniente, ya está organizado el servicio nocturno. Solicito permiso para iniciarlo.
—Aún no, Esteban. Ordena que se reúnan todos con su equipo completo y cuando estén listos nos vamos de aquí, nos instalaremos en la casa grande que limpiaron esta tarde. Que nadie encienda linternas, cigarrillos, ni haga ruido.
Si algo había aprendido en este tiempo es que en los andes siempre hay alguien observándote, no importa cuán desolado sea el paisaje o cuán falto de recursos fuera la tierra, siempre había alguien. No podías saber dónde o qué estaba haciendo; las montañas eran demasiado agrestes y altas para identificarlos. Además, siempre encontrarías una montaña o elevación más alta de la que tú te encontrabas; por tanto, si Sendero tuviera algún vigía sabía exactamente dónde estábamos. Por ello, una práctica común y conveniente era cambiar de sitio del cual fuiste por última vez visto, así durante la noche, si hacían disparos de hostigamiento lo harían hacia algún lugar desocupado, mientras tu descansabas y los observabas tranquilamente desde tu nueva posición.
Una vez instalados en nuestra mejor ubicación –la casa grande tenía un suelo de cemento- los que no estábamos de guardia nos tendimos en el suelo usando la mochila como almohada mirando a un cielo sin luna tachonado de estrellas. Felizmente aún estábamos en la parte baja del valle, el frío sería soportable y no había señal de lluvias.
Ya me estaba quedando dormido cuando el sargento Esteban, que estaba a mi lado, me dice:
—Mi teniente, ¿se acuerda de las clases que usted daba de orientación por las estrellas? ¿De cómo orientarse por la cruz del sur y la osa mayor?
—Sí, claro –respondí mecánicamente con los ojos cerrados.
—Pues usted dijo que la mejor manera de orientarse era por las estrellas debido a que estas siempre estaban fijas en el firmamento.
—Ajá.
—Pues tenemos un pequeño problema, mi teniente.
—¿Cuál Esteban? –respondí perdiendo la paciencia porque no me dejaban dormir.
—Pues allá arriba hay una estrella que se está moviendo.
—No todo son estrellas, Esteban. Las que se mueven son las estrellas fugaces y se llaman meteoritos. Y ahora duerme.
—Es que esa que se mueve no es una estrella fugaz y creo que viene hacia nosotros.
—¡Diablos Esteban! Eres un pesado que no me dejas descansar. ¿Cuál es tu dichosa estrella que nos persigue? –dije incorporándome visiblemente ofuscado.
—Es esa de allá arriba, junto al cerro de la izquierda.
Me quedé un momento observando el cielo que, aparte de muchas estrellas, no tenía nada de raro.
—Esteban, estás alucinando, no hay nada allá arriba. Las estrellas no se han movido de su lugar en un millón de años.
—Es que usted no puede tomar una referencia base. Si estuviera tendido en el suelo sin moverse como yo la podría ver.
—Bueno, te seguiré la corriente. Mejor así porque me será más fácil dormir enseguida –dije recostándome sobre mi improvisada cama y ajustando nuevamente la mochila a modo de almohada.
—Mire allá, al cielo de la izquierda, junto al cerro. Un poco más abajo de la parte más alta… hay un grupo de cinco estrellas. ¿Las ve? –preguntó Esteban.
—Sí, ya las veo.
—Pues quédese mirándolas fijamente y dígame lo que observa.
Seguí su recomendación mirando a las estrellas indicadas y cuando menos esperaba la estrella ubicada a la derecha del grupo estaba moviéndose hacia el este, casi imperceptiblemente pero… ¡No cabía duda que se movía!
Pues esto me rompía todos los esquemas, solicité a Cárdenas que me pasara los prismáticos y me quedé observándola un buen rato. No podía ser un avión debido a que avanzaba muy, pero muy, lentamente casi dos grados de arco por minuto, además los aviones tienen códigos de colores rojos, verdes y blancos y esta era sólo blanca. No, definitivamente no era un avión. Lo único que la diferenciaba de las otras estrellas era su brillo: era muy inconstante, es decir, a veces era muy tenue y otras veces resaltaba pero nunca como para sobrepasar a una estrella de brillo medio o un planeta. Además tenía la particularidad de ir siempre en línea recta.
—¿Vio? Se lo dije, hay una estrella moviéndose allá arriba –insistió Esteban.
—Yo también la veo -dijo la voz de uno de los soldados que estaba recostado-, y yo también –añadió otra.
—Pues tienes razón, allá arriba hay una estrella errante que se está moviendo.
—¿Quiere que avisemos por radio a la comandancia?
—Ni lo sueñes, no llames por radio a nadie.
—¿Por qué no? Ellos también la podrían ver.
—No llames porque nos tildarán de locos, que somos los primeros en avistar cosas raras volando.
—¡Pero usted, yo y los demás lo estamos viendo! ¡Es real!
—No insistas con ello y mejor duerme que mañana nos espera un largo día. Ya mañana hablaremos con el cabo de rancho para que nos diga de dónde sacó el agua para la comida, que lo más probable es que sea una alucinación colectiva –le dije zanjando el tema.
Pues terminada la conversación con Esteban no cerraba el tema porque yo me quedé ahí recostado mirando el cielo a la misteriosa estrella que se negaba a seguir las leyes de la naturaleza, tardó casi tres cuartos de hora en cruzar el arco de cielo que tenía visible desde mi ubicación y luego desapareció detrás de un cerro que estaba en una posición opuesta a la inicial.
Durante mucho tiempo estuve con la duda de qué era aquello que habíamos observado esa noche. Alguna vez se lo comenté a alguien pero la incredulidad era la respuesta de siempre, aunque a mí me quedaba el consuelo que no había sido el único en verla. Años después del incidente, al comprar una revista de divulgación científica en un kiosco de periódicos, encontré un artículo que hablaba sobre los satélites artificiales y entre otras cosas comentaba que era posible, bajo ciertas condiciones, observarlos a simple vista; ello podría hacerse luego del crepúsculo o antes del amanecer cuando los rayos del sol incidían directamente en ellos mientras que en la superficie de observación era noche. Además daba una última condición que era sólo aplicable a aquellos satélites que estaban muy cerca de la tierra, es decir, que no tuvieran órbitas geoestacionarias y por tanto dieran varias vueltas a la tierra en veinticuatro horas.
Así, sin quererlo aquel día, tuvimos un pequeño disfrute que los habitantes de las ciudades ya perdimos hace mucho: contemplar el cielo de la noche.

A la mañana siguiente muy temprano partimos listos para remontar las montañas cuyas pendientes iniciales ya teníamos a nuestros pies, el camino estaba claramente marcado por lo cual no había pierde. El inconveniente era que tenía una pendiente muy pronunciada, para nuestra suerte el día estaba nublado, no nos afectaría el sol y ascendimos lo más que pudimos en el menor tiempo. Cuando ya llevábamos recorrido más de la mitad de la cuesta comenzó a llover, al comienzo unas pocas gotas que fueron poco a poco siendo más nutridas; como no había refugio a la vista nos detuvimos y colocamos los ponchos de lluvia y permanecimos de pie casi una hora en espera que escampe. Finalmente nunca dejó de llover del todo pero como sólo eran gotas aisladas continuamos la subida, esta vez sobre un suelo resbaladizo que obligaba que asentáramos las pisadas asegurando la firmeza del mismo. Una hora más tarde en vez de botas teníamos unos zapatotes de barro que pesaban un kilo más cada uno y que era inútil limpiar ya que se ensuciaban nuevamente. Sin embargo parecía que avanzábamos relativamente rápido. Antes del medio día ya estábamos en las cumbres y recorríamos unos senderos escarpados bordeando simas profundas, de pronto la lluvia aislada se convirtió en un granizo pequeñito pero persistente -¡lo que nos faltaba!- que por suerte no duró mucho impidiendo que cuajara en el suelo y no enfriándonos gran cosa. Al final del sendero de montaña llegamos a una agrupación de casas, cinco o seis, todas ellas abandonadas pero que a un lado habían huellas relativamente recientes de neumáticos lo que indicaba la proximidad de una carretera cuando menos. Sería cuestión de seguirlas para alcanzar nuestro objetivo.
Una hora más tarde ya habíamos llegado a la polvorosa carretera que conduce a la capital de la provincia, razón por la cual ocasionalmente veíamos pasar un camión en uno u otro sentido, generalmente eran camiones pequeños para poder maniobrar en aquellos caminos infames de curvas imposibles, cargados al máximo para rentabilizar el viaje.
Luego de una curva nos encontramos con una camioneta pick-up blanca detenida a un lado de la carretera donde un par de hombres estaban tratando de cambiar una rueda, uno de los cuales al vernos levantó el brazo y nos dio un buenos días entusiasta. Como ya caminábamos más de dos horas ordené al sargento Esteban que hiciera alto y que la tropa descanse a ambos lados de la carretera. La curiosidad me ganaba y me acerqué a la camioneta para observar lo que pasaba.
—Buenos días –me saludó nuevamente con una amplia sonrisa un señor algo subido de peso y quien parecía ser el dueño del vehículo, mientras que el otro más joven sudaba la gota gorda tratando de aflojar las tuercas de la rueda.
—Buenos días, respondí. Parece que ha tenido un problema con su rueda.
—Así es jefe, está perdiendo aire y prefiero cambiarla ahora antes que se baje del todo… Perdone, no me he presentado, me llamo Iván Vilca, para servirlo.
—Es un milagro que los neumáticos soporten estos caminos –comenté-. Cualquiera pensaría que no durarían nada.
—Bueno, de durar… duran algo, nuestra principal preocupación no es el desgaste.
—¿Entonces?
—Lo que es fatal para los neumáticos son las piedras del camino que tienen bordes afilados o puntas porque éstas pueden llegar a cortar las bandas laterales de los mismos, y una vez que ocurre esto ya no hay nada que hacer, no hay arreglo posible.
—Ya veo, por eso las protege con esas cubiertas laterales –dije señalando una cubierta colocada entre el neumático y el aro de la llanta, que estaba hecha de las bandas de otro neumático más grande y viejo.
—Exactamente, veo que usted es gran observador –dijo con su permanente sonrisa.
—Algo, y usted… ¿A dónde se dirige?
—Como le decía, me llamo Iván Vilca y soy comerciante. Llevo productos que sean necesarios a los pueblos de la zona, ya ve que aquí hace falta de todo.
Esteban, que estaba a mi lado, miraba con recelo la carga que estaba compuesta de grandes cilindros de plástico azules con tapas negras, con unas pequeñas tapitas que se desenroscaban.
—Muy bien, ¿y qué lleva en esos cilindros? –pregunté mientras que el ayudante dejaba su trabajo y nos quedaba mirando sin decir palabra.
—Llevo alcohol -dijo el dueño sin perder la sonrisa.
—¿Alcohol?
—Pues claro que sí, mire yo soy comerciante de muchos años y como usted me cae bien le voy a decir el secreto de la vida: lo que se debe hacer es comprar barato para luego vender caro.
—Perdone, pero no entiendo esto del negocio del alcohol –respondí mientras que Esteban abría una a una las tapitas de los cilindros como quien no quiere la cosa para ver lo que había en su interior, con el ayudante que lo seguía con la miranda en silencio. El dueño de la carga también lo vio pero hizo como si no lo hubiera hecho y continuó hablándome.
—Mire, ya habrá notado que en estos pueblos la gente es muy dada a beber, es su único escape a la miserable vida que llevan y ya habrá visto las borracheras que se meten por cualquier motivo: la fiesta del pueblo, el cobro de un jornal o hasta en los entierros de los difuntos.
—La verdad es que sí, pero para beber bastaría ir a la tienda del pueblo y pedir una cerveza o un pisco ¿no? –comenté.
—Bueno sí, le doy la razón, pero lo que usted dice es válido para gente como usted y yo –dijo en un tono más bajo que me confundió porque no entendía lo que me quería decir.
—¿Entonces? –pregunté, mientras Esteban me miraba y asentía en silencio dándome a entender que la carga efectivamente era lo que decía el dueño.
—Sucede que los moradores de estas tierras son muy pobres y no pueden darse el lujo de comprar cerveza o cualquier otra bebida decente, no al menos como quisieran ellos, es decir, para beber sin parar y hasta quedar inconscientes.
—¡Me está diciendo que les da alcohol puro a esta pobre gente! –exclamé indignado.
—No, no, no… no me ha entendido, además así tampoco habría negocio.
—¿Y qué hace?
—Mire, lo que se hace es combinar el alcohol puro que llevo de la siguiente forma: siete partes de agua con tres de alcohol y así conseguimos alcohol al treinta por ciento, una bebida decente con un grado alcohólico del brandy o un buen coñac, de esos que nos puede gustar a gente como usted o como yo –continuó con una sonrisa cómplice.
—Pues no lo había visto de esa manera. Tampoco sabía que vendieran alcohol al treinta por ciento para beber, suponía que sólo servía para uso medicinal.
—¡Pues se vende como pan caliente! Las gentes van a las tiendas con su botellita para que se las rellenen con un poco de “gasolina”, les encanta y los pone como unas motos y lo mejor de todo es que con el “rebajo” del grado alcohólico y las ganancias del trasporte gano entre diez y nueve veces lo que invierto comprando alcohol en la costa. ¿No le parece un negocio de lo mejor? –dijo soltando una carcajada que a mí no me hizo gracia en lo absoluto partiendo de hacer negocio con el vicio de los demás.
Para entonces el pobre ayudante ya había terminado su trabajo y estaba guardando sus herramientas en la camioneta completamente sudado, siempre sin decir palabra. El dueño al ver que ya estaba todo casi listo dijo:
—Bueno, bueno, ya es hora de partir. Me ha encantado charlar un momento con usted después de tantas horas conduciendo por estos caminos llenos de soledad. Tome le invito, coja uno –dijo extendiendo una cajetilla de cigarros abierta.
—Son americanos, de los buenos; y para usted también señor sargento –añadió extendiendo la misma cajetilla a Esteban de la que también tomó uno.
—Muy amable –dijo Esteban.
—Espero verles otra vez por estos caminos –dijo encendiéndonos los cigarrillos-. Adiós y mucha suerte.
—Adiós caballero.
De un salto el sujeto subió a su camioneta y partió rápidamente dando tumbos por el camino en mal estado y dejando tras de sí una nube de polvo blanco que lo persiguió hasta que lo perdimos de vista.
—Parecía un tipo de lo más simpático –comentó Esteban saboreando su cigarrillo.
—Sí, parecía Esteban. Parecía, pero nos ha mentido y no era simpático sino un hijo de la gran puta el muy cabrón.
—Pero… ¿Por qué dice eso? Es sólo un comerciante como cualquier otro, además no nos mintió, llevaba el alcohol que decía. Yo mismo lo verifiqué.
—No lo decía por lo de comerciante. Mientras hablaba y tú revisabas los contenidos yo miraba de reojo las etiquetas que vienen en los cilindros y efectivamente en los que estaban más al exterior tenían una etiqueta que decía Etanol y las características técnicas, pero en algunos otros estaba arrancada parte de la etiqueta y no se leía el contenido.
—Las etiquetas se rompen con la manipulación de los cilindros, yo los miré uno a uno y en todos ellos había alcohol –aclaró Esteban sin llegar a entender lo que pasaba.
—Es cierto lo del alcohol, pero mientras tú te fijabas en el contenido yo miraba la parte de las etiquetas que no estaba “rota” casualmente y en aquellas que decía Etanol había en la parte baja tenía una fórmula, mientras que en las que el nombre no figuraba la fórmula era diferente: CH3OH.
—Lo siento mi teniente, pero yo de fórmulas no sé nada.
—Lo que había en los otros cilindros también era alcohol, pero de otro tipo: metanol, en otras palabras alcohol industrial.
—¿Y? –inquirió Esteban que no llegaba a entender la gravedad del asunto.
—Que el alcohol industrial es sumamente tóxico y la gente no puede distinguir entre uno y otro y lo más probable es que los combine ambos para no repartir dosis fatales.
—¡Que cabrón! ¡O sea que el tipo ése vende matarratas! ¿Pero por qué haría eso si ya ganaba casi diez veces lo que invertía? –exclamó Esteban.
—La razón es que el alcohol industrial es aún mucho más barato que el etanol, casi tres veces menos. No me extrañaría que ese tipo ganara doce o quince veces lo que invertía.
—Mi teniente, debimos detenerlo, eso no se puede hacer. ¿Cómo lo dejó ir?
—Mira Esteban, ese tipo lo único que hacía era transportar unos cilindros con una carga que no es en ningún caso ilegal. No estaba cometiendo delito alguno. Si lo deteníamos y le reteníamos la carga lo primero que haría sería asentar una denuncia por abuso de autoridad y apropiación de su mercadería y ya verías el lío en que nos meteríamos.
—Pero luego lo vendería a estas gentes y eso sí es un delito –reclamaba Esteban.
—Sí pero para ello está la policía, el Ministerio de Salud y los alcaldes que deben velar por la salud de los ciudadanos y no nosotros, que ya estamos metidos en bastantes problemas.
—¿Y usted cree que controlarán la venta?
—Francamente no, ya vez que si este país está rejodido es porque quienes deberían hacer su trabajo no lo hacen. República Peruana… donde cada quién hace lo que le da la gana.
Esteban se quedó pensativo luego de dejar caer la colilla que tenía en la mano y pisarla.
—Hay algo más Esteban –agregué-. Si no es él lo hará otro. Mientras haya mucha demanda y poca educación este será el pan de cada día. Cambiando de tema, que la tropa se equipe que partimos en cinco minutos, ya hemos perdido bastante tiempo.
—Sí, mi teniente.
Nuestro primer punto de recorrido era el poblado de Condevilla, se llegaba a él por un desvío de la carretera principal, felizmente señalado por un cartel, el primero que encontramos en muchos kilómetros. El camino al pueblo transcurría por una zona con vegetación y pequeños bosquecillos de eucaliptos dando un aspecto bastante amable a la zona. Luego de recorrer un buen tramo del desvío pudimos ver desde arriba nuestro destino, realmente no era un pueblo, sino una agrupación de casas, entre quince y veinte, más o menos organizadas entorno al camino principal. Pero aparte de ello no había nada que le haga merecedor de la denominación de pueblo. Para llegar había que descender por una ligera pendiente de tierra que bordeaba una ladera con árboles. Los exploradores que estaban por delante se detuvieron y nos hicieron señas apuntando a la parte alta del bosquecillo del cerro.
Al observar vimos que descendía por él un grupo de gente, algo que no es común ver a esa hora del día donde todos trabajan en el campo. Una mirada más detallada nos reveló que entre ellos, los que iban por delante, había gente armada. Esteban como medida de precaución hizo que la mitad de la patrulla se dispersara, pero el grupo de personas seguían bajando yo diría más bien que despacio. En un momento los que iban por delante armados nos hicieron señas, como de saludo, las cuales contestamos con cautela. Vestían uniformes, pero no iban uniformados porque cada uno usaba al cual más diferente: verde claro, verde olivo, verde camuflado, beige, etc. Cuando llegaron al camino vimos que era una comitiva que llevaba en hombros una camilla con alguien o algo envuelto. Uno de los uniformados, más o menos de mi edad se acercó a mí y me saludó:
—Buenos días, soy el alférez Valdivia de la Guardia Civil –dijo enfatizando esto último, a pesar que todos sabíamos que desde hace algunos años que la Guardia Civil del Perú no existía como tal desde que fue unificada con las otras policías.
—Hola, nosotros estamos de recorrido por esta zona. ¿Tu puesto está en el pueblo de Condevilla?
—No, que va. Nosotros venimos del puesto policial de la capital del distrito y estamos comisionados por el juez para el levantamiento.
—¿Levantamiento? ¿Qué es eso?
—Levantamiento, tú sabes. Levantamiento de cadáver –dijo señalando la camilla improvisada con dos ramas y donde había un cuerpo envuelto en mantas.
—¿Levantamiento de cadáver? ¿Qué ha pasado?
—Es un chica joven, dieciséis o diecisiete años. Una pastora que tenía ovejas en los pastos de las alturas, le han disparado ayer por la tarde y hoy hemos subido a recogerla –mientras hablábamos terminaba de juntarse toda la comitiva, probablemente familiares, la mayor parte mujeres que venían cantando una tonadilla repetitiva en quechua con voz chillona.
—¿Puedo ver? –pregunté por curiosidad, aprovechando que todos se habían detenido a descansar y la camilla estaba en el suelo.
—Claro, como no –dijo el alférez Valdivia acercándose a la camilla y levantando una esquina de la manta, dejándome ver la cara de la chica y una herida de arma de fuego de pequeño calibre en el pecho, a unos diez centímetros debajo la clavícula derecha y que no sangraba. Probablemente le había perforado el pulmón. Mientras observábamos las mujeres que entonaban su canción repetitiva no cesaban, todos con los ojos rojos del llanto y mascando hojas de coca.
—¿Y Sendero hizo esto? ¿Por qué lo haría? –pregunté.
—¡Sendero! ¡¿Estás loco?! ¡Qué va a ser Sendero! –respondió el alférez Valdivia con un gesto entre enojo e ironía- Esto no es Sendero, aquí lo que hay es un vulgar crimen y apuesto a lo que quieras que no tardaremos más de dos días en aclararlo.
—¿Es fácil esto de aclarar crímenes? –pregunté en mi ignorancia.
—Aquí sí. Quien lo haya hecho, y ya tengo tres sospechosos, son torpes. Los mueven los celos, la envidia o las enemistades de familias que ya nadie se acuerda cuándo y cómo empezaron. Vamos, lo normal en estos casos, simple ruindad humana. Pero ya verás, citaré hoy mismo a los sospechosos y lo más probable es que el culpable no quiera venir. Habrá que ir a detenerlo.
—Parece que en esto de crímenes y levantamientos tienes experiencia, quién diría.
—¿Tú sabes cuántos levantamientos de cadáver he realizado este mes? ¡Cuatro! ¡Nada menos que cuatro! Primero un compadre borracho que mató a machetazos a otro porque en sus alucinaciones estaba seguro que su mujer le ponía cuernos, uno que se ahorcó no sé porqué, otra que se tomó el veneno de plaguicidas porque el novio se iba con la vecina que tenía un puesto de cebollas en el mercado y ahora esto. Esta gente se mata por quítame esta paja –dijo como quién estaba harto de batallar con lo mismo.
Terminada la charla y el descanso, nos despedimos pero al levantar la camilla para seguir con el traslado, la gente que los acompañaba, las mujeres y los familiares se agitaron y comenzaron a levantar la voz. No entendía lo que decían pero empezaron las discusiones con la policía y parecía una especie de rebelión o motín. Nosotros estábamos al margen pero observábamos en calidad de testigos. Uno de los soldados de la patrulla y que hablaba quechua me dijo que los familiares, ahora que ya habían llegado al camino, no querían que trasladasen el cuerpo de la chica con la policía a la ciudad para su certificación forense.
—¿Y por qué no quieren? ¿Alguna tradición?
—No. Piensan que si se lo llevan a la morgue, luego para poder retirarla tendrán que pagar y no tienen dinero. Por eso no quieren, a pesar que la policía les asegura que no hay que pagar nada.
Lo que contemplábamos era otra de las causas del atraso endémico que sufría la zona y así medio país: ausencia de Estado, por la sencilla razón que la población desconfiaba de él. No era para menos, no recibían nada a cambio y normalmente les complicaba la vida con trámites imposibles que siempre acababan con el pago de alguna tasa; no era nuevo, se lo venimos haciendo con perversa puntualidad desde hace cuatrocientos años. No era este el caso, pero la desconfianza de los familiares era comprensible.
Finalmente la discusión terminó y los policías sólo pudieron continuar con su trabajo cuando redactaron un escrito en que aseguraban a la población que no sería necesario el pago de ninguna clase para recoger a su familiar, claro que el documento tuvo que ser firmado por el alférez Valdivia y dos policías más para certificar su autenticidad. Así es esta gente.
La marcha de la comitiva seguida por los familiares se reanudó, con las mujeres cantando su repetitiva canción, aproveché para preguntarle a soldado que sabía quechua sobre el significado de la misma.
—¿Sabes qué es lo que dicen en su canción?
—Dicen algo así como que por más que lloren, por más que griten ella ya no volverá.
Al tercer día llegamos al pueblo de Chacras. Según indicaciones recibidas el día anterior debería permanecer en él hasta nueva orden. No conocía el motivo, pero para ser precavidos traté de organizar a la patrulla de manera que el tiempo que pasaríamos en aquel lugar sea lo más descansado posible.
Como llegamos a media tarde no había ni un alma en las calles. Era lo normal en aquellos lugares donde la gente se dedica al campo; utilizan el horario de la granja: se levantan al amanecer, trabajan todo el día fuera y luego se van a dormir cuando cae el sol. Por tanto, además de alguna mujer que estaba secando lúcuma en la puerta de su casa no había nadie a quien pedir referencias, así que temporalmente ordené que la tropa descansara en una esquina de la plaza. Una señora se ofreció a prestarnos su estufa de hierro para que podamos preparar nuestra comida, a cambio de que cortásemos la leña; naturalmente aceptamos y el resto de la tarde nos la pasamos en ello.
Mientras se preparaba la comida quise dar un paseo para conocer el pueblo, no iba a tomarme mucho tiempo, era pequeño. Salimos con el sargento Esteban y recorrimos sus calles, mejor dicho la plaza y las calles que desembocaban en ella. Llamaba la atención que estaba correctamente “urbanizado”, es decir, calles rectas, casas alineadas, una plaza pequeña con veredas que la cruzaban, hasta se podía decir que era bonita. Contrastaba notablemente con la gran mayoría de los pueblos pequeños de la sierra donde el orden y la planificación no son precisamente lo más rescatable; siendo por el contrario, la desidia y la improvisación. Daba curiosidad observar que en los muros de las esquinas de las calles habían colocado los nombres de las mismas, generalmente eran de Departamentos; todos los carteles iguales: Letras blancas y fondo azul. A todas luces se veía que los pobladores que lo hicieron fueron gente educada y con mucho sentido del civismo, digo fueron debido a que todas estos detalles no tenían el aspecto de ser recientes.
A un lado de la plaza estaba lo que parecía ser una casa de dos plantas que había sido quemada, la fachada se encontraba en buenas condiciones y aún conservaba el techo de tejas de arcilla, pero una columna de tizne negro se elevaba por encima de los vanos de las ventanas y puerta. Por dentro estaba totalmente quemada, con las paredes negras y trozos de carbón por el suelo de lo que alguna vez fueron muebles. Era, o fue, el local municipal; lo que había ocurrido y su historia había sido la misma que muchísimas municipalidades del interior del país, no necesitaban contármelo.
Al frente, justo al otro lado de la plaza había otro edificio de dos plantas, ligeramente más alto, que estaba abandonado y sin techo. Nos acercamos y una señora que estaba ocupada con el cardado manual de lana en la puerta de su casa nos dijo que era el local de la comisaría de la Guardia Civil. Intrigados entramos y a diferencia de la municipalidad éste no estaba quemado sino que derruido. Caminamos por entre los escombros y en las paredes quedaban aún pinturas con el escudo de la Guardia Civil, además de himnos y decálogos realizados con pintura esmalte. En la segunda planta estaba lo que parecía habían sido los dormitorios de los guardias, donde se encontraban escritas en las paredes con bolígrafo oraciones a la virgen, frases en alusión al la Guardia Civil y poemas diversos. Recuerdo uno que hacía referencia a la guerra de 1941 contra el Ecuador. Por lo demás no existía nada rescatable entre aquellas ruinas. Luego me enteré que la comisaría había sido abandonada cuatro años antes debido a que sólo contaba con seis guardias, a los cuales les sería imposible repeler cualquier ataque. Al mes de ser abandonada llegaron gentes extrañas de fuera y luego de reunir a la mayoría del pueblo en la plaza para dar vivas a la lucha armada colocaron explosivos en la comisaría, la volaron y se fueron. Lo de la quema de la municipalidad fue después, en otra ocasión, con motivo de unas elecciones presidenciales, según me contaron.
Poco después de las seis de la tarde comenzaron a llegar los pobladores del campo, algunos con animales. Entre ellos llegó el alcalde del pueblo acompañado del agente municipal que nos dieron la bienvenida y se disculparon por no haber estado presentes cuando llegamos. Lo primero que le pedí era un lugar para descansar, ya habíamos descartado el local municipal y la antigua comisaría.
Pues el alcalde me contestó que la escuela no podía utilizarse porque aunque sólo era de educación primaria, estaban funcionando las clases como tal en sus dos aulas. Sólo quedaba la opción de usar la casa de algún particular que no estuviera viviendo en el pueblo y que haya dejado su casa sólo con llave. Esta última propuesta no me gustaba debido a que implicaba ingresar a la propiedad de particulares y prefería evitar problemas, así que insistí al alcalde el cual me dijo que tenían una posta médica pero estaba cerrada con una puerta de metal y la llave la tenía el sanitario que estaba de vacaciones. También estaba el local anexo a la escuela que era para pre-escolar y que no se usaba porque la profesora se fue hace cuatro meses a cobrar su sueldo a la capital del departamento y aún no volvía. Me ofreció el local con la condición de que los muebles los trasladáramos al almacén para evitar que se deterioren. Como el cielo amenazaba con llover aceptamos y a los veinte minutos llegaba el agente municipal con un llavero metálico que era un aro enorme de metal donde colgaba un manojo de llaves de todo tipo, inclusive unas antiguas de bronce de casi quince centímetros y que supuse serían de los cinturones de castidad de las abuelas de cuando sus años mozos.
Para cuando cayó la noche ya estábamos instalados todos, la tropa había montado improvisadas camas en el suelo mientras que en las paredes teníamos dibujos del pato Donald, además del recordatorio del abecedario. En el patio interior se instaló la estufa prestada para cocinar y se establecieron turnos de guardia nocturnos a partir de las seis de la tarde ya que no contábamos con luz eléctrica permanente, aunque afuera estuvieran instalados los postes habilitados para tal fin pero el generador estaba malogrado de hace años. Poco después llegaron nuevamente el alcalde, agente municipal y dos personas más cargando unos bultos; al preguntarle qué era, me dijo que había recolectado mantas en el pueblo a razón de una por casa para prestárnoslas y que nos agradecería que cuando nos fuésemos las dejáramos al agente municipal.
Al día siguiente seguíamos a la espera de órdenes, por tanto tampoco había mucho que hacer aparte de preparar la comida y descansar. Por la tarde me avisa el centinela que había llegado una camioneta blanca y se había detenido en la plaza, una persona bajó de ella y fue hasta la antigua comisaría, luego de hablar con la gente que encontró en la calle se dirigió hasta donde estábamos.
El centinela de guardia me avisó que ese señor había venido a asentar una denuncia. Le dije que le informara que eso se hace ante la policía, pero el hombre insistió en hablar conmigo porque decía que éramos lo más parecido a la policía que había en aquel lugar.
Ofuscado por tanta insistencia salí a hablar con él; era un hombre mayor, de cuarenta y tantos años diría yo, sin haberse rasurado un par de días y con una cara de no haber dormido bien desde hace ya buen tiempo. No se me antojaba al habitual picapleitos que iba a la policía para asentar una denuncia a su vecino porque una vaca se metió en su terreno.
—Buenas tardes. ¿En qué puedo servirlo?
—Buenas tardes, señor. Mire estoy recorriendo los puestos de policía para comunicar la desaparición de mi hija.
—Mire señor, esto no es la policía. La denuncia se hace en la comisaría correspondiente.
—No señor, eso ya lo hice. Lo que yo hago es buscar a mi hija y estoy recorriendo los puestos de policía y bases militares dejando información sobre ella para que puedan avisarme cuando la encuentren –dijo en un tono de súplica que no encajaba con el típico padre al que su hija se le ha escapado hace un par de días con el novio de turno.
—¿Y dónde ha desaparecido su hija?
—Aquí tengo todos los datos, señor –dijo abriendo con nerviosismo una carpeta de cartón y entregándome una fotocopia.
Cogí el papel para ver lo que estaba escrito; en él había una foto ampliada de la cara de una chica joven y en la parte de abajo estaban sus datos personales y los datos de contacto de la familia. En él decía que había desaparecido el año pasado en el departamento de San Martín, y se prometía que se daría una buena gratificación a quien pudiera dar alguna información que de cuenta de su paradero, concretamente ofrecían mil dólares. El sargento Esteban que había estado leyendo el papel sobre mi hombro murmuró: ¡Eso está a más de mil kilómetros!
Efectivamente la desaparición de su hija había sido hace ya buen tiempo y bastante lejos de donde estábamos. Definitivamente algo no encajaba en lo que nos decía. ¿Qué tenía que ver el suceso de su hija, que fue en la selva norte, con nosotros? Nada, a mi modo de ver. Sin embargo el pobre hombre tenía cara de todo menos de querer hacernos una broma o un embuste, simplemente se quedó mirándonos en espera que le digamos algo.
—Perdóneme, señor –insistí-. No entiendo esto. ¿Qué tiene que ver lo de su hija con nosotros?
—Le explicaré lo que ha pasado, señor. Yo soy del departamento de San Martín, soy comerciante y viajo mucho. Hace ya un año y medio un grupo de hombres armados entró en mi pueblo que está a unos kilómetros de la capital del departamento y reunió a la gente del pueblo, estuvieron varias horas hablándoles sobre la revolución y luego se fueron llevándose a cuatro jóvenes, entre ellos mi hija que tenía veinte años.
—¿Y por qué o para qué se los llevaron?
—No lo sabemos.
—¿Entonces?
—Avisamos a la policía en cuanto lo supimos, pero no pudieron averiguar nada. Fueron pasando los días y semanas, no había noticias de ella. Mi mujer y yo nos desesperamos y concluimos que sería mejor buscarla por nuestra cuenta. Fuimos a las comisarías de policía y a las bases militares más cercanas con su foto para que nos digan si la habían visto.
—¿Pero nadie supo que le había pasado?
—No. La policía lo único que creía era que había sido Sendero debido a que en esa margen del río no entra Tupac Amaru, el otro grupo. Como no aparecía pensamos que en algún momento la policía o el ejército podía llegar a saber de ella, o se escapara, o que apareciera en otra ciudad, o … -ya no dijo nada más.
—Está bien, ¿pero qué hace buscándola por estos lares?
—Es que primero fuimos a todas las bases militares y policiales de la zona, sin resultados. Luego fuimos a las de los departamentos limítrofes y así sucesivamente, hasta llegar aquí.
—Perdóneme pero... ¡Me está diciendo que usted se ha visitado todas las bases policiales y militares de medio país repartiendo las fotos de su hija!
—Sí señor. Ya le dije y nadie da razón –y me mostró un desvencijado mapa cuyas hojas se salían de tanto doblarlo y desdoblarlo, con cientos de cruces marcadas representando todos los sitios ya visitados.
—¿Y desde cuándo hace esto?
—Desde hace seis meses, no trabajo desde entonces –dijo agachando la cabeza como si se avergonzara-. Mi mujer está a cargo de los negocios y me envía dinero para los gastos mientras yo vuelvo con nuestra hija.
La verdad es que la historia del pobre hombre me había dejado sin palabras, jamás hasta hoy había escuchado algo así. Aunque supongo que cualquier padre se desesperaría al descubrir que su hija ha desaparecido, pero lo que hacía el hombre que tenía al frente era algo imposible si alguien lo contaba. Y sin embargo él estaba allí, delante nuestro, con su carpeta llena de fotocopias.
De mi experiencia podría decirle que francamente dudaba que después de todo el tiempo transcurrido desde su secuestro por Sendero pudiera volver a su hija o que al menos ella estuviera viva. Claro que si se lo decía me convertiría en el cabrón más grande que hubiera existido sobre la tierra. No me gustaría jamás haber estado en los zapatos del pobre hombre. Así que tomé el fajo de fotocopias que tenía en sus manos y le dije:
—Descuide señor. Si llegamos a saber algo le comunicaremos.
—Gracias –dijo el hombre sin mucho entusiasmo.
—Y de aquí… ¿A dónde se dirigirá?
—Cuando termine con el departamento seguiré al sur hasta llegar al departamento de Puno –dijo mientras se daba vuelta y se caminaba hacia su empolvada camioneta.
—¡Hasta la frontera sur! –murmuró Esteban, mientras yo doblaba las hojas por la mitad y las guardaba en mi mochila.
—¿Qué va a hacer con esas hojas? Mi teniente –preguntó Esteban.
—Nada, ¿qué podemos hacer? –respondí levantando los hombros-. Cuando lleguemos a la base del batallón se lo entregaremos al oficial de inteligencia; es todo cuanto está a nuestro alcance.
Luego de estar dos días más en el pueblo a la espera de unas órdenes que no llegaban, le dije al operador de radio que para la comunicación de la tarde me pusiera en contacto con el oficial de operaciones que necesitaba hablar con él. A la hora acordada el operador no me decía nada, y ya habían pasado más de quince minutos de la hora del parte por lo que le mandé a preguntar si el oficial de operaciones no estaría disponible; al rato se aparece el sargento Esteban:
—Mi teniente, tenemos un problema con la radio.
—¿Qué ha pasado?
—No funciona.
—¿Cómo que no funciona? Si esta mañana hemos transmitido el parte.
—Si, pero que dice el operador que no funciona.
Me levanté y fui hasta donde habíamos instalado la radio. Estaba el operador escudriñándola y dos más que hacían de curiosos.
—¿Qué pasa con la radio?
—No funciona, mi teniente.
—Eso ya me lo dijeron. ¿Qué es lo que sucede?
—Mire usted –me dijo mientras yo me acercaba a la radio y podía ver que estaba encendida por los leds de frecuencia. Cogí el dial de volumen, lo aumenté y giré los selectores de frecuencia. Mientras los giraba se podía escuchar en el pequeño auricular el cambio de frecuencia.
—Yo veo que funciona y está todo bien. No entiendo cuál es el problema.
—Pruebe a hablar por el micrófono.
Comencé a hablar por el mismo, pero mirando los marcadores de potencia observé que no se movían, la radio no estaba transmitiendo. Algo no estaba bien, las radios que teníamos eran AM Thomson, muy buenos y resistentes considerando el trato vil que recibía de la tropa, sin embargo ya habíamos visto anteriormente que tenían un único punto débil: el combinado. A diferencia de otras radios donde uno habla por un micrófono y escucha por un parlante fijo a la carcasa de la radio, en este modelo tanto el micrófono como el auricular se encontraban todos en una sola pieza con forma de teléfono llamado combinado microtelefónico el cual, a su vez, estaba conectado por un grueso cable de caucho forrado en malla metálica a la radio. Al parecer el punto débil era la conexión de este cable con el combinado que era la parte que más estaba afectada por los movimientos; todo indicaba que uno de los conectores se había roto o desconectado deshabilitando el micrófono. Ahora podíamos escuchar pero no ser escuchados. Mientras revisábamos la radio escuchábamos los partes de otras patrullas a la estación de radio de la base del batallón, pero por más que quisimos hacernos oír nadie nos podía captar. Era inútil.
Y ahora… ¿qué haría yo con mi patrulla en este pueblo? No nos transmitirían las órdenes porque pensarían que no estábamos al aire. Podíamos estar así una semana más, que eran los días para los que teníamos la lista de frecuencias de transmisión que variaban diariamente, pero luego ni escuchar podríamos. Como alternativa de urgencia existía un método para transmitir que había oído hablar antes pero que no había probado por lo engorroso que podía ser y porque pensaba que podía estropear la radio, era el siguiente: como todo equipo electrónico la radio disponía de una cable de toma a tierra para protegerlo de descargas electrostáticas, si el extremo de este alambre lo hacíamos tocar ligeramente con la base de la antena de la radio saltaba una pequeñita chispa azul que hacía que en la transmisión se generara un fuerte golpe de ruido que se escuchaba en las frecuencias de trabajo. Si utilizábamos este método seriamos capaces de comunicarnos en clave Morse con el batallón. El problema era que yo no conocía la clave Morse, una vez nos la mostraron en la Escuela Militar pero nos dijeron que no la aprendiéramos, no sería necesario porque íbamos a ser los nuevos soldados del siglo veintiuno, claro que se les olvidó decir: soldados del siglo veintiuno pero en guerras de la edad de piedra.
Afortunadamente el suboficial responsable de las radios había hecho coser en las mochilas que servían para portar las radios un conjunto de procedimientos de operación. Estos procedimientos, que incluían un resumen Morse, estaban fotocopiados y forrados en plástico. El operador de radio me lo hizo saber y parecía que estábamos con medio problema resuelto.
—¿Y qué les decimos? –preguntó el operador.
—Primero debemos hacerles saber que somos nosotros.
Esto último ya sería más difícil. Hace años que nadie usaba Morse y el operador de radio del batallón, el cabo Canessa, tenía todas cartas de no saber quién era ese señor. La historia de Canessa era curiosa: decía –porque eso es lo que dijo- que llegó a ser el operador de radio del batallón de carambola porque alguien se enteró o creyó enterarse que era un estudiante de electrónica. Lo cierto es que el pobre no había estudiado nada, sucedió que quería estudiar electrónica en la universidad, se preparó arduamente durante todo un verano y por fin llegó el gran día, se levantó muy temprano desayunó café y galletas para estar bien despierto en su examen y se despidió de su abuelita. Tomó el autobús que lo llevaría a la universidad pero a medio camino éste se detuvo ante un control policial. A los minutos subió un policía con casco de antidisturbios solicitando la documentación de los pasajeros. A todos los que tenían más o menos su edad y no tenían la libreta de Servicio Militar actualizada les ordenaba bajar mientras que otros policías los agrupaban a un lado del autobús. No cabía duda, pensó Canessa, era una leva. Seguramente no se habían completado los cupos de nuevos conscriptos y se había ordenado a la policía que haga una batida para detectar todos aquellos omisos al servicio militar y de paso seleccionar buenos candidatos. Esto se ponía feo y lo mejor sería desaparecer antes que los policías reaccionasen, así que Canessa poco a poco comenzó a retroceder como para que pudiese escabullirse en el desorden y arrancar corriendo. Pero antes de que pudiera alejarse sintió una mano que le cogía por el pescuezo hasta casi sin dejarlo sin respiración.
—¿No pensarás escapar? -dijo un policía que lo había retenido.
—No, no señor. Mire… este… yo… ¿sabe?... la universidad… examen –decía mientras buscaba en sus bolsillos en papel que le daba la constancia que el examen era ese día, pero no lo encontraba por ningún lado. ¡Se le había caído!
—¡Pero desgraciado! ¡¿Qué es más importante: La patria o esa mierda de universidad?!!... ¡Respóndeme!!
Canessa quería ser sincero en lo que pensaba, pero que quien preguntaba era un policía de casi dos metros con cara de gorila amargado blandiendo una enorme vara a la altura de su nariz
—Esteee… ¿La patria, señor?… ¿No? –respondió tartamudeando.
—¡Muy bien hijo! Ahora sube a ese camión y verás como todo saldrá bien.
Canessa subió al camión preocupado. ¿Cómo era posible haber perdido su constancia de examen? Todo esto no era más que un error, una terrible confusión. Él no debería estar aquí. Cuando llegaran a la comisaría de policía pediría un teléfono, llamaría a casa y le diría a su abuelita le traiga la constancia olvidada. Sí, eso haría.
El camión partió seguido por otros dos camiones repletos de muchachos de su edad, algunos de procedencias inauditas: a su lado había uno que lo cogieron cuando estaba trabajando repartiendo periódicos, también un vago, dos futbolistas con calcetines rojiblancos que tenían campeonato ese día y tres amigos vestidos con ropa de fiesta que venían de celebrar el cumpleaños de uno, específicamente el del centro que aún seguía inconsciente por el alcohol de la juerga y que cuando despertara se enteraría que desde hace horas había sido reclutado como defensor de la patria ante las hordas maoístas. Seguro que jamás olvidaría su dieciocho cumpleaños, el día en que se convirtió en un ciudadano en toda regla.
Los camiones escoltados por autos de la policía seguían su recorrido a toda velocidad, no deteniéndose en ninguna comisaría cercana que Canessa conociera. Un rumor entre los viajeros del camión decía que irían a un hospital para el examen médico, otros decían que los llevaban a un cuartel para distribuirlos. Pero los camiones seguían su ruta atravesando toda la ciudad. Finalmente estaban llegando al Callao. ¡Qué bien! -pensó Canessa-, irían a la fortaleza del Real Felipe. Desde allí llamaría a su casa. Pero para su decepción los camiones pasaban de largo y continuaban su camino. Al rato observan que estaban junto al aeropuerto y los camiones ingresaban a él por la puerta sur enrumbando a un extremo de la pista de aterrizaje donde esperaban dos enormes aviones pintados de verde y donde ya estaban otros tres camiones cargados de gente como él. ¡Ya sé, nos llevan al aeropuerto porque vamos a servir en la fuerza aérea!
¿Fuerza aérea? –recordó Canessa-, por lo menos eso sería infinitamente mejor que el ejército. Finalmente los camiones se estacionaron dando espaldas a las colas de los aviones las cuales estaban abiertas y de donde descendían unas rampas.
—¡A bajar de los camiones! –gritaban los policías.
—¡Camiones uno, dos y tres en el primer avión!
—¡Camiones cuatro, cinco y seis al segundo avión!
En menos de dos minutos toda la gente de los tres camiones ya estaba dentro del avión. Canessa observó que no había asientos, parecía un avión de carga porque había unos neumáticos estibados. Un tripulante vestido con un mono u overol verde claro y orejeras naranja gritaba que se sentaran en el suelo mientras apretaba un botón que hacía que la rampa se elevase y cierre. No había terminado de cerrarse cuando las cuatro hélices arrancaron llenado el ambiente con un ruido ensordecedor que no permitía hablar con quien estaba a su lado.
Canessa seguía preocupado por conseguir la manera de llamar a casa, cuando llegara a donde iban, talvez un teléfono público serviría. Buscó en los bolsillos de su pantalón para cerciorarse que por lo menos tuviera unas monedas pero en vez de ello encontró un pequeño papel doblado, al sacarlo vio que era su constancia de examen. ¡Hurra! Ya estaba solucionado todo. Se dirigió hasta el tripulante con las orejeras naranja gritándole que ya tenía su constancia, que tenía que dar su examen, que podía quedarse. Pero el tripulante no escuchaba nada por el ruido de los motores y le señalaba el suelo mientras se cogía con fuerza de un cable de acero. Canessa no sabía lo que quería decirle el tripulante, no lo sabía hasta que un tirón que lo hizo rodar sobre los demás le dijo que el avión había tomado pista, a los minutos se encontraba volando hacia un destino desconocido. Al rato algunos de los pasajeros se apiñaban en las pequeñas ventanillas, pero sólo se veían enormes montañas, algunas de las cuales tenían nieve. Definitivamente iba lejos de casa.
Al cabo de una hora sintió que el avión empezaba a descender, a los minutos ya había tomado pista, la cual recorrió en toda su longitud deteniéndose al final de la misma, razón por la cual no llegaron a ver la torre de control y no se enteraban del lugar al cual habían llegado. Cuando descendieron ya les esperaban ocho camiones militares estacionados con dos soldados armados con fusiles. Alguien, que parecía ser el que mandaba ordenó que subieran a los camiones a razón de quince por cada uno. También a los del otro avión que llegó inmediatamente después del suyo.
—Señor, señor… ¿A cuál camión debo subir? –preguntó Canessa al que gritaba que suban los camiones.
—¡A cualquiera! ¡Sube a cualquiera! ¡De preferencia al que te de más rabia!
Cuando subieron a los camiones todos se preguntaban del lugar en que estaban, unos decían que estaban en Junín o Pasco, otros en el Cuzco. Al final le preguntaron a uno de los soldados que estaban en el camión y este les dijo que estaban en Ayacucho. ¡No podía ser! –decían unos—¡De todos los lugares a los que podían haber ido les había tocado al más jodido!
Partieron los ocho camiones pero al camión de Canessa sólo lo siguió otro. Al parecer los distribuirían a lugares diferentes; más adelante los dos camiones se unieron a otros tres que llevaban víveres y uniformes. Según se enteró Canessa los cinco camiones conformaban un convoy que los llevarían hasta su batallón que estaba a tres horas de camino y había pocos soldados en ellos porque esos mismos camiones habían servido para llevar a la tropa que había terminado su Servicio Militar y regresarían en los mismos aviones que trajeron a Canessa y sus compañeros de viaje.
Cuando ya habían pasado casi dos horas por una carretera de tierra los camiones se detuvieron ante la entrada de una profunda garganta en forma de U con un puente de madera en su extremo.
Según decía la tropa, este era un lugar peligroso, el año pasado dos veces habían emboscado a los convoyes en ese sitio, además que habían quemado el puente.
El procedimiento normal hubiera sido enviar un grupo de exploradores y hacer una inspección de la parte alta para asegurarse que no había peligro alguno, pero el capitán que estaba al mando del convoy dijo que no podía ser, habían perdido demasiado tiempo esperando a los aviones con los reemplazos, si hacían eso no llegarían con la luz del día y eso sería peor. Prefería correr el riesgo: la quebrada y el puente lo cruzarían uno a uno los camiones a toda la velocidad. Los camiones que aún no habían pasado y los que ya lo habían hecho darían protección a la distancia del que estuviera cruzando.
La poca tropa que había en los camiones armó los fusiles y se colocaron detrás de la barandilla, listos para disparar. Uno de los soldados de su camión abrió una caja metálica y comenzó a repartir granadas de mano entre Canessa y los pasajeros, entre los cuales estaba el del cumpleaños que tenía una cara como si pensara en cómo carajo tenía una granada en la mano si lo último que recordaba era estar brindando con sus dos mejores amigos.
—¡Observar! ¡Si pasa algo retiran la anilla así y luego las arrojan! ¡¿Entendido?! -fue la breve y única instrucción de uso, y el camión cruzó el puente a toda velocidad como alma que lleva el diablo. Felizmente no pasó nada.
Finalmente llegaron al batallón muy entrada la tarde, estaba en las afueras de la ciudad en una amplia ladera de un cerro con pendiente suave, descendieron de los camiones y fueron organizados en tres grupos: A unos se les tomaba datos, a otros se les cortaba el pelo y al tercero se les entregaban uniformes. Canessa estaba entre los primeros, al cual le llegó su turno:
—¡Nombre!
—Buenaventura Canessa, señor.
—¡Profesión!
Esta era la oportunidad de Canessa para arreglar este lío, así que sacó del bolsillo la constancia del examen que debería haber dado esa mañana en la universidad. Se la mostró al que tomaba nota explicándole todo lo que le había sucedido ese día: la policía, los aviones y hasta lo del paso del puente. Sin embargo parecían no oírle y quien registraba los datos personales después de leer la constancia se limitó a asentar en la libreta: “Estudiante de electrónica”.
Y esa fue la historia de Canessa, nadie escuchó su problema ni mucho menos prestaron atención a su constancia. No pudo hacer absolutamente nada para evitar su fase de entrenamiento que duró dos meses, al terminar el mismo alguien revisó su historial y en vista que era un especialista en electrónica –ya no lo consideraban estudiante-, fue nombrado para un cursillo de operadores de radio y finalmente en virtud de su amplio currículo le asignaron la más importante: la estación de radio del batallón. Recién ahora, después de dos meses, tuvo libertad para hacer la tan ansiada llamada telefónica, y así lo hizo. Nuevamente pudo conversar con su abuelita:
—¡Hola hijito! ¡¿Qué tal te va en la universidad?! –decía la despistada abuela que pensaría que la universidad sería como un internado. Sin darse cuenta que el nieto sólo había ido aquella mañana a dar un examen de un par de horas nada más.
—¡No abuela! ¡No estoy en la universidad! ¡Estoy en el ejército desde hace dos meses!
—¿El ejército? Yo pensaba que tú querías ir a la universidad. Mira que tonta soy.
—¡No, no abuela! Me han reclutado, necesito que hagas lo imposible para sacarme de aq…
—¡Huy que bien hijito! –respondía la cándida abuela—¿Sabías que tu difunto abuelito Gumersindo también fue soldado?
—¡¿El abuelo fue soldado abuela?!
—Sí hijito, hace mucho tiempo; fue cuando la guerra con el Ecuador. Recuerdo que una vez casi lo matan. Tu abuelo era tan pero tan noble –decía la abuela para dar ánimos a Canessa, quien para entonces ya estaba desmoronado moralmente.
—No olvides decirle al capitán o al que mande en el cuartel que te alimente bien. Que te gustan las lentejas con tocino.
—Si abuela, no te preocupes, se lo diré –contestó resignado Canessa a cumplir íntegro su servicio militar.
La historia de Canessa no acabó aquí. Si bien era cierto que no corría los mismos riesgos que la tropa que estaba en el campo, tampoco le iba mejor ya que como nunca estaba en las listas el Sargento Semana ya le tenía ojeriza, cada vez que le tocaba corte de cabello el sargento le decía al peluquero: “Déjelo de tal manera que pueda verle hasta las ideas”. Además, como estaba metido día y noche en la estación de radio no veía la luz del sol y hasta tenía su cama debajo de la mesa de las baterías. Ya sabemos: las comunicaciones no podían interrumpirse.
El buen Canessa era inconfundible: flaco, pálido, ojeroso, cabezón y sin un pelo en la cabeza. Si a este tipo le poníamos un traje a rayas era un auténtico prisionero de un campo de concentración nazi. Pero pese a su currículo de eximio tecnócrata cada vez que alguien tenía un problema con la radio y trataba de comunicarse con el batallón Canessa era el menos indicado para solucionarle los problemas. Concretamente a mí ya me había colmado más de una vez confundiendo las frecuencias de radio y no respetando la prioridad de las transmisiones. Una vez se lo hice saber pero ponía toda clase de excusas, cada cuál más peregrina, creo que eran sinceras por lo que hasta llegué a pensar que era ligeramente subnormal. En otra ocasión le pregunté por una herida cicatrizada que tenía en la cabeza, me respondió que se la hizo de pequeño cuando rodó por las escaleras de su casa con andador y todo. Yo siempre fui un convencido que le habían hecho una lobotomía en secreto. Pero él vivía siempre allí en su estación de radio, trabajaba, dormía y comía; y hasta hubiera hechos sus necesidades si no estuviera el baño a dos pasos. Entrar en el pequeño cuarto de las radios era inquietante, estaban encendidas las tres radios: Una FM para las bases del oeste, una AM para las bases de Este y una tercera AM para las comunicaciones con la división. Además estaba el Telex que cada vez que transmitía o recibía lo hacía con un ruidoso tac tac toc tac toc… Si a todo esto le sumábamos la radio de mano de Canessa que también escuchaba música, tecnocumbia normalmente, teníamos que el pobre vivía en una cacofonía permanente.
—¿Y si transmitimos un SOS en Morse? Usted sabe: tres puntos, tres rayas, tres puntos –sugirió el operador de radio de la patrulla.
—Ni lo pienses. Con eso lo único que conseguiremos es llamar la atención de medio mundo, y somos una patrulla militar –le respondí mientras escuchábamos los partes de las demás patrullas y bases.
—Entonces hagamos un CQ mientras otros transmiten, así sabrán que queremos transmitir –esta idea ya me parecía mejor.
—Bien, transmite un CQ –le dije mientras que el operador repasaba los códigos de la C y la Q con el extremo del cable de tierra en la mano. Y así lo hizo, pero la falta de experiencia hizo que fuera algo ininteligible hasta para nosotros mismos.
El operador volvió a intentar, pero nada. Las transmisiones seguían su curso, así que le dije que continuara intentándolo una y otra vez hasta que nos escucharan. Recién al octavo intento el operador de una base cercana a la selva se dio cuenta de nuestra intención y se lo hizo saber a Canessa.
—PC parece que alguien trata de hacer un CQ. Cambio.
—¿Sabes quién es? Cambio.
—No, pero lo ha intentado varias veces. Cambio.
—Adelante con el CQ. Cambio –solicitaba Canessa, mientras nosotros pensábamos qué decirles porque con Morse seria muy difícil, si no inviable, enviar una frase larga.
—Hazle un QRJ de equipo malogrado –le dije al operador que mirando su hoja de Morse vio que no eran letras fáciles. Al final transmitió sólo un RJ varias veces, omitiendo la Q.
—Adelante con el CQ. Cambio –repetía Canessa sin enterarse de nuestra transmisión.
—PC están transmitiendo un QRJ, su radio está estropeada. Cambio –decía el operador de la selva
—Estación con QRJ, identifíquese. Cambio –dijo Canessa.
Nosotros no sabíamos que decirle, identificarnos sería: Somos la patrulla X que salió el día Y al mando del teniente Z y actualmente estamos en W. Totalmente imposible para transmitir. Pero el operador de la selva salió nuevamente en nuestra ayuda.
—PC la estación con problemas no puede transmitir, mejor vaya preguntando. Cambio –y esta vez parece que Canessa entendió el mensaje.
—Estación ¿Es usted una base? Cambio.
Nosotros transmitimos dos puntos en señal que “no”.
—Estación ¿Es usted una patrulla? Cambio –respondimos con un punto.
—Bien patrulla. QAP –alertó Canessa para que nos mantuviéramos en escucha.
A los minutos se reanuda la conversación, esta vez ya no era Canessa sino el oficial de operaciones quien nos dijo que estaba con el suboficial de comunicaciones para poder ayudarnos. Para identificarnos comenzó a nombrar las patrullas que según su parte estaban en el campo, ese día había cuatro y nosotros fuimos la tercera en ser nombrada.
—Entendido patrulla ¿Su posición actual es la última reportada? –un punto de respuesta.
—Bien patrulla, mantenga su posición hasta nueva orden. Repito, no se mueva. Manténgase en su posición que entre hoy y mañana Arturo le dará alcance. Cambio.
¿Arturo? ¿Por qué tendría que venir el oficial de inteligencia hasta donde estábamos? No parecía tener mucho sentido pero igual le dije al operador que transmitiera un punto en señal de “comprendido”.
—Bien patrulla, le paso con el suboficial de comunicaciones. Me dice que tratarán de enviar la pieza de recambio. Cambio.
—Patrulla ¿Tiene problemas con la batería? Cambio –dos puntos de respuesta.
—Patrulla ¿Tiene problemas con la antena? Cambio –dos puntos de respuesta.
—Patrulla ¿Tiene problemas con el combinado? Cambio –un punto de respuesta.
—Bien patrulla, le enviaremos recambio. ¿Necesita algo más? Cambio.
Le enviamos los dos puntos de respuesta finales y le dije al operador que estuviera permanentemente en el aire por si había alguna novedad, que extendiera las celdas fotovoltaicas para no descargar nuestra batería.
Ahora sólo nos quedaría esperar en aquel pueblo que, por lo demás, no tenía nada de especial. Poca gente por las calles y mucho silencio. Hicimos algunos recorridos cortos por los alrededores con la mitad de la patrulla. Llegamos a un pueblo totalmente abandonado cuya iglesia había perdido su techo, no había nada notable excepto un altar de piedra tallada empotrada bajo el ábside semiderruido. El resto de la zona estaba en las mismas condiciones; regresamos a nuestra base provisional, mejor sería descansar que perder el tiempo.
Al día siguiente, por la tarde, el centinela me avisa que había llegado una camioneta con gente en ella. Salí a ver qué pasaba y veo al teniente Arturo con cuatro soldados más del batallón, todos vestidos de paisano que descendían del vehículo.
—Sin novedad la patrulla, mi teniente –le recibí saludándole.
Arturo me preguntó en dónde estábamos instalados y le señalé el local anexo a la escuela. Nos dirigimos inmediatamente a ella. Una vez dentro, Arturo y los soldados se colocaron sus uniformes.
—¿Qué lo trae por aquí? Mi teniente –le pregunté.
—Luego te lo digo. Mientras, esto es tuyo –dijo sacando el combinado microtelefónico de su mochila, el cual entregué al operador de radio para que lo verificase y reportase la llegada de Arturo sin novedad.
—Necesito hablar contigo a solas –me dijo en voz baja. ¿A qué vendría tanto misterio?
Lo conduje a una pequeña oficina que había en la parte de atrás, cuando llegamos a ella cerró la puerta y nos sentamos en unas sillas de madera.
—¿Sabes a lo que he venido?
—No, ya le dije que no.
—¿Has visto u oído algo fuera de lo común en el pueblo? ¿La gente te ha hablado de visitantes extraños?
—Hace unos días antes de cruzar el puente sobre el río tuvimos un intercambio de disparos con desconocidos. Como estaban en la otra orilla no pudimos perseguirlos y se nos escaparon. Pero hablamos con el oficial de operaciones y me dijo que la base que estaba al norte enviaría una patrulla para darles encuentro. ¿Sabías eso?
—Sí, ya lo sabía. Pero olvídalo.
—¿Olvidarlo? O sea que escaparon… ¿Verdad?
—No escaparon, nunca los buscamos. El jefe de la base reportó que envió una patrulla y no encontró nada, pero luego nos enteramos que nunca ordenó su salida.
—¿Cómo que no? ¡Si ya habíamos establecido contacto, era cuestión de no perderlo!
—Así son las cosas –dijo Arturo mirando al suelo-, aunque no lo creas parece que el jefe de la base tenía un lema: “Si nunca haces nada, jamás te meterás en problemas”.
Hubo un momento de silencio por lo dicho, pero poco podíamos hacer, tristemente esto era cierto. Arturo continuó:
—Ya, pero lo que yo te estaba preguntando es si estando aquí en el pueblo habías oído algo extraño a los pobladores.
—No, Nada. Hice las preguntas habituales en estos casos, a la gente, al alcalde y a otros cada vez que tuve una oportunidad y no me han dicho nada que no supiéramos de antemano. ¿Hay algo en particular que deba saber?
—Mira, he venido a capturar al camarada Andrés.
—¿Al camarada Andrés? ¿Y quién es ese tal camarada Andrés?
—Es uno de los mandos militares más importantes de esta zona. ¿No lo sabías?
—Pues no, para mí es novedad. No sabía siquiera que existiera.
—No se hablaba de él porque todos pensaban que estaba muerto hace tiempo.
—¿Y no lo está?
—¡Pues claro que no!
—¿Y sabe dónde se encuentra?
—Dicen que se oculta por esta zona. Tenemos un informante que nos lo ha dicho. Dice que viene a estos pueblos a pedir víveres y cobrar cupos e impuestos revolucionarios a la población de cuando en cuando.
—Necesitaremos alguna descripción o foto para identificarlo, será difícil si se oculta entre la población.
—Mira, tenemos esto –dijo abriendo su mochila y sacando un sobre grueso de papel que me entregó. Yo pensaba que sería la foto del famoso Andrés, pero en vez de ello encontré una radiografía grande, talvez de un tórax.
—¿Y qué diablos es esto? -pregunté levantando la radiografía a contraluz de la ventana. Era eso: un tórax.
—¿Es que no te das cuenta? ¡Ése es el camarada Andrés! Ahora… ¿Qué me dices? -preguntó Arturo con entusiasmo, esperando contagiarme con su hallazgo.
—Pues lo único que puedo decirle es que creo que el tal Andrés tiene los bronquios un poco congestionados y que debería cuidarse del fresco de la noch…
—¡No, no, no! ¡No entiendes de lo importante de esto!
—En eso tiene razón, mi teniente. No entiendo nada de nada. Si me explicara desde el comienzo sería diferente.
—Mira, te contaré la historia del camarada Andrés: Resulta que el susodicho era el mando militar de esta zona, hostigaba las bases e imponía su voluntad por estos pueblos. Muchos de los pobladores huyeron de sus casas porque le temían, y así fue por varios años. Pero hace menos de año y medio una patrulla que abastecía a la base que está al norte de aquí se encontró por casualidad con el grupo de Andrés en un pueblo donde estaban tomando víveres de la población. La sorpresa fue para todos, pero mayúscula para Andrés que había bajado con pocos hombres y casi sin armas. El enfrentamiento se desató en medio del pueblo y el grupo de Andrés llevaba la peor parte. Se decía que se le había acabado la munición y trató de huir en medio de los disparos. Un sargento de la patrulla, a quien también se le había acabado la munición de su fusil salió a perseguirlo armado de una pistola, cuando lo tuvo a treinta metros apuntó y disparó.
—Y falló… ¿cierto? –interrumpí el relato.
—No, no falló. Le dio y lo mató.
—¡Pero me acaba de decir que está vivo!
—Es que no me dejas terminar.
—Siga, siga que soy todo oídos. Le prometo que no volveré a interrumpirlo.
—Como te decía, el sargento pensaba que lo había matado porque estaba seguro que había acertado y cuando se disponía a verificarlo una explosión se produjo entre los dos. Un soldado de su patrulla había disparado una granada de fusil pero como estaba mal apoyado la granada salió para otro lado, por poco matando al sargento. Cuando se disipó el humo, polvo y las piedras que terminaban de caer el sargento se acercó pero ya no estaba el Andrés.
—Entonces… el muerto se había ido.
—¡Exactamente!... o se lo habían llevado, cosa más que probable.
—¿Y cómo supieron que era el Andrés?
—Porque llevaba una gorra azul, uno de los prisioneros lo confirmó.
—Pero aclarémonos… el tal Andrés ¿estaba o no estaba muerto?
—Pues creíamos que sí. El sargento juraba y perjuraba que no había fallado. Pensamos que el pobre herido había muerto escondido por los alrededores. Tanta era nuestra seguridad que se reportó a la comandancia que era muy probable que estuviera muerto. Es más, nuestros informantes decían que ya no se sabía nada de él, había desaparecido, como si se lo hubiera tragado la tierra. Lo que confirmaba nuestras sospechas.
—¿Y no fue así?
—Fue así por un buen tiempo. Hace una semana la policía entró a la casa de un doctor que vivía en Huancayo. Se creía que este doctor era parte del aparato logístico de Sendero y que curaba a sus enfermos además de proporcionarle medicamentos que secretamente sustraía de los almacenes de la Seguridad Social, donde trabajaba. Lo detuvieron y registraron su casa. El médico estaba muy asustado y como vio que la policía ya sospechaba algo decidió confesar todo lo que sabía: efectivamente había ayudado a miembros de Sendero heridos, pero lo hizo bajo amenazas porque si decía algo se vengarían con su familia. Dio todos los detalles de quienes atendió y salió a relucir el nombre del camarada Andrés, del cuál conservaba la radiografía que tienes entre tus manos.
—Entonces, el tal Andrés no estaba muerto. Pero ¿cómo llegó hasta Huancayo? Eso está muy lejos de aquí.
—No lo sabemos. Pero de algún modo se las arregló para llegar herido. Tampoco tenía otra alternativa, no se hubiera podido atender en esta zona.
—Entonces no era realmente grave su herida.
—Sí y no. Te explico, levanta la radiografía y dime que ves.
—Aparte de los bronquios, que insisto debe cuidarse, veo huesos.
—No, eso no. Mira en la parte de abajo junto a la columna vertebral. ¿Ves eso?
—Bueno, veo, veo una mancha blanca… que tiene forma de... de… ¡Caray, es una bala!
—¡Exacto! La bala que le dispararon, el sargento no había fallado.
—¡¿Pero cómo puede ser?!
—Treinta metros ya bastante para una pistola y como el tipo estaba en movimiento la bala se incrustó en el cuerpo disipándose la energía pero sin fuerza suficiente.
—Entonces la herida no era grave, se fue a Huancayo, lo atendió el doctor ese que me dice y el tal Andrés regresó a sus fechorías. ¿Verdad?
—No. La herida era en verdad muy grave, cuando lo llevaron hasta el doctor éste no quiso atenderlo por la proximidad a la columna. Necesitaba ver una radiografía para saber cómo estaba por dentro.
—No me dirá también que el doctor ese tenía una máquina de rayos X en su casa.
—Claro que no. Sólo podía hacerse en el hospital. Se los hizo saber a los que trajeron al Andrés, pero éstos lo amenazaron con matarlo a él y a toda su familia si no lo atendía. Viéndose de ese modo presionado no le quedó otra que vestir de médico al Andrés y llevarlo al hospital, en un descuido logró tomarle la placa.
—Esto tiene pinta de película.
—Sí, ya ves que la vida bien contada es más emocionante. Pero continúo: El doctor regresó a casa con la radiografía y les dijo que la cosa era peor de lo que le parecía porque la bala estaba demasiado cerca de la columna, tratar de operarlo probablemente fuese más peligroso que dejar la bala en su lugar y dijo que sería mejor limpiar la herida, tratarlo con antibióticos y esperar. Por supuesto que a los senderistas no les causó ninguna gracia y se quedaron en su casa con el Andrés durante dos semanas hasta que se recuperase.
—¡Estuvieron dos semanas metidos en su casa!
—Sí. El doctor no podía hacer nada porque siempre tenían a alguien de su familia de rehén. Después de dos semanas el Andrés mejoró algo pero el doctor les dijo que tenía que reposar durante un buen tiempo. Una noche vinieron unos sujetos y se llevaron al herido. Nunca supo a donde.
—Ahora ya voy entendiendo. ¿Pero estuvo desaparecido durante mucho tiempo? ¿Verdad?
—Es cierto, la convalecencia fue mayor de la que todos esperaban. Durante meses estuvo escondido quién sabe dónde y ahora parece que ha regresado. Dicen que está entre estos pueblos y la ciudad. Parece que está reorganizando sus fuerzas que quedaron muy mermadas en su ausencia.
—¿Y cómo sabemos que es él? No tenemos su foto y la radiografía no sirve para estar identificando a la gente.
—Pues para eso tengo mi informante.
—¿No será el tipo ese que debí encontrarme en Tinkuy?
—Es ese. Olvida el incidente que no fue más que un gaje del oficio. Él me confirma que Andrés está por estos sitios, dice que llega a los pueblos por las noches. Lo único que sabemos de él es que usa el pelo un poco largo, una barba corta y además tiene un diente de oro.
—La verdad Arturo, es que a aquellos que me fallan una vez yo les pierdo la confianza. ¿Realmente tu informante es de fiar? ¿De dónde lo sacaste?
—De confiar plenamente –aseguró Arturo-. Es un antiguo licenciado del ejército. Ahora trabaja como brigadista para el Ministerio de Salud en las campañas contra el paludismo y la erradicación del anófeles. Eso le permite desplazarse por los valles y la selva sin levantar sospechas.
—¿Anófeles?
—Sí, ya sabes. El mosquito anófeles, el vector de transmisión del paludismo.
—¿Anófeles? ¿Estás seguro de lo que dices? –volví a preguntar confundido.
—Sí. Ya te dije. ¿Algún problema?
—No, nada. Olvídalo, cosas mías. La verdad es que yo siempre pensé que Anófeles era el nombre de un filósofo griego.
—No, no. Estás equivocado.
—Bueno, recapitulando: entonces el camarada Andrés se desplaza por estos pueblos, tiene el pelo largo, barba corta y un diente de oro.
—Exactamente.
—¿Y cómo se te ocurre atraparlo aquí en este pueblo?
—Con persuasión y mucha inteligencia. Estoy convencido que los pobladores saben algo. Talvez no quieran hablar por temor a represalias, pero saben algo. En los pueblos pequeños es imposible guardar secretos, todos saben todo sobre los demás. Si somos lo bastante persuasivos obtendremos la verdad. Una vez con ello, el tal Andrés caerá; no es necesario usar la violencia.
—Eso suena muy bien, llevarlo a la práctica es otro cantar. ¿Cómo piensa lograrlo? ¿Hablando con cada uno de los pobladores?
—No. Mira, es muy sencillo. Llamamos a los notables del pueblo y les vamos lanzando preguntas uno a uno, si hay algo raro saldrá o caerán en contradicción. Es un método que nunca falla. A partir de ese momento sabremos a qué atenernos. He pensado lo siguiente: Esta noche manda a llamar al alcalde y a otros más que tú creas que puedan ser útiles, yo les interrogaré y verás que todo sale bien.
—Bien, apenas oscurezca los haré llamar. Cambiando de tema: ¿Sabes que hay un hombre que se está recorriendo todo el país buscando a su hija? –le pregunté mostrándole las fotocopias que nos había dejado el hombre de la camioneta blanca.
Arturo cogió las copias y luego de mirarlas me las devolvió diciéndome:
—Sí, ya lo conocemos. Ha visitado todas nuestras bases entregando copias iguales, y las bases me la envían al batallón. Tengo un montón en la oficina. Inclusive se las entrega a los soldados que encuentra en el camino y a los policías de tránsito de la ciudad. El pobre debe de estar un poco tocado o bastante desesperado.
—Bastante desesperado diría yo. Particularmente en este lugar en donde la vida no es precisamente lo más preciado.
Al caer la noche, tal como estaba acordado, hice llamar al alcalde, al agente municipal, al profesor de la escuela y al vocal de urbanismo. Los cuales se presentaron puntualmente a la hora indicada. Les presenté a Arturo, al cual saludaron con mucha cordialidad y deferencia. Luego les expliqué que venía de lejos para hacer unas preguntas a los pobladores ante lo cual se mostraron totalmente –excesivamente, diría yo- llanos a colaborar.
El procedimiento de Arturo era sencillo: Llamaba uno a uno a los entrevistados y por separado les iba preguntando respecto a lo que sabían del tal Andrés. Así, si alguien decía algo comprometedor no podría ser identificado por los demás. Este método era totalmente eficaz, salvo que entre los cuatro se encuentren compinchados, algo poco probable.
Las preguntas que hacía Arturo eran muy directas: ¿Conocían al camarada Andrés? ¿Alguna vez lo habían visto? ¿Frecuentaba la población él o sus secuaces para solicitar víveres u otros? ¿Habían escuchado hablar de alguien en la población que sí lo supiera?... y así un largo etcétera. Pero con resultados negativos, todas las preguntas de Arturo fueron contestadas con un no rotundo; no había duda que decían la verdad. Todo indicaba que una vez más nuestras informaciones no eran precisas, peor aún, falsas seguramente. No había ninguna pista que seguir y el buen Arturo tendría que partir desde cero nuevamente.
Visto lo anterior, para relajar el ambiente Arturo les quiso hablar a todos juntos, y así lo hizo. Los reunió y esta vez los felicitó de representar a su pueblo, a sus intereses y les instó, por el bien de la patria, a seguir colaborando con las fuerzas de seguridad. Que no existía población más segura que aquella misma que era consciente de su papel en la historia…. y así, una larga arenga llena de patriotismo que los mismos entrevistados no dudaron en secundar con toda su fe. Poco les faltó para jurar ante Dios y los santos evangelios que no faltarían en su promesa. Luego de ello les tendió una franca mano uno a uno en señal que ya había terminado la reunión. Los asistentes dijeron que se quedarían un par de minutos en el despacho porque tenían que ponerse de acuerdo en un problema del abastecimiento de agua del pueblo o algo así, a lo que Arturo no puso objeción.
Nosotros, Arturo y yo, nos dirigimos a la salida. Y nos quedamos en la puerta de la escuela. Como la noche era fresca sacó unos cigarrillos, me invitó uno y fumando me dijo:
—¿Qué te parece?
—Pues lo visto. Yo diría que no hay nada por estos lares. Talvez lo que te dijeron era en otro lugar, suele suceder –mientras hablaba a Arturo observé a un joven de veintitantos años sentado en el suelo cerca de la puerta que tenía aspecto de preocupado. Ya antes lo había visto por el pueblo pero no le presté mucha atención. Asumí que había llegado con la comitiva, pero al no ser alguien relevante en el pueblo le habían hecho esperar fuera. Al poco rato el sujeto se puso de pie sin decir nada y se quedó con la mirada fija hacia el otro lado de la plaza, sin observar algo en particular. Arturo continuó con nuestra conversación:
—Parece que ha sido un golpe en el vacío. No sabes cuán seguro estaba de capturar al maldito ese de Andrés.
—Andrés… ¡Maldito! –murmuró entre dientes el tipo de la mirada perdida. Arturo y yo lo escuchamos pero él seguía con la mirada ajena. Como si meditara o recordara algo pasado, talvez algo terrible. Evidentemente a Arturo le pareció sospechoso y le preguntó:
—Oye tú ¿qué has dicho?
—¡Maldito Andrés! –esta vez lo dijo claramente y con la mirada fija en nosotros. Pero no añadió nada más.
—¿De qué Andrés hablas? ¿De Andrés, el mando senderista? ¿Qué sabes tú?
—Si, Andrés… senderista –dijo el extraño, esta vez se acercó a nosotros, como si reforzara el hecho que hayamos prestado atención en él. Para Arturo y para mí esto no tenía mucho sentido. ¿De dónde salió este tipo?
—¿Conoces al Andrés? –preguntó muy serio Arturo.
—Sí lo conozco… ¡Todos lo conocen! –dijo alzando la voz.
—¿Cómo que todos los conocen? ¿En el pueblo lo conocen?
—¡He dicho que todos lo conocen! –exclamó con una mirada de furia y levantando sus brazos.
Arturo me miró, no necesitó decir nada. Pensaría lo mismo que yo: habíamos sido engañados y esta farsa hubiera continuado si es que el extraño hombre no hubiera delatado. Todo indicaba que por lo menos gran parte del pueblo estaba involucrado o por lo menos existía un pacto de silencio. Peor aún, si Arturo no pudo obtener nada en los interrogatorios individuales a los cuatro representantes era porque estaban muy bien adoctrinados, probablemente fueran de la mismísima organización política de Sendero, ya me parecía extraña tanta colaboración. Mientras esto sucedía escuchamos a los cuatro representantes que se acercaban a la puerta, conversando y prontos a salir, ajenos a lo que nosotros habíamos descubierto.
—¡Nadie sale de aquí! –gritó Arturo abalanzándose contra los cuatro que ya habían llegado al vano de la puerta, haciéndoles retroceder con el empujón y por el susto. Tanto así que el último de los cuatro, el profesor, rodó por el suelo al ser empujado a su vez por los que retrocedían.
Hubo un instante de confusión ante la reacción y porque la luz era escasa, uno de los cuatro quiso acercarse secundado por otro, con aire de exigir explicaciones. Pero antes que se pusieran a nuestro alcance Arturo había desenfundado su pistola y apuntándoles les gritó:
—¡He dicho que nadie sale de aquí! –haciendo que los invitados al ver el arma que les apuntaba se queden paralizados sin saber que decir, mientras que el que había caído se levantaba cogiéndose un brazo que alguien en el alboroto le había pisado.
—¡¿Pero se puede saber qué sucede?! –preguntó el alcalde.
—¡Silencio! ¡No se muevan! –insistió Arturo. Poco a poco los invitados fueron conscientes que el asunto se ponía feo.
—¿Pero por qué nos trata así?
—¡Cállate infeliz! ¡A partir de ahora quien preguntará y decide quien habla y quién no soy yo! ¡¿Me entendieron?!
—Si… si, señor.
—¡Levanten los brazos, las manos sobre la cabeza! ¡Eso también va para ti, profesor! ¡Con tu bracito cojo! ¡Más arriba, sinvergüenzas! –vociferaba Arturo.
—¡Ahora, con las manos arriba regresarán todos al despacho, que recién me van a conocer! ¡Andando! –ordenaba Arturo mientras me pedía que lo acompañara llevando al nuevo personaje de esta historia, el cuál me siguió en silencio, no parecía sorprendido por lo sucedido.
Así los visitantes regresaron al despacho, esta vez en calidad de detenidos por algo muy grave, se les notaba en sus caras y en las miradas que se daban unos a otros.
Cuando vieron al delator hubo un murmullo y una agitación entre ellos, yo solo atiné a decirles ¡Silencio! ¡Todos de cara contra la pared! Cosa que cumplieron. Claro que no les quedaba más alternativa, pero con esta clase de gente no nos podemos fiar. El profesor trató de decir algo pero de un grito de Arturo lo calló.
—¡Cállese, asqueroso gusano! ¡Nadie ha pedido su opinión!
Como la situación era tensa pero estable, con los detenidos con los brazos en alto y de cara a la pared, Arturo procedió a interrogar al delator. Esto se aclararía por fin.
—Dices que todos conocen al Andrés.
—¡Todos conocen al Andrés! –ratificó.
—Y que viene al pueblo a veces.
—¡Siempre viene! –afirmó con seguridad.
Entre los detenidos se escuchaban murmullos, la inquietud corría en el grupo. Hice que se callaran nuevamente. No fuera a ser que tramaran algo.
—¿Y tú lo has visto?
—Sí, sí. Yo lo he visto –asintió con energía.
—Y me puedes decir cómo es él –preguntó Arturo, pero el delator hizo una mueca como si estuviera haciendo un esfuerzo por recordarlo o quizá para encontrar las palabras adecuadas para describirlo.
—¿Llevaría barba? –insinuó Arturo.
—¡Sí, eso! ¡Eso! ¡Llevaba barba! –dijo llevándose las manos a las mejillas para enfatizarlo.
—¿Y el pelo cómo lo tenía? ¿Largo?
—Largo, muy largo –decía señalando los hombros. Parecía que tenía una imagen más reciente que la de nuestro informante.
—¿Y que más? –insistía Arturo. No cabía duda, todo encajaba, estábamos en la pista correcta. Siempre lo estuvimos. Mientras el delator permanecía en silencio con una expresión seria. Trataba de recordar algo más.
—Probablemente una señal en particular, ¿un diente de oro? –dije tratando de colaborar.
—¡El diente de oro! –exclamó mostrando los suyos y señalando un diente que le faltaba.
Ya no hacía falta hacer más preguntas, toda la trama había sido descubierta y los detenidos estaban sin piso. No podrían negar lo evidente. Arturo estaba realmente furioso y los hizo girar, siempre con las manos en alto y con el arma apuntándoles.
—¡Raza de víboras! ¡Canallas! ¡Eso es lo que son: una canalla! –pero ante los graves adjetivos el alcalde quiso tomar la palabra.
—¡Silencio! ¡Miserables ladinos y taimados! ¡Pensaban salirse con la suya, pero el plan se les ha desmoronado! ¡Pandilla de tunantes! ¡Qué más podía esperar de individuos de semejante pelaje!
Yo permanecía callado, Arturo sabía expresar mis sentimientos mejor que yo. Lo que más me dolía era ser el perfecto imbécil en que me habían convertido viviendo durante días en la mismísima guarida del lobo, mientras todos se habían estado riendo a mis espaldas. Ya decía yo que es imposible confiarse de esta gente; ya ven, en el primer descuido… ¡zas! puñalada trapera por la espalda. Dada la magnitud del hecho, ya me estaba convenciendo que habíamos capturado a todo el comité regional de Sendero de un solo golpe. Claro que no iban a caer sin luchar y se defenderían a toda costa, con uñas y dientes, como gato panza arriba, lo podía ver con el profesor tratando de hablar a como de lugar. ¡Qué mentira nos diría ahora!
—¡Silencio carajo! –seguía vociferando Arturo- ¡Ratas inmundas! ¡Bazofia de cloaca! ¡Me han mentido como unos bellacos! ¡Sí, como unos bellacos, eso es lo que son! ¡Unos bellacos y ruines!
Los detenidos permanecieron en silencio con los ojos muy abiertos esperando que no se le escape un tiro y tratando de digerir la furia de Arturo, quién respiraba con agitación, como faltándole aire luego de tan largo y emotivo discurso. Yo continuaba sin decir nada y la verdad es que echaba en falta una libreta para tomar nota de las palabras de Arturo en aquellos momentos de sutil inspiración.
—Muy bien, ya saben lo que pienso. Tú que tanto quieres hablar… profesor ¿Qué quieres decir? ¿Te remorderá la conciencia y confesarás todos tus crímenes y los de tus compinches? ¡¿Cierto?!
—No señor, yo sólo quería decirle que no le haga caso a ése –dijo señalando al delator.
—¡¿Y por qué no le voy a hacer caso y a ti sí?! ¡Sinvergüenza!
—Es que ése es el opa del pueblo –dijo, pero su argumento no nos decía nada.
—¿Qué es eso del “opa” del pueblo?
—Opa, opa, usted sabe: loquito. Opa significa loco en quechua. Está loquito, no le haga caso –explicaba, pero el delator no parecía inmutarse de la grave acusación que le hacían. Más bien sonreía enseñándole los dientes a Arturo repitiendo: “diente de oro, diente de oro…”.
-¡Un momento! Hay algo que no encaja aún… ¿Si es verdad, entonces cómo sabe lo del Andrés?
—Es que no sabe nada.
—¿Cómo que no sabe nada? ¿No lo escuchaste?
—No sabe nada, siempre repetía lo que usted le decía –explicó, mientras mirábamos al loquito que se metía un dedo en la oreja, ajeno a nuestra discusión.
Lo del opa del pueblo fue lo último que esperábamos escuchar, nos cayó a Arturo y a mí como jarro de agua fría; peor para él después del discurso, así que nadie supo que decir y el silencio se apoderó del ambiente, interrumpido sólo por el sonido del presunto delator que se rascaba la cabeza por encima de la gorra. Finalmente, recuperado de la impresión inicial, Arturo retomó la palabra.
—Bueno ya ven señores que a veces suceden estas cosas, gajes del oficio, así que lo pasado… pasado. ¿No se van a enfadar por este pequeño incidente? ¿No? Además todos cometemos errores. ¿Amigos nuevamente? ¿Sí? –decía Arturo en modo de excusa como restándole importancia al suceso.
No sé si los cuatro realmente perdonaron a Arturo, probablemente todavía estarían acojonados de las amenazas de la pistola y quisieran desaparecer cuanto antes de aquel lugar. Y así lo hicieron raudos, sin despedirse siquiera. Salieron por la puerta principal y cruzaron la pequeña plaza los cinco. Sí, los cinco porque el profesor arrastraba por las orejas al opa delator con su brazo que no le había quedado “cojito”.
Visto los acontecimientos y fracasada la operación organizada por Arturo se decidió que él regresaría con los cuatro soldados con que vino, mientras que nosotros continuaríamos en la zona bajo las instrucciones del oficial de operaciones, el cual me comentó que le gustaría que haga una pequeña ronda.
Las indicaciones de detalle las recibí por radio y en resumen consistía en descender hacia el este, por un camino carrozable que teníamos más al norte hasta llegar nuevamente al río para cruzar por el puente Huarilla, que esta vez nos aseguraban que estaba en buenas condiciones porque había un puesto de la policía resguardándolo. Una vez en la margen derecha del río, me dirigiría hacia el sur, recorriendo varios pueblos para finalmente llegar a la base del batallón, de donde habíamos partido. La pequeña ronda era en realidad una vuelta del carajo que no la cumpliría antes de tres días de camino.
A la mañana siguiente abandonamos el pueblo de Chacras, caminamos por la carretera principal y tomamos el desvío que nos llevaría nuevamente al río, esta vez mucho más al norte de donde lo habíamos cruzado inicialmente. Por la tarde, ya muy avanzada, atravesamos el puente y pernoctamos en el pequeño pueblo que había en uno de sus extremos.
Como tenía prisa por terminar mi misión, al día siguiente nos levantamos a la cuatro de la mañana para ganar camino lo antes posible y andar sin el calor del día. Esa mañana, aún en la oscuridad, hacía más frío de lo habitual y partimos con los guantes y pasamontañas puestos. Recién a eso de las cinco y media, cuando comenzó a clarear nos dimos cuenta de la causa del frío: una densa niebla cubría todo el paisaje, limitando la visibilidad a unas cuantas decenas de metros, contagiando todo con una fría humedad y llenando de escarcha las hojas de los arbustos, incluyendo los cañones de los fusiles que goteaban por un extremo. En vista de que nosotros caminábamos por una carrozable que ascendía por la ladera de una montaña sería difícil que perdiésemos el rumbo, que para ese entonces tenía como objetivo un pequeño pueblo que tenía feria de productores los días jueves. Para las ocho de la mañana intuíamos que deberíamos estar cerca de nuestro objetivo y los exploradores nos alertaron que más adelante había un grupo de gente reunida en la carretera. No tardó mucho en que llegásemos y tuviéramos un nuevo encuentro en el camino.
Al lado de la carretera habían dos camionetas, una blanca y otra azul, y en cerca de ellas un grupo de personas haciendo un semicírculo mirando algo en el suelo. Cuando llegamos encontré que de la camioneta azul había descendido el alférez Valdivia, el mismo que hace unos días habíamos encontrado a la entrada de Condevilla, y que acompañado de sus policías estaba redactando un documento. Cuando llegué lo saludé, me recordaba perfectamente y me devolvió el saludo, aunque poco entusiasta luego de señalarme el cuerpo de una persona que estaba tendido en el suelo y no lo habíamos visto antes porque lo ocultaba la camioneta blanca.
—¿Qué ha pasado? –pregunté.
—Ya ves, otro levantamiento.
—¡Diablos! Tú si que estás premiado, este es el quinto en el mes.
—No es el quinto, es el primero. Ya estamos día tres –me dijo introduciendo el bolígrafo en la boca, como quien piensa para colocar la frase adecuada en el informe que estaba redactando.
—¿Otro lío de vecinos? –pregunté.
—No, esta vez sí fue Sendero –me dijo haciendo girar el cuerpo yaciente que estaba hasta ese entonces boca abajo. Ahora podía ver a un hombre maduro de cuarenta y tantos bien entrados, con una camisa blanca y pantalón claro. En su cara tenía una herida enorme, le faltaba prácticamente el tejido muscular de la parte izquierda de la misma desde la boca hasta casi el ojo, dejando entrever huesos y dientes. Nunca había visto una herida así ni sabía qué la podía ocasionar.
—¿Y quién es este sujeto? ¿Por qué lo mataron?
—A la primera pregunta te digo que no sabemos quién es, no porta documentación alguna. Y a lo segundo es que lo mataron porque sí, sin motivo aparente según dicen.
—¿Me explicas con detalle? Me interesa para mi informe.
—Sí, hoy es jueves. Ayer por la tarde fueron llegando comerciantes al pueblo para la feria de productores que es hoy. Unos comerciantes venían en la camioneta blanca. No se conocían entre sí, simplemente la tomaron en la capital del departamento y cargaron sus productos. Los otros comerciantes que venían con él y el chofer son aquellos que ves allí –dijo señalando tres hombres y dos mujeres a un lado de la carretera-. Ellos pasaron por aquí poco más de las seis de la tarde.
—Mala hora para ir por una carretera en esta zona –comenté.
—Sí, y sucedió lo que podía suceder. Como ya estaba anocheciendo y la luz era escasa al tomar aquella última curva la camioneta se encontraron con una partida de Sendero que había bajado a cobrar su impuesto revolucionario. Dicen que sólo eran cuatro, aunque probablemente hubiera un par más escondidos en alguna parte para dar protección, tu sabes, el grupo de contención; talvez allá arriba –dijo señalando la parte alta de la ladera del cerro en que nos encontramos.
—Y los asaltaron, ¿verdad?
—Eso en nuestros términos, pero según ellos pedían una colaboración voluntaria para la revolución… eso sí, a punta de pistola por si quedaban dudas. Primero fueron a la cabina de la camioneta y pidieron dinero a los que viajaban en ella, sabían que son los que compran productos en la feria; mientras que a los que iban en la parte abierta les revisaron sus cargas y les tomaron víveres y ropa que llevaban a vender. Parece que tenían hambre –me dijo señalando en el suelo una bolsa vacía de papas fritas que se comieron en presencia de los dueños.
—Ya entiendo, lo que no me cabe es lo del difunto éste. ¿Acaso opuso alguna resistencia?
—No, nada de eso. Cuando los asaltaron los rodearon cuatro, dos pedían el dinero y revisaban la carga. Otros dos estaban vigilando a los pasajeros, entre ellos había un niño, talvez once o doce años con un revolver en la mano.
—¿Estás seguro que era un niño?
—Por supuesto. Los pasajeros afirman que era un esmirriado lleno de mocos verdes que le chorreaban de la nariz, el muy desgraciado.
—¿Y qué pasó?
—Pues que el mocoso ese se paseaba con el arma en la mano apuntando a los pasajeros de la parte de atrás, hasta que llegó a la altura de este hombre y se detuvo apuntándole. El sujeto se le quedó mirando fijamente a pesar que tenía el cañón del arma a diez centímetros de la cara, pero no le dijo nada. De pronto el mocoso le disparó en la cara sin más, sin mediar palabra y el pobre hombre cayó desplomado, muerto instantáneamente fuera de la camioneta. Talvez no le gustó que lo mirasen.
—¿Así de simple? ¿Sin motivo?
—Sin motivo. Pero fue algo tan estúpido que el que estaba recolectando el dinero y parecía ser el jefe de la partida se puso furioso, dejó lo que estaba haciendo y le quitó el arma y cogiéndole de los pelos comenzó a repartirle patadas delante de todos, ¡imagínate! Según los pasajeros mientras le pegaba decía que había sido un error pasarlo a la fuerza principal y que regresaría a su puesto de base.
Lo que había sucedido no era del todo inaudito para mí, ya antes había escuchado historias tan grotescas como la anterior. Lo triste era que teniendo Sendero esa pobre calidad de integrantes en sus filas nosotros no hubiéramos podido acabar con ellos, definitivamente no se debía a que eran muy listos o preparados, pero aún así mantenían en jaque a gran parte del país.
—¿Y qué más?
—Que mientras estaba repartiéndole patadas y el mocoso pedía perdón a gritos alguien alertó que se acercaban las rondas campesinas del pueblo, causando que huyeran precipitadamente y abandonado parte del botín. Los demás comerciantes huyeron corriendo hacia el pueblo pero las rondas no se atrevieron a llegar hasta aquí, estaba anocheciendo y sólo contaban con escopetas. Enviaron un mensajero al puesto policial del puente, quienes nos pusieron en aviso de lo que había sucedido.
—Ya entiendo, pero hay algo que no me explico: la herida que tiene en la cara es demasiado grande para un arma de fuego, revolver en este caso –dije señalando el cuerpo.
—No, claro que no. Pero como te dije las rondas no quisieron acercarse sino hasta hoy por la mañana donde recién lo hallaron, la herida debió ser pequeña pero sangraría profusamente. Los perros debieron comer de ella durante la noche; mira su mano izquierda, también está un poco mordisqueada -me decía que los perros habían hecho esto, yo miré los cerros de los alrededores y observando los pequeños arbustos de ramas secas pensé que más probablemente habían sido los zorros, pero no quise contradecirle.
—¿Y eso es todo?
—No, mira –me dijo mostrándome una bolsa de tela-. Al parecer en su huída a alguien se le cayó esto que encontramos entre los arbustos.
Lo cogí y vi que era un pequeño morral confeccionado con tela de color azul y que parecía hecho para escolares; dentro de él había un cuaderno donde estaban escritas canciones que alguien había dictado y que se suponen eran alegorías a la lucha armada pero que en realidad eran letras francamente ridículas. También había una radio de mano de color blanco con botones azules que no pasaba de ser un Walkie Talkie de juguete, de esos que usan los niños, y cuyo alcance no sobrepasaría los ochenta metros. Lo miré detenidamente y estaba muy maltratado, rota la tapa de las pilas y había sido reparado con varias vueltas de cinta aislante de color negro. Definitivamente, como decía Valdivia, en los alrededores debió haber un grupo de seguridad que se comunicaba con los asaltantes; lo encendí pero sólo se escuchaba el ruido de la estática. También había dentro del morral un librillo pequeño que cabía en el bolsillo superior de una camisa, de tapas rojas en cuyo interior había citas diversas en su interior, algunas de ellas interesantes.
—¿Y quién es ese chino tan feo? –preguntó Esteban señalando la cara grabada en dorado de la portada.
—Es Mao Tse Tung, el que escribió este libro y que Sendero llama “El presidente Mao”. Este es el libro rojo.
—¡Este es el libro rojo! –exclamó Esteban ojeando las páginas del librillo-. Pues no parece tan peligroso como lo pintan… ¿no?
—No Esteban, los libros no son peligrosos. Los peligrosos son los que lo leen y creen haber recibido alguna revelación divina que les da carta libre para hacer cualquier cosa, inclusive esto –le dije señalando el cuerpo del desconocido.
Por último encontramos unos pequeños binoculares que en realidad eran de aquellos que llevan las mujeres en sus bolsos de mano y son como cajitas que se abren para ver mejor en las funciones de teatro.
—Oye Valdivia, este caso será más difícil de resolver para la policía que los otros ¿no? –le dije mientras él terminaba de escribir en su tablilla.
—No te puedo decir si es más o menos complicado, pero te aseguro que no vale la pena hacer justicia ni mucho menos ir a buscarlos.
—No te entiendo, tú eres policía.
—Imagínate que arriesgo mi vida y la de mis guardias saliendo a buscar a esos desgraciados, en el mejor de los caso los podría capturar ¿Sabes que seguiría después?
—No, ya sabes que yo de leyes no sé nada.
—Pues bien, toda la partida iría a juicio y se les acusaría de robo a mano armada solamente, es decir apenas seis años de prisión como máximo. Cualquier abogado de Sendero, de esos que actúan bajo una fachada legal podría solucionarles la vida fácilmente, por ejemplo, aduciendo la falta de antecedentes penales, no premeditación y así un largo etcétera. Créeme que antes de seis meses estarían en la calle felices. Esa es la ley, vivimos en medio de una guerra y la cobertura legal es la de delincuencia común.
—Me parece que exageras, no puede ser así, no puedo creerlo. Además tienes que considerar que ha habido un crimen, a sangre fría.
—Eso es lo peor de todo, recuerda que quien disparó era un niño. Desde todo punto de vista legal es inimputable, no se le puede castigar ni condenar. A lo sumo le enviarán a un centro de menores uno o dos años y nada más. Esto le saldrá gratis –explicaba Valdivia en tono de fastidio, mientras los demás policías habían envuelto el cuerpo en unas mantas viejas y lo subían a la parte posterior de la camioneta.
—Si esa es la ley, alguien debería cambiarla ¿no?
—¡Já! No me hagas reír. Las leyes las hacen en el Congreso ¿tú crees que a esa gente les importa algo del país? Ya han pasado varios años desde que empezó esto y no han hecho absolutamente nada. No cuentes con ellos. ¿Te enteraste lo del linchamiento en Junín?
—No, no sé de que linchamiento hablas.
—Hace un mes, en Junín atacaron a un pueblo que administraba una cooperativa de ganado. Además de matar a todos los animales y dinamitar la maquinaria mataron al administrador, al responsable del almacén y a su mujer. Cuando huían la policía que había sido alertada pudo capturar a uno a pocos kilómetros del lugar. Era un muchacho que todos lo reconocieron cuando mató al responsable del almacén con una piedra. Sí con una piedra, los mataban aplastándoles la cabeza con una roca para ahorrarse munición. Como estaban lejos de la ciudad, los policías lo mantuvieron en el puesto policial del pueblo contiguo a la espera del traslado. De pronto, un abogado, que nadie supo de dónde salió ni cómo se enteró del hecho, se presentó con la partida de nacimiento del sujeto y demostraba que el asesinato ocurrió exactamente veinte días antes que cumpliera dieciocho años, por tanto era un menor no imputable que le correspondía sólo veinte días en un centro de menores para luego ser liberado. Era la ley.
—¿Esas cosas pasan?
—Sí, pero peor fue después. Las noticias vuelan por estas tierras y antes que pudiera realizarse el traslado, la población indignada se sublevó rodeando el puesto policial, sacando al detenido a viva fuerza; los cuatro policías nada pudieron hacer frente a las más de trescientas personas que los rodearon. Allí mismo en la plaza lo lincharon entre todos, utilizaron sus herramientas de labranza y hasta participaron las mujeres. Del pobre no quedó casi nada reconocible, apenas una mancha roja en el suelo, para más afrenta recogieron lo que quedaba y lo arrojaron al río. No me preguntes porqué hicieron esto último.
Luego de la explicación de Valdivia podía imaginarme el nivel de violencia por inacción al que estábamos llegando, no dije nada y Valdivia permaneció en silencio un momento observando a sus guardias terminar el trabajo, para luego murmurar:
—Todo se cumple tal y como dijo el poeta.
—¿El poeta? ¿Y qué dijo el poeta?
—Esto es una porquería.
Habiendo colocado el cuerpo en la camioneta y los policías a bordo de ella, Valdivia se despidió y se alejó en la camioneta azul, dejándonos en la carretera. Mientras se alejaba yo pensaba que había llegado a dos conclusiones: que no existía una verdadera voluntad política –puesto que sería peor que existiera y no la apliquemos por incompetencia—de acabar esto, cualquiera con un dedo de frente entendería que no teniendo leyes adecuadas llegaríamos a un punto de brazos cruzados; la segunda, y más importante, era que una parte importante de las acciones se Sendero Luminoso se habían reducido a encontrar medios de subsistencia llegando a este extremo de bandolerismo con la excusa perfecta, exacerbando los ánimos de la población. Tarde o temprano esto estallaría.
Finalmente nosotros continuamos con la ruta asignada; al tercer día, tal y como estaba previsto llegamos al cuartel del que habíamos partido hace ya casi dos semanas. Junto con Esteban verificamos la entrega en almacén del material utilizado y luego me pasé por la comandancia para redactar el informe correspondiente, no valía la pena dejar las cosas para luego.
Estuve buscando una máquina de escribir y pasé por el despacho de Arturo que en ese momento estaba sentado en su escritorio como las manos en la cabeza leyendo o estudiando sabe Dios qué cosa. Aproveché para saludarlo y le conté todo lo sucedido desde su partida de Chacras, lo del asalto y el difunto, además de comentarle lo que me había dicho el alférez Valdivia. Finalmente le pedí que me prestara su máquina de escribir.
—Te la presto, pero sólo cinco minutos.
—No, necesito más, una hora por lo menos para redactar el informe completo.
—Para escribir “Sin Novedad” no necesitas más de cinco minutos.
—¿Sin novedad? No. Tengo que informar de todo lo sucedido estos días.
—Mira, lo del intercambio de disparos en el río ya es agua pasada que ya bastante se armó cuando el comandante se enteró que no salió la patrulla en persecución, lo del Andrés en el pueblo de Chacras mejor ni lo mencionemos por amor propio y esto último del muerto en la carretera a nosotros no nos incumbe.
—¿Y tú crees que estará bien colocar sólo “Sin Novedad”?
—Por último piensa que el único que leerá el informe seré yo. Así que olvídalo y vamos pronto al comedor que ya se hace tarde –y salimos los dos juntos rumbo al comedor de oficiales. Mientras andábamos, Arturo me dijo:
—Algo más: luego de que te asees, que lo necesitas, vente a mi despacho que tengo algo importante.
—¿Algo importante?
—Sí, mi informante me ha revelado algo sumamente importante.
—¡¿Tu informante?! ¡¿Ese desgraciado?!
—No, que va. Ese ya no. Ahora tengo uno que es legal de verdad. Y no me mires así.

Luego de la comida me dirigí a los aseos, realmente lo necesitaba, había estado casi dos semanas fuera, sin bañarme ni cambiarme de uniforme. Y allí frente al espejo y con una barba de varios días hice una recapitulación mental de todo lo acontecido desde mi salida. La única conclusión cierta a que llegué era que por fin podía decir que alguna vez yo llegué caminando hasta el horizonte, no importa lo que digan aquellos que hicieron sus estimaciones sobre distancias. Les aseguro que estaba muy, pero muy lejos.

Texto agregado el 21-07-2008, y leído por 134 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
30-07-2008 Muy buena narrativa, la historia está bien estructurada, facilita la lectura. Sabes hilvanar muy bien las situaciones, vas de lo humorístico a lo didáctico con mucha fluidez. Te felicito escribes muy bien.*****Saludos. sagitarion
26-07-2008 Realmente podría ser un buen guión para una película. aristofeles
 
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