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A veces hago recuento de días pasados, y me pregunto cómo es posible que mantengamos recuerdos vívidos de acontecimientos aparentemente olvidados ya hace muchos años. Cuando leo algún libro de historia a veces estos hechos parecen tan lejanos para mí que ya no importan si fueron de hace veinte, cincuenta o dos mil años y sus actores tan anónimos como cualquier otro que estuvo en una batalla griega. Pero sin querer, también a veces, recuerdo que hubo momentos en los que talvez pude tener un pedazo de la historia, buena o mala, en mis manos. El siguiente relato es una breve crónica de uno de esos momentos en los que, a falta de moraleja, lo único que nos queda es un sabor amargo de boca:

Aquel día estaba en el semiderruido comedor de oficiales tratando de engullir la insufrible sopa de col acompañada con ensalada de lo mismo y coles arrebozadas, menú único de la unidad, cuando entra un soldado de guardia y dirigiéndose a mí dice:
—Teniente, el comandante quiere verlo en su oficina.
Con hambre aún, pero con el alivio de tener que dejar de una vez por todas la comida sin parecer maleducado me levanté y me dirigí a la puerta de salida, por donde casualmente entraba el oficial de rancho.
—Luís, eres un perfecto inútil. Tu rancho es asqueroso y estamos hartos de comer tus coles todos los días, sólo a ti se te ocurre comprar el cargamento de coles de un camión.
—¿Y qué quieres que haga? Sólo dispongo para el mes poco dinero con el cual alimentar a todo un batallón. Es lo único que pude conseguir.
—Por lo menos a la hora de comer siéntate a la mesa y recibe nuestros agradecimientos verbales.
Crucé el galpón de vehículos, o lo que quedaba de aquellos, e ingresé a la comandancia. Al entrar a la oficina observé al comandante de pie mirando unos planos extendidos sobre la pared junto con el oficial de inteligencia, un soldado y un civil de mirada asustada que discutía con el soldado.
—Pasa, tenemos un problema. Necesitamos que prepares una patrulla, salgas de inmediato, ubiques el lugar, veas que ha pasado y nos informes.
—¿De qué se trata? Mi comandante.
—Ha venido este mensajero del pueblo de … y dice algo así como que han encontrado unos muertos cerca de su pueblo o algo parecido.
Mientras hablaba señalaba una esquina del mapa colgado en la pared, de un vistazo identifiqué una zona de cordillera o puna perdida en medio de la nada, de esos remotos sitios en los que Dios ya no volvió a interesarse desde la creación. No sé porqué, pero al ver aquel mapa algo en lo más profundo en mi interior me decía que nuevamente me tocaría bailar con la más fea.
—En otras palabras han masacrado a su pueblo como sucedió en … ¿No es así?
—No lo sabemos, la verdad es que entre lo asustado que está ni se deja entender en su pobre castellano. Así que es mejor que vayas tú y nos enteremos por primera persona.
Miré al mensajero, de lejos se veía que había caminado por lo menos un par de días, aparentemente de trece o catorce años, aunque la edad engaña con esta gente malnutrida desde hace generaciones, no me extrañaría que tuviera dieciocho o diecinueve. Obvié el trámite de preguntárselo.
—Arturo, ¿qué sabemos de ellos? –pregunté al oficial de inteligencia.
—Son unos míseros pueblos que subsisten con unas ovejas, pocas veces van patrullas a sus zonas.
—¿Rojos?
—Años atrás sí, como todos. Pero desde hace un par no hemos tenido problemas ni noticias. Esta gente es tan mísera que no le importa a nadie, ni siquiera a Sendero. Me preocuparía más si fueran los que viven al otro lado del río -señalando la otra esquina del mapa-, es zona de tránsito.
—Bien, en veinte minutos estaré listo, prefiero avanzar con vehículos hasta … y luego subiremos la cordillera a pie, esa zona del mapa está entre dos mil ochocientos y tres mil quinientos metros de altura. Así que la trepada no nos la quita nadie. ¿Algo más mi comandante?
—Sí, llévate al médico –añadió el comandante-, si es lo que pensamos necesitaremos su ayuda o un informe suyo. Y ten cuidado.
—Esto último no necesita recalcarlo.
Veinte minutos mas tarde estábamos en la puerta del cuartel embarcando en los vehículos, aproveché la confusión y llamé a un cabo de confianza.
—Jiménez, venga.
—Si, mi teniente.
—¿Ves al mensajero vestido de civil que está subiendo en el primer vehículo? Será nuestro guía. A partir de este momento no lo pierdas de vista y síguelo a todas partes sin que se de cuenta. Arma tu pistola y tenla así en la cartuchera. Si ves que trata de abandonar la columna sin avisar o hace señas a alguien extraño la usas, no quiero sorpresas. ¿Entendiste?
—Sí, mi teniente –respondió dirigiéndose al primer camión.
—¡Toribio! –llamé al sargento de patrulla-. ¿Has revistado las armas?
—Sí, mi teniente. Hemos montado una patrulla ligera como ordenó. Dieciocho hombres, cien cartuchos por fusil, granada de mano e Instalaza por cabeza. Hay tres reclutas que para los cuales es su primera salida al campo, ya los asigné por parejas con soldados antiguos. Los choferes y sus ayudantes se quedarán en los camiones en los puntos de reunión con las ametralladoras montadas sobre los vehículos.
—Bien.
Ese Toribio –pensé-, no se le escapa nada, gente como esta es la que facilita las cosas y hacen que caminen. Cuando escuché una voz a mis espaldas:
—Me dicen que voy contigo.
Al volver me encuentro con un extraño personaje algo más bajo que yo, con bigotes y vestido de verde en algo así como un traje de tortuga que me miraba sonriéndome.
—Soy el nuevo médico de la unidad.
—Hola Doc, ya estamos saliendo así que sube. ¿Qué llevas encima?
—Como soy previsor me he colocado doble chaleco antibala. Ya sabes, hombre prevenido…
—En principio te los has colocado al revés, por eso no puedes torcer el cuello. Segundo, cuando descendamos de los vehículos y comencemos a trepar la cordillera te pesarán como plomo así que es mas probable que mueras de sobreesfuerzo que de una bala, y tercero, no puedes llevarlos porque no hay suficientes chalecos para todos y no es justo que sólo algunos miembros de la patrulla cuenten con protección, particularmente si son oficiales. ¿Y tu fusil?
—Soy médico, vengo a salvar vidas y no a otra cosa.
—No creo que tu discurso te ayude mucho cuando las cosas se pongan color de hormiga, aunque siempre podrás defenderte blandiendo tu bisturí, algo así como un espadachín andino. Así que toma –le dije extendiéndole una granada de mano que saqué de mi morral.
—¿Me la das para que me defienda?
—No, para que te suicides, me lo agradecerás. Sube que ya partimos tarde.
La salida del convoy es lo más incómodo de estos recorridos porque es el momento donde perdemos la iniciativa, las rutas están restringidas a las pocas que existen y muchas veces los caminos de regreso, al ser únicos, son los mismos que los de ida, por tanto eres blanco previsible. En general muchos preferíamos caminar unas horas más que exponerse a montar en la plataforma de los vehículos, jamás en la cabina. Pero la distancia a la que nos dirigíamos hacía inevitable facilitarnos un buen tramo.
Aparte de estar atentos a la carretera, sus alrededores y esperar que no pisáramos una mina no podíamos hacer mucho, así que aproveché en tratar de enterarme un poco más de la misión que nos esperaba y en el primer alto en el camino dispuse el reembarque.
—Que pase el guía a mi vehículo.
Minutos después lo veía subiendo al camión y seguido aparecía sobre la barandilla el diligente Jiménez.
—Cuéntame que ha pasado.
Imposible sacar algo en claro, lo más que entendí entre sus pocas palabras en castellano era que habían muchos muertos en el cerro. Lo demás era un discurso en quechua que no entendía.
Lo más recomendable era que un traductor me aclarara lo que decía, así que pregunté entre los ocho soldados del camión si alguien sabía hablar quechua, el silencio contestó a mi petición. Un momento ¿acaso no son ustedes del contingente que vino de Ancash? Sííííí -respondieron en coro- ¿Entonces cómo m… es que nadie sabe quechua? A ver Pantigoso, usted es de Carhuaz, así que sabe quechua sí o sí.
—Sí, mi teniente.
—Entonces ¿a qué esperaba para contestar?
Vivimos en un país extraño, poseedor de su propio idioma con lo cual ya debería ser suficiente para vertebrar una nación, pero en vez de ello nos quedamos callados. Esto es lo más raro, no lo negamos conocer ni renegamos de él, simplemente callamos como si fuera un pecado que no debe conocerse. ¿Cuántas veces se ha visto a alguien con un mínimo de posición hablar en quechua? Nadie. Porque en nuestra infinita ignorancia hablarlo significa descender en la escala social. Así somos nosotros, conmigo a la cabeza que estoy hace seis meses en este mundo y no he hecho el mínimo esfuerzo en aprenderlo.
—Pregúntele que ha pasado en su pueblo.
—Sí, mi teniente.
Pantigoso dirigió al mensajero una pregunta que fue contestada con un monosílabo, luego preguntó y repreguntó a lo que el mensajero contestaba acaloradamente y así un buen rato, y como veía que se prolongaba la conversación la interrumpí tratando de que me adelante algunos detalles.
—Pantigoso, ¿qué dice?
—Dice que han encontrado unos muertos cerca de su pueblo.
—Eso ya lo sé, ¿algo más?
—No.
—¿Cómo que no? Pero si te veo discutiendo con este señor hace media hora y me dices que esto es lo único que te ha dicho.
—Sí.
—¿No te ha dicho nada más?
—No.
—Oye, si te he traído es porque quiero conocer detalles de lo que ha pasado así que dile que te explique con pelos y señales lo que ha sucedido.
Pantigoso pareció entender lo que yo quería conocer -o así lo creí yo- y volvió a la carga con sus preguntas, algunas de las cuales parecían reproches a lo que el mensajero callaba pero cuando las preguntas eran amenazadoras respondía con velocidad; a veces el visitante meditaba un poco y daba explicaciones extensas que hacían que Pantigoso asintiera dándome a entender que poco a poco se aclaraba el misterio. Finalmente el diálogo se fue calmando hasta que cuando las pausas entre pregunta y pregunta se hacían más largas dieron la impresión de que la conversación llegaba a su fin.
—Y bien, ¿qué dice?
—Pues eso, que han encontrado unos muertos cerca de su pueblo.
—Sí, claro ¿y qué más?
—Pues nada –esto último me lo dijo con una naturalidad que me dejó con la palabra en la boca.
—¿Me estás tomando el pelo? ¿Cómo que nada? ¡Pero si estas hablando de lo lindo con el desgraciado este y me dices que nada más!
—¿Pero que quiere que le cuente mi teniente? Si sólo me ha dicho eso.
Estuve a punto de cometer un doble crimen, pero me calmé tratando de ser quién desembrolle este galimatías de situación. Aunque luego habré de admitir que el equivocado era yo, que no es posible hacer una traducción literal del quechua al castellano ya que por algún motivo que sigo desconociendo las explicaciones normalmente se desarrollan por caminos que no tienen nada que ver con el tema central. Desafortunadamente esto lo aprendería con el tiempo.
—Bueno Pantigoso, a partir de ahora usaremos mi método. Yo iré haciendo una serie de preguntas precisas, tu las traduces y este señor que conteste claro y conciso. ¿Entiendes?
—Conci… ¿Qué?
—¡Que me diga en dos palabras lo que quiero saber, y que no se vaya por las ramas!
—¡Ah claro! Haberlo dicho Ud. de antemano.
—Bien, ahora que ya estamos todos de acuerdo, empecemos. Pantigoso, pregúntele a este señor quienes eran los muertos.
Pantigoso hizo la correspondiente pregunta a lo que el mensajero luego de reflexionar un momento contestó con una larga oración, que dio pié a una repregunta de Pantigoso y antes que pudiera evitarlo empezó nuevamente la discusión sin fin.
—¡Silencio! ¡Par de idiotas me van a sacar de mis casillas! ¿Quieren que así los trate?
—Por supuesto que no mi teniente -contestó cabizbajo Pantigoso.
—¡Entonces no me hinchen las pelotas! A ver… ¿qué dice de los muertos?
—Dice que no los conocen.
—Bien, pregúntele si cree que son de otros pueblos o que vienen de la ciudad.
—Dice que no saben de dónde son.
—¿Tiene una idea de quién los mató?
—No, nada. Sólo que cuando los encontraron ya estaban muertos.
—Pero… ¿Acaso los degollaron a todos? ¿No escucharon ningún disparo?
—No, dice que nada de disparos.
—¿Alguien ha venido a reclamarlos?
—Nadie, hasta ahora nadie.
—¿Hace mucho tiempo que los mataron?
—Que no sabe, que ya estaban todos muertos.
—Que no me mienta, seguro que eran abigeos y los han matado. No sería la primera vez.
—No, que ellos no han matado a nadie. Lo jura por lo más sagrado.
—Dile que no jure en vano, que es pecado, y mejor nos diga cuántos son los muertos.
—Dice que varios.
—Sí, pero cuántos ¿dos o tres?
—Dice que más.
—Aaah, ¿tres o cuatro?
—No, más, mucho más.
—¿Diez?
—Más.
—¡Qué dice este infeliz! ¿Qué han masacrado a todo un pueblo y que no sabe nada? Dile que no me mienta que estoy perdiendo la paciencia y que me parece que nos lleva con engaños a una trampa.
—Dice que no le engaña, que le envió el alcalde de su pueblo cuando encontraron los muertos.
—Será mejor para él.
Ya habían transcurrido más de dos horas de viaje, en lo que se supone era una carretera indigna de llamarse así ya que era apenas una huella en medio del fango, hasta el fin obligado del recorrido motorizado. Habíamos llegado a un poblado, si se puede llamar poblado a este grupo de míseras construcciones de adobes y palos.
—Toribio, ya es tarde. Haremos vivaque aquí y mañana temprano subiremos a la cordillera con el guía. Organiza el campamento con cuatro turnos de guardia y que la tropa se distribuya por las construcciones centrales, los reclutas que preparen el rancho. Otra cosa muy importante, envíe un mensajero al alcalde de este pueblo, que por cierto no sé ni como se llama, y dígale que he decretado toque de queda, que nadie salga de sus casas esta noche.
—Sí, mi teniente.
—Bueno, ¡Ejecución! Toribio, ¿o quiere decirme algo?
—Sí, mi teniente. Necesito que me diga el santo y seña para esta noche.
—¿El santo y seña? Lo había olvidado. El santo que sea… “Ave María purísima”
—¿Y la seña?
—“Sin pecado concebida, santísima”
—Algo más Toribio, dígale al cabo Jiménez que su amigo me da mala espina y que duerma con un ojo abierto. Él ya sabe a qué me refiero.
—Si, mi teniente –dijo Toribio saludando marcialmente y saliendo del recinto donde me encontraba.
Ese Toribio –pensé-, no hay duda que es la eficiencia con patas.
La noche cayó rápidamente con el frío gélido que acostumbra llegar a esa altura de los andes, cuando el ranchero me trajo mi cena le dije que no gracias, que agradecía que el oficial de rancho nos haya entregado doble ración de coles pero que no tenía hambre, me bastaría con una infusión de manzanilla. Preparé mi cama extendiendo unas mantas en el suelo, tratando de acomodar la piedra que me sirviera de almohada y tendido en ella me quedé pensativo dándole vueltas al misterio de los muertos que nadie conocía o quería, algo realmente raro. En todo caso supuse que mañana tendría más pistas y se solucionaría este espantoso crimen. Poco a poco mis ojos comenzaron a cerrase en medio del sopor del cansancio cuando escuché unos pasos afuera de la habitación y la siguiente conversación:
—¡Alto! ¿Quién vive?
—Relevo de guardia.
—Avance y de el santo.
—Padre nuestro que estás en los cielos.
—¿Y tú porque te persignas?
—Es la orden del teniente, supongo que lo hace para despistar al enemigo.
Ese Toribio –pensé nuevamente-, no hay duda que es la eficiencia con patas… ojalá no nos matemos entre nosotros esta noche.
A la mañana siguiente temprano desayunamos caldo de coles ¡qué remedio! y organizamos la columna de marcha.
—Toribio, a partir de este momento los fusiles cargados y al seguro, dos hombres que tengan preparadas las granadas de fusil con los cartuchos de proyección y que el operador de radio comunique que partimos. Asegúrate que los fusiles estén limpios, si alguien tiene los mecanismos secos que pida un poco de aceite quemado de motor a los conductores que se quedan.
—Pantigoso, dígale al guía que vaya por delante pero que no se distancie, a estos les gusta correr. Mejor aún, prepárale una mochila con todo lo no imprescindible de momento como baterías de repuesto, el botiquín, cargadores extra y todo lo que se te ocurra. A estas alturas cualquier espalda disponible para transportar la impedimenta es buena.
—Jiménez, ya sabes tu puesto y no lo pierdas de vista, ten cuidado que la trocha que vamos a utilizar no la conocemos y es fácil preparar emboscadas.
—¡Adelante!
Empezamos a subir lentamente por un estrecho y antiquísimo camino de herradura que se desarrollaba por la ladera sur de una enorme montaña, que no era más que el inicio de la larga marcha que nos quedaba por recorrer, la cual estimé en no menos de cuatro horas a paso vivo, con suerte.
—Escuché lo que le dijiste al cabo que va detrás del guía. ¿Desconfías de él? –me preguntó el Doc, caminando a mi lado enfundado en su disfraz de tortuga y blandiendo la granada de mano que le di el día anterior.
—No particularmente, y será mejor que guardes la granada en el morral.
—Arturo dijo que no eran rojos.
—No he dicho que lo fueran.
—¿Entonces?
—Esta gente te traicionará en la primera oportunidad que tenga, eso seguro. No tienen lealtades porque los hemos traicionado.
—¿Los traicionamos? ¿Qué les hiciste?
—Yo nada, y cuando digo que los traicionamos hablo de los últimos cuatrocientos años.
—No entiendo, explícame.
—Guarda la granada y te lo digo.
—Está bien.
—¿Conoces la sierra peruana? Y cuando hablo de ello me refiero a lo más profundo de ella.
—No sé de qué hablas.
—Alguna vez has estado por esos pueblos perdidos a más detres mil metros, a días de distancia de la más cercana trocha que permita llegar vehículos a motor. Donde aún los pobladores se fabrican sus propios calzados de cuero de llama a mano y comen papas un día si y otro también porque no tienen otra cosa que llevarse a la boca.
—No, pero nosotros hace tres semanas que comemos sólo coles.
—Bueno, hasta ahora todo lo que has visto está contaminado por el progreso, o mejor dicho con las migajas del progreso que no es más que pobreza, pero es progreso al fin. Ahora nos dirigimos a estos pueblos remotos, sin nombre para el país oficial donde aún no ha llegado. Aquí se nace, se vive y se muere a la suerte porque ni los médicos ni las medicinas existen.
—Pero esto no explica lo de la desconfianza, pobres hay en todos lados.
—Cierto, sólo quería recordarte que están aislados a su suerte. Y esto no es la causa sino la consecuencia.
—¿La consecuencia de qué?
—Estos señores han sido traicionados, explotados y oprimidos por cuantos pasaron por aquí, su aparente aislamiento no logró hacerles escapar de ellos sino más bien los hizo más vulnerables en su ignorancia.
—Ya entiendo lo que me quieres decir, antes que vinieran foráneos estaban bien y ahora con nosotros ya no. Es decir cuando eran incas vivían felices.
—Te equivocas, jamás fueron incas y dudo mucho que fueran felices, al menos según nuestro ideal de felicidad. Los incas eran un expansionismo guerrero del sur y estos también tuvieron la mala suerte de cruzarse en su camino, si hacemos caso a las crónicas su destino no fue el mejor y, en su naturaleza rebelde, seguro que recibieron más de un castigo ejemplar.
—¿Y después?
—Después vinieron las guerras de sucesión, la conquista, las guerras civiles de los conquistadores, la colonia, sublevaciones, guerras de independencia y así todas las asonadas de nuestra república. Lo único que se puede extraer en común es que han tenido una especial y morbosa predilección para apostar por el bando perdedor. Ahora ya me entiendes por qué tienen una profunda animadversión por los que vienen de fuera.
—Algo, me imagino.
—Sendero y nosotros no somos más que los últimos en esa enorme saga de quienes han venido desde lejos a trastocar su mundo, nos odian por igual.
—Por eso decía Arturo que no eran rojos.
—Exacto, esta gente lo único que le importa es sobrevivir. Lo peligroso es que para ello se alíen con el bando equivocado, así que un consejo para la vida: jamás les des las espaldas porque no sabes si te ven como amigo o como intruso, por sus palabras no llegarás a ninguna conclusión, saben mentir porque lo aprendieron para sobrevivir.
La conversación continuó cada vez más intermitente, el Doc se retrasó a media columna y las dos horas que ya llevábamos subiendo montañas comenzaron a hacer mella en el orden y la disciplina de marcha. Además, con la altura poco a poco la respiración hacía que hablar se haga más difícil. ¿Cómo es posible que exista alguien que pudiera elegir vivir aquí? Talvez porque nunca lo hicieron, ya que nacieron con ese legado.
De un par de saltos el Doc regresó revoloteando a mí alrededor, supongo que buscando compañía o conversación, ayudado porque se iba de alivio al no cargar un fusil.
—¿Quieres un caramelo de limón para la sed? –me ofreció.
—Sabías que San Agustín sentenció que la tentación es como la zarza que entorpece el camino de la virtud –le advertí en un vano esfuerzo para librarme de él.
—No, pero estos son buenísimos para cuando te da hepatitis.
Como su respuesta desarmó todos mis argumentos –y los de San Agustín- me quedé callado mirando su mano extendida con el caramelo de limón a medio abrir, de esos con forma de trocito de mandarina.
—¡Alto! ¡Alto! -y un disparo que resuena en la parte delantera de la columna.
Los actos reflejos y la adrenalina hacen maravillas, en un solo instante mientras me dejaba caer a un costado liberando el seguro del fusil pude ver con el rabillo del ojo a toda la patrulla tendida en el suelo y por delante a Jiménez, de pie, con la pistola en alto apuntado al guía que estaba parado a diez metros del camino con una palidez lívida.
—¿Qué ha pasado Jiménez?
—Que tenía razón con este desgraciado mi teniente –respondía sin dejar de apuntar al guía-, los últimos cien metros ha venido tonteando haciendo como que recogía flores y piedrecillas por el camino para despistarnos y cuando pensaba que nadie lo estaba viendo ha salido corriendo de la columna hacia la loma.
—Pantigoso, pregúntele por qué huyó de la columna. Y que te responda rápido antes que se lo pregunte Jiménez.
—Dice que no huía, que sólo quería hacer el pago al Apu.
—¿Que quería pagar qué a quién?
—Es una tradición que tienen en algunos pueblos de las alturas donde dejan unas ofrendas en ciertos lugares, que a veces les llaman apachetas, y parece que quería dejarlo en el túmulo de piedras que hay encima de la loma.
—Dile que venga y que me muestre lo que lleva en la mano. ¡Martínez y Alcántara! Suban y miren lo que hay allá arriba, no toquen nada.
El guía se acercó mostrándome unas flores recién cortadas, nada anormal, y desde arriba gritan que sólo es un montículo de piedras con algunas flores secas. En otras palabras nada.
—Pregúntale por qué hace eso.
—¿Hacer qué?
—Pues lo del pago.
—Dice que hay que pagar al Apu.
—¿Pagar? ¿Por qué?
—Que no sabe, que así se hace y siempre se ha hecho.
—Doc, ¿te das cuenta ahora como estos mantienen unas tradiciones ancestrales aunque hayan olvidado su significado original? Estas expresiones culturales afloran desde su subconsciente, han cambiado de nombres de dioses pero no de creencias. Les da exactamente igual rascarle la cabeza San Antonio que colocar flores a unas piedras.
—¿San Antonio? ¿No era San Agustín? –preguntó el Doc.
—Son santos diferentes, las mujeres solteras como recurso extremo aplican la fórmula “San Antonio bendito tráeme un novio bonito” y le rascan tres veces la calva al santo, dicen que no falla.
—Aaah.
—¡Toribio! Que se vuelva a recomponer la columna, partimos de inmediato.
—¡Pantigoso, dígale al guía que no vuelva a salir de la columna, que la próxima vez que lo haga Jiménez le enviará a hacer pagos directamente al cielo de los Apus, que ganas no le faltan!
Después de tres horas de marcha por fin llegábamos a la puna o parte superior de la cordillera, las indicaciones del terreno eran claras, por fin las pendientes se hacían más suaves, aunque seguíamos por los ancestrales caminos de herradura de los cuáles no nos apartábamos ya que habían sido marcados por la experiencia de muchas generaciones. Difícilmente encontraríamos un camino más directo a alguna parte.
—¿Ya llegamos? –preguntó el Doc.
—No, pero ya estamos en la puna.
—¿Cómo lo sabes?
—Mira a tu alrededor, ya no nos cuesta tanto caminar, además ya hemos dejado abajo los monstruosos cerros que nos rodeaban y se han convertido en lomas y mamelones de pendientes redondeadas. Si es que este frío no te dice algo.
—Es verdad, qué caprichosa es la naturaleza que en tan poca distancia cambie de formas.
—Más que el capricho de la naturaleza fueron los glaciares.
—¿Glaciares? Yo no veo hielo por ninguna parte.
—Ahora no, pero hubo un tiempo, hace mucho, que no había más que eso en estos páramos. ¿Ves a la izquierda aquel cerro con una pared rocosa marcada con un enorme surco en diagonal?
—Sí.
—Es la marca del hielo que descendió por su costado, el hielo a enormes presiones y volúmenes puede cortar la roca más dura como mantequilla.
—Ya veo.
—Y mira a tus pies, cómo son los guijarros que pisamos.
—¿Las piedrecillas?
—Verás que tienen formas geométricas con bordes redondeados, señal que en algún momento tuvieron una erosión fuerte, a diferencia de las piedras que encontrarás en los ríos de la costa que son completamente redondas por la erosión continua y cambian de nombre a “canto rodado”.
—¿Otra señal?
—Sí, la vegetación, observarás que en general predominan dos especies.
—Yo veo sólo una alfombrita amarilla de tres centímetros.
—Esa alfombrita amarilla es ichu.
—Creía que el ichu era como un pasto espinoso.
—Y lo es, puede crecer hasta cuarenta y cinco centímetros, sólo que este está sobreexplotado por el pastoreo intensivo de ovejas que arrancan hasta la última brizna en su afán de conseguir algo comestible. Un pequeño desastre ecológico causado por la mano del hombre.
—¿Y la otra especie?
—Los musgos y líquenes, esas manchas de diferentes tonalidades de verde sobre las rocas. Generalmente los verás orientados hacia el norte donde hay mayor radiación solar y son comestibles, pero no te hagas ilusiones, será mas nutritivo que tomes la sopa de coles.
—¿Es todo?
—No, te falta la señal mas clara. Si ya no te diste cuenta que tus botas se están humedeciendo.
—Algo.
—El suelo siempre está húmedo, al menos la primera capa de treinta centímetros y verás aflorar agua en ojos de agua o puquiales por todas partes.
—Pero no veo ríos que los alimenten.
—Y hay pocas lluvias, esta humedad es la condensación de las nubes que los vientos traen desde la llanura amazónica a la parte más alta de la cordillera, es una fuente inagotable de agua.
Estábamos en medio de esta charla de geografía cuando la voz del soldado en cabeza avisó que a lo lejos venían tres personas a nuestro encuentro.
—¿Llevan armas?
—No se puede ver porque los ponchos los cubren.
—Toribio, la mitad de la patrulla tome una posición de altura. Los demás nos quedaremos a ver que pasa.
—Parece un comité de recepción –comentó el Doc.
—¿Comité de recepción? Sería más fácil encontrar a Cristo predicando en esta puna.
—Mi teniente, dice el guía que es el alcalde y los notables de su pueblo –avisó Pantigoso.
A los veinte minutos el comité de recepción nos dio encuentro en medio de la nada, el alcalde se presentó a sí mismo y a los miembros de su comitiva. Aunque la denominación de alcalde era muy pomposa porque iba más de Varayoc o representantes elegidos de un poblado que de otra cosa. Una de las características de los alcaldes de estos pueblos es que saben o por lo menos se defienden con el castellano, es requisito indispensable para poder negociar y tratar con gente foránea.
—Soy el alcalde de mi pueblo, al conocer la terrible noticia envié a mi más querido sobrino a alertar a las autoridades para que nos defiendan.
Así que el mensajero era el sobrino del alcalde –pensé mirando al Doc.
—Por eso hemos venido. Y para que no le pase nada a su sobrino nombré a un miembro de la patrulla para que lo cuidara en todo momento –dije, señalando a Jiménez el cual devolvió una sonrisa de oreja a oreja a toda la comitiva.
—Muchísimas gracias, es usted un ángel. Que Dios lo bendiga y que en su infinita bondad lo acoja en su seno –dijo el alcalde abrazándome.
—No me dé la gracias a mí, que Jiménez se lleva los méritos.
Aunque el que no salía del asombro era el pobre guía que miraba como el tío agradecía hasta las lágrimas a aquellos que hace un par horas le habían amenazado en convertirlo en Apu si seguía recogiendo flores.
—Ahora, vayamos al tema que nos interesa y nos ha traído. Si le parece bien mientras vamos caminando a su pueblo nos va contando lo qué les pasó a esos desdichados, le aseguro que esto no quedará impune.
—¿Al pueblo? No, no, los muertos no están en nuestro pueblo, están a media hora de camino.
—¿Me quiere decir que los muertos siguen donde los encontraron?
—Sí, no sabíamos que hacer por eso mejor avisamos. La gente está asustada.
—Pero… ¿Acaso son tontos? ¿Cómo se les ocurre abandonar los cuerpos en medio de la puna? En estos cuatro días los zorros deben haberse dado un festín.
El alcalde me miró diciendo “No lo pensamos”, aunque el comentario de los zorros pareció no entenderlo. Sin más pérdida de tiempo emprendimos la marcha, con la comitiva y el guía encabezando la columna.
—Doc, aquí hay gato encerrado. No es normal que abandonen a los muertos sin darles sepultura, juraría que saben más de lo que nos dicen.
—¿Tú crees?
—Sí, no sería la primera vez que toman decisiones y acuerdos comunales para protegerse, algo así como en Fuenteovejuna. Preguntándoles individualmente no sacaremos nada porque todos se cerrarán en la misma respuesta.
—Toribio, agrupa la columna por parejas y que estén atentos.
—Jiménez, ahora no pierdas de vista a los cuatro, en especial al alcalde que tiene toda la pinta de ser la versión corregida y aumentada del sobrino.
—Sí, mi teniente.
La media hora de camino prometida ya se convertía en una hora de marcha que no tenía visos de terminar, así que mandé hacer alto horario para descansar, acomodar el equipo, orinar y enterarme de una vez por todas dónde estábamos y a dónde íbamos.
—Toribio, que venga Cayetano con el morral donde guardo las cartas de la zona.
Luego de extender la carta sobre una roca, sostenida por guijarros para evitar que se doblara con el viento, traté de orientarla con la brújula pero no ubicaba la coincidencia de las marcas del terreno con las de la carta.
—Mi teniente, ese cerro que está en la esquina de la carta parece corresponder a aquel que pasamos hace un rato y tenía doble cumbre –comentó Toribio.
—Sí, tienes razón, ya que lo bordeamos. Por tanto nosotros debemos estar… debemos estar… ¡Me cag… en la madre que los parió a todos! ¡Estamos fuera de la carta!
—Pero no se enfade mi teniente -dijo el soldado Cayetano-, usted tiene en sus manos el plano 32E de la carta nacional, busco en el morral la que sigue o sea el 32F y todo resuelto.
—No pierdas el tiempo Cayetano, esas cartas yo las compré personalmente en el Instituto Geográfico Nacional donde me dijeron que la carta nacional estaba a un noventa y cinco por ciento terminada y que faltaban algunas cartas sólo de este sector y algún otro, pero como no había nada interesante en ellas sería poco probable que las necesitemos.
—¿Y eso es grave? –inquirió el Doc.
—Pues claro que sí, si tuviéramos algún herido sería imposible dar nuestras coordenadas al helicóptero para la evacuación ni para pedir ayuda a otras patrullas. ¡No es posible tener tan mala suerte!
—Pareciera que hay un maricón en el grupo –dijo gravemente Cayetano-, esos traen mala suerte siempre.
—A mí no me miren yo estoy casado -advirtió el Doc.
—Aguirre tu usas desodorante con olor a flores –dijo una voz.
—¿Cómo lo sabes? Seguro te lo dijo tu hermana –respondió otra.
—¡Silencio! -ordené para cortar las acusaciones mutuas en toda la patrulla- lo que vamos a hacer es sobre un papel en blanco marcar la proyecciones del relieve del terreno a partir de la última montaña, por lo menos tendremos una referencia con la cual jalonar el itinerario. Así que ¡a equiparse y orden de marcha!
Mientras continuábamos la caminata quedé pensativo por lo que había sucedido hace algunos momentos, era realmente impensable que estuviéramos caminando por algún lugar del país que oficialmente no se conocía, no digo que no hubieran pobladores viviendo en ella desde ha mucho, sino que después de ciento sesenta años de república ni siquiera habíamos terminado de cartografiar nuestra propia tierra. Me pregunté qué otras cosas hubieran sido más importantes como para haber desplazado esta tarea tan básica para una nación y creo que aún no existe respuesta. Estas eran las inmensas carencias con la que nuestro país se enfrentaba cada día, sin embargo la vida continuaba, más por inercia que por otra cosa.
De estos recorridos lo más exasperante debe ser la falta de precisión sobre los lugares y distancias, pedirlas a los lugareños es menos que nada, porque aunque en el caso que presten la mejor voluntad poco en claro llegarás a sacar. Daremos un ejemplo, nosotros estamos acostumbrados a medir las distancias por unidades de longitud utilizando el kilómetro en general para distancias grandes. Pues aquí esas unidades de medida pierden valor, imaginar un mundo asonado por cataclismos donde no existe el terreno plano y las pendientes van desde los cuarenta y cinco a noventa grados rodeados por descomunales montañas y precipicios de cientos de metros; sólo ya con esta premisa cambian las distancias multiplicándose por dos o tres, pero en la realidad tampoco es esto cierto porque todo camino se desarrolla por rutas practicables para personas y animales, es decir con pendientes que vayan hasta los quince grados como máximo y en tramos muy cortos, así la distancia horizontal puede multiplicarse por cuatro o cinco fácilmente.
El Doc que comenzó a acusar el cansancio debido al largo camino y al peso de los chalecos -se lo dije- ya no estaba tan animado como en esta mañana, se me acercó y …
—Creo que tenías razón en desconfiar de estos.
—¿Por qué?
—Dijeron que los muertos estaban a media hora de camino, ya llevamos más de hora y media. Creo que si regresamos no podrán reprocharnos nada, la prudencia es buena consejera.
—No podemos regresar porque nos echarán una bronca fenomenal por no cumplir la misión, esto por parte de la comandancia. Pero tampoco quiero regresar porque necesito saber qué o quienes son los muertos que nadie reclama, jamás había escuchado de algo así y la curiosidad me consume por dentro.
—¿Y si es una trampa?
—Bueno, en ese caso muertos tampoco faltarán y puedes contar con que esos cuatro que van a la cabeza serán los primeros en ser premiados. Pero ya dudo que sea una trampa, no tendría sentido que nos conduzcan tan lejos y ya pasamos excelentes lugares donde podrían habernos organizado una emboscada.
—Pero, ¿acaso no escuchaste lo que dijo de la media hora?
—Sí, pero no le hagas caso.
—¿Por qué?
—Te lo demostraré. ¡Jiménez! Dígale al alcalde que venga, que queremos hablar con él.
—A los pocos momentos el alcalde estaba caminando a nuestro lado.
—Dijiste que los muertos estaban a media hora de camino ¿no? -le pregunté.
—Sí, si, a media hora. Ya estamos por llegar.
—¿Seguro?
—Sí, media hora más y llegamos.
—¿Y no crees que posiblemente demoremos un poco más?
—Puede ser, pero media hora está bien.
El Doc atendía nuestra conversación con unos ojos que no daban crédito a lo que sus oídos escuchaban y como captó que me reía por dentro estalló diciéndole:
—¡¿Pero tú estás aturdido?! ¡¿Estaban los muertos a media hora de camino o no?!
—Pues sí señor, en media horita llegamos –respondió con cara de desconcierto el alcalde ante la reacción desproporcionada del Doc.
—¡¡¡¿Entonces cómo carajo te explicas que si los muertos estaban a media hora llevemos casi dos horas caminado y aún no lleguemos?!!!
Al parecer la contundente lógica proposicional que el Doc sacó a relucir producto de sus intensos y arduos años de estudio en la universidad afloraron una verdad inexplicable, aunque no evidente, para el pobre alcalde que nos miraba callado tratando de comprender la rabia del Doc.
Transcurrió un momento en que sólo se escuchaban nuestros pasos y la rabia contenida del Doc, traté de animarlo diciéndole: No te enfades, puede ser una confusión y su reloj esté averiado.
—Ah, sí. Oye alcalde, estás seguro que tu reloj está bien.
—¿Reloj? ¿Cuál reloj? Pero si yo no tengo reloj.
El Doc recién comenzó a entender la causa de tanta divergencia de conceptos, la verdad es que hablábamos no sólo idiomas diferentes sino desde visiones del mundo distintas. Estos señores no usaban relojes por la sencilla razón de que en su mundo los conceptos de minutos, horas y segundos no los necesitaban, para la agricultura o ganadería son irrelevantes y la jornada tiene sólo un amanecer, un atardecer y poco más. Pedirles estimaciones horarias de camino no tenía mucho sentido aunque como veíamos por lo menos tenían voluntad de colaborar.
—Tú ya sabías de esto –me reprochó ofuscado el Doc.
—Sí.
—¿Por qué no me lo dijiste?
—La verdad es que me gustaría decirte que era para que aprendieras una lección, pero el verdadero motivo era otro.
—¿Cuál?
—Es que ya llevábamos caminando más de cuatro horas aburridísimas y a veces hay que hacer estas cosas para alegrar el día, lo siento Doc.
El camino continuó a paso vivo, al parecer la rutina de este paisaje vacío y el deseo de saber de una vez por todas qué pasó con los muertos nos hacían a todos aligerar el paso; aunque pensándolo mejor si eran tantos los muertos entonces habría que llevarlos al cementerio del pueblo más cercano o cuando menos enterrarlos en fosas en aquel lugar. Ambas tareas, por lo duras no me gustaban y tampoco eran parte de mi misión así que lo mejor sería que el alcalde enviara un mensajero al pueblo convocando a diez o doce hombres con palas, picos u otras herramientas. Estaba en mis pensamientos de organización logística cuando la voz de Pantigoso me sacó de mis pensamientos.
—Mi teniente, dicen que ya estamos por llegar.
—¿Por dónde es?
—Allí, al frente. Cruzando el arroyo entre esas dos montañas.
Efectivamente, cruzando el arroyo de un metro de ancho pasamos a la otra orilla que bordeaba la pendiente casi vertical de un cerro, se habían dado el trabajo de esconder a los muertos porque esa hendidura no era posible verse desde muy lejos. Aunque había algo raro, la pared que señalaban tenía un color tierra beige claro a diferencia de la tonalidad general amarillenta del cerro.
Cuando llegamos al pie de la ladera ya se veía más claro, la tierra de diferente color correspondía a un deslizamiento del cerro a causa de las abundantes lluvias recientes, dejando una abertura a nueve o diez metros más arriba de donde estábamos.
—Es allá arriba donde están los muertos, en la cueva –señaló el alcalde.
El terreno removido y la ubicación de la hendidura, que no se distinguía del todo, no me gustaban nada; así que le dije a Toribio que un tercio de la patrulla monte guardia en la parte alta en la montaña opuesta y que los demás se quedaran conmigo.
—¡Martínez y Alcántara! Dejen sus mochilas aquí y suban con cuidado a ver que encuentran.
El terreno removido del deslizamiento de tierras o huayco dificultaba la subida pero finalmente lo lograron, desapareciendo de mi vista con los fusiles preparados. Pasaron más de unos minutos y los exploradores no daban señales de vida, exasperándome más aún.
—¡Martínez! ¡Alcántara! ¿Ya llegaron?
—Eeeh, sííí –respondieron sin mucha convicción desde arriba.
—¿Y están los muertos?
—Sí, aquí están como decía el alcalde –dijo Alcántara sacando la cabeza por el borde de la pendiente.
—Bien, ¿y cuantos son?
La cabeza de Alcántara desapareció para volver a emerger unos minutos después
—Esteeee… son varios
—¡Oye, re-tonto! ¡Cuéntalos! ¡Parece que el cretinismo es epidemia a esta altitud!
—Los estaba contando, mi teniente… pero como están mezclados es difícil.
No hay duda, si quieres que las cosas se hagan bien hazlas tú mismo, pensé trepando la resbaladiza pendiente seguido del Doc y de los que quedaban de la patrulla ya que a estas alturas nadie quería perderse el misterio que encerraban estos muertos. Resoplando y más sucio de lo que ya estaba llegué al reborde donde me esperaban Martínez y Alcántara con los fusiles a la espalda señalándome la apertura descubierta. Por lo visto era una especie de cueva más ancha que alta y cuya profundidad desde donde yo estaba no era posible determinar.
—¿Están adentro?
—Sí, hay poca luz pero es suficiente hasta donde hemos llegado.
Me dirigí a la boca de la cueva donde me detuve unos momentos tratando de que mi vista se acostumbrase a la semipenumbra. Se sentía la humedad y el aire viciado que emanada del interior.
—¿Por dónde están?
—Allí hay un grupo, a la derecha –respondió Martínez, señalándome un montículo a ocho o diez metros de la entrada.
—¿Junto a las piedras?
—No son piedras.
Miré con detenimiento y el espectáculo sobrepasaba lo que yo o todos los que habíamos estado caminando estos dos últimos días nos habíamos imaginado. Allí en lo que parecía una depresión de la cueva yacían los muertos, ya convertidos en una ruma de huesos, humanos sin duda por los cráneos que sobresalían.
—Doc ¿Ves esto? ¿Qué opinas?
—Definitivamente… te puedo confirmar oficialmente que están muertos.
—Ya lo sé, me refiero a quién hizo esto. ¡Que venga el Alcalde!
El alcalde llegó rápidamente porque al igual que toda la comitiva había subido con la patrulla y permanecía en la entrada de la cueva.
—¿Quiénes son estos? –le pregunté señalando a los huesos.
—Ya le dijimos que no sabemos nada, que los encontramos por casualidad luego que el desprendimiento abriera la cueva.
—Tanta gente no puede morir y nadie darse por enterado, menos aquí.
—Sí, pero ya le dijimos que nos los conocemos.
—¿Y de los otros pueblos qué dicen?
—Tampoco, lo primero que hicimos fue preguntar a los pueblos a dos días de camino alrededor y no saben nada. Ellos son los que nos dijeron que avisáramos a las autoridades porque estamos más cerca de la carretera.
—¡Toribio! Que cuatro hombres se queden aquí arriba y los demás bajen, esto último también va para el Alcalde y su comitiva.
Mientras se despejaba el ambiente me acerqué al Doc y le dije:
—Doc, debemos saber quienes son estos y reportarlo, porque si se llegan a enterar de esto los periódicos los muertos seremos nosotros.
—¿Por qué? Si nosotros no hemos hecho nada a nadie.
—Eso es lo que tú dices, pero no faltará un imbécil que diga que tú los mataste, o por lo menos el ejército o la policía.
—Martínez y Alcántara, comiencen a recolectar cráneos y con ello sabremos cuántos son.
—Los otros dos dejar los fusiles y comenzar a rebuscar entre los huesos en pos de alguna pista.
—¿Cómo qué?
—Lo que sea, ropas, calzado, documentos, en otras palabras cualquier cosa que no sean huesos o piedras y que nos diga quiénes eran estos infelices.
—Oye Doc, ya que eres médico por lo menos dime cómo murieron.
Un cuarto de hora después ya recibía los reportes de nuestras averiguaciones, Martínez comenta que en el primer grupo hay dieciséis cráneos y cinco en otro grupo más a la izquierda, lo que daba inicialmente un total de veintiún, digo inicialmente porque la parte posterior de la cueva presentaba señales de haberse hundido ocultando más osamentas, posiblemente debido a las vibraciones que originaron el desprendimiento principal que dejó a la vista la entrada. Del grupo que buscaba otras señas nada, por lo menos nada evidente porque la luz no ayudaba y trabajaban a mano limpia. Peor aún, según el Doc la pérdida de tejidos blandos hacía que no pudiera determinarse las causas de las muertes, aunque según él los cuerpos pertenecían a personas de diversas edades.
—Aquí hay algo –dijo Martínez, acercándose con uno de los cráneos separados al contarlos.
El Doc lo cogió y lo miró un momento, frunció el seño un momento y luego de darle un par de vueltas me lo entregó. Era un cráneo que en la parte superior izquierda tenía un orificio circular o casi circular.
—¿Es un disparo? –preguntó.
—No lo sé. Martínez déme una bala de su cargador.
—Pues parece que no, observa que el orificio es mucho mayor que el calibre de la bala de fusil, probemos con una bala más gruesa, la de mi pistola.
—¿Concuerda?
—Tampoco, y diría que una bala más grande, una cuarenta y cinco por ejemplo, también quedaría pequeña.
—Es raro.
—Mal asunto Doc, tenemos que dejar esto en claro que ya veo que literalmente vamos a cargar con los muertos.
—Pero si los pobladores no se han quejado es porque no los conocían.
—Eso no quita que hubo un crimen y que nos lo achacarán por la sencilla razón de que están en nuestro sector de responsabilidad. Esto ya es suficiente, si no eres culpable por acción lo serás por omisión. Encontrarás a muchos que se regodearán por ello y créeme que serán más de lo que te imaginas. Esta es zona declarada en estado de emergencia desde hace casi seis años y pueden haber pasado muchas cosas.
—¡Ah, Claro! –dijo el Doc- Si el problema es tiempo ya lo tengo entonces, por tanto no hay problema.
—¿Por qué?
—Pues mira –dijo recogiendo un hueso largo, que me pareció una tibia-, pasa el dedo longitudinalmente por el hueso. ¿Qué sientes?
—Nada.
—¿Pero lo sientes áspero o liso?
—Áspero.
—¡Esa es la respuesta!
—Explícame.
—Mira, te hablo como médico, los huesos son tejidos vivos que están en contacto con otros tejidos, músculos o tendones por ejemplo, y esta unión debe hacerse mediante cartílagos. Para ello los huesos están recubiertos de una capa llamada periostio que es la que les confiere la textura “lisa” y brillante a los huesos.
—Bien, hasta allí te entiendo. ¿Qué más?
—Pues que al ser una membrana también se degrada con el tiempo, en general podemos decir que en condiciones normales esta desaparece entre siete u ocho años.
—¿Y aquí?
—En estas condiciones de frío y humedad será mucho más. Lo que demuestra que estos señores ya tienen aquí varios años más de los que pensamos.
—Un alivio para nosotros, pero no para mí.
—¿Por qué?
—Porque sigo con la intriga de saber quiénes son y por qué están aquí, no se me va de la cabeza que pudieron suceder escenas terribles sobre el suelo que pisamos ahora mismo. ¡Toribio! Dígale al Alcalde que suba nuevamente con su comitiva.
Minutos después aparecía el alcalde y la comitiva por la pendiente, cada vez más sucios por cierto.
—Me llamaba usted.
—Sí, queríamos saber si existe alguna historia en tu pueblo o en los pueblos de los alrededores sobre la muerte o desaparición de muchas personas.
—No, que yo recuerde.
—¿Ni historias contadas por los ancianos?
—No, nada.
—Bien, gracias. Espérennos abajo.
Nuevamente la comitiva desaparecía por la pendiente, mas desconcertados que al inicio por estas preguntas.
—Eso descarta los últimos cincuenta años por lo menos, pero no nos da mas pistas.
—¿Entonces podemos deducir algo más? –preguntó el Doc.
—Difícil, ya te dije que estos pueblos de las alturas tenían una morbosa y suicida predilección por aliarse con los bandos perdedores y lo hacían con tal ardor que no tardaban en ganarse feroces enemigos. Si mal no recuerdo en esta zona se seguía dando vivas al Rey de España a comienzos de mil ochocientos treinta, diez años después de la independencia, por ello desde la costa les enviaron varias expediciones punitivas para meterlos en cintura por majaderos. Vaya que lo habrán hecho. En otras palabras pudo ser cualquiera en los últimos cuatrocientos años.
—El orificio del cráneo nos podría dar una pista.
—No sé, ya viste que no corresponde a las armas actuales, si es que realmente fue un arma de fuego, pero entre los años mil quinientos y fines del siglo pasado tampoco hubo muchos cambios en este tipo de armas, al menos en calibre.
—Si seguimos buscando aquí mismo tarde o temprano, encontraremos algo que nos dé más pistas. Aunque si tienen más de cincuenta años podrían catalogarse de restos arqueológicos y en ese caso remover el lugar no deberíamos hacerlo.
—Podrá ser delito, pero este sitio no lo excavarán jamás, aún no están terminadas la mayoría de la excavaciones en la costa. En este país todo está a medio hacer.
Estábamos en la disertación si deberíamos seguir buscando en aquel lugar para sacarnos el clavo del misterio, cuando aparece la cabeza de un soldado resoplando por la pendiente.
—Mi teniente, el comandante a la radio. Desea hablar con usted.
Rápidamente llegué a la estación de radio que Toribio previsoramente había ordenado montar al operador en vista que parecía que íbamos a demorar en aquel lugar.
—Aquí comandante de patrulla. Cambio.
—Aquí comandante de batallón. ¿Ubicaron el lugar? Cambio.
—Sí, está en las estribaciones nor-orientales de la cordillera sobre los tres mil quinientos metros, encontramos una cueva abierta por un deslizamiento con al menos veintiún cuerpos. Al parecer con una antigüedad importante pero descartado que sean contemporáneos. Cambio.
—¿De quiénes eran los cuerpos? Cambio.
—No es posible identificar, definitivamente no corresponde a lugareños. Cambio.
—Me confirmas que no corresponde a violencia actual. Cambio.
—Casi seguro. Cambio.
—Espera un momento. Mantente al aire. Cambio.
Pasaron unos minutos en los que sólo se escuchaba la estática de la frecuencia de la radio, hasta que la voz del comandante volvió a escucharse.
—Comandante de patrulla ¿Estás allí? Cambio.
—Sigo en el aire. Cambio.
—Muy bien. Tú eres de ingenieros, ¿verdad? Cambio.
—Afirmativo. Cambio.
—Perfecto, ¿llevas explosivos? Cambio.
—Dispongo de una mochila con ocho kilos de dinamita. Cambio.
—Entonces escúchame bien. Procede a volar la cueva y repliegas inmediatamente la patrulla. Asegúrate que la entrada quede sellada. Cambio.
Cuando el comandante dijo esto, todos los que estábamos alrededor de la radio nos miramos con cara de haber no comprendido sus instrucciones, así que quise explicarle la situación real por si no la había entendido.
—Comandante de batallón, el lugar que hemos encontrado no es actual. Posiblemente sea resto arqueológico. No sabemos. Pero no corresponde a violencia actual. Cambio.
—Perfecto, te entiendo claro. Procede a volar la cueva y repliégate. Cambio.
—Repita por favor. Cambio –insistí en un intento de que cambiara de opinión.
—¡Que vueles la cueva inmediatamente! ¡Ya lo escuchaste y no vuelvas a preguntarlo! Corto.
El silencio que apoderó a la patrulla decía todo, era una orden terminante y se acabó. El resto de la misión se completó en menos de media hora. Perforar los laterales de la entrada de la cueva, colocar los explosivos, atacarlos o cubrirlos con barro para evitar la pérdida de energía y acondicionar los detonadores con temporizadores de mecha. Al estallar cederían los lados de la entrada haciendo que el material superior se deslice hacia abajo. Con ello también evitaríamos que los restos se vean afectados por la onda explosiva, al menos en parte.
Mientras, ya Toribio tomaba sus previsiones para el regreso organizando la columna de marcha y dando las últimas instrucciones.
—Todo listo para el repliegue mi teniente –dijo Toribio.
—Muy bien, ¡Cárdenas! Encienda las mechas.
—Ya están mi teniente -dijo Cárdenas al descender de la pendiente, cogiendo su fusil.
—¿Cuántos minutos de retardo?
—Para veinte minutos.
—Bien, estaremos a un kilómetro cuando vuele la cueva. ¡Adelante!
La marcha se inició en silencio, quedarnos para siempre con el misterio de lo que ocurrió en aquella cueva no gustaba a nadie pero eran órdenes terminantes. En la parte de atrás de la patrulla caminaban el alcalde y su comitiva que parecían no haberse enterado de lo que estaba sucediendo.
A los diez minutos llamé al alcalde y le dije:
—No te preocupes, ya está todo resuelto y no tienen nada por qué temer. Para la próxima vez que suceda algo no olviden de comunicarnos siempre y contar con nosotros. Ya pueden regresar a su pueblo.
—Sí, gracias, les agradecemos mucho –dijo abrazándome, aunque no sé por qué tenía que agradecernos ya que hasta donde yo sabía ellos estaban igual que antes. Talvez el hecho de estar con nosotros legitimara su puesto en la comunidad como representante e interlocutor válido o algo así. Supongo que esto tendría algún valor para él, imposible saber.
Continuamos el camino desandando en silencio la ruta de ida, cuando estábamos cruzando uno de esos pequeños valles de antiguos glaciares escuchamos un retumbar lejano, algo así como un trueno de tormenta atenuado por la distancia.
—¿Es esa la voladura? –preguntó el Doc.
—Así es.
—Sonó muy poco ¿No te parece?
—Es así, las voladuras para movimientos de tierras, si están correctamente preparadas, suenan poco porque la mayor parte de la energía se disipa en el material a remover, es lo mejor. Además ya estamos lejos, más de un kilómetro, creo yo.
—¿Sabes por qué ordenó el cierre de la cueva comandante?
—No estoy muy seguro, pero lo intuyo.
—Yo tengo mi teoría.
—¿Cuál?
—Que ya tenemos suficientes problemas y los restos que encontramos sólo nos traerían otros gratuitos.
—Posiblemente sea lo mejor, aunque talvez hayamos enterrado algo importante en el baúl de la historia –le respondí.
—¿Tú crees que sabiendo la ubicación luego podría excavarse como es debido?
La verdad es que no le contesté, no tenía ánimos para ello porque sencillamente alguien tendría que hacer un registro del sitio para el futuro y por lo visto no seríamos nosotros. Luego de otro largo trecho en silencio el Doc dijo:
—¿Sabes? Me sabe mal abandonar a esos pobres muertos sin cristina sepultura y….
—¡¿Me quieres decir que ahora quieres desenterrarlos debajo de la toneladas de tierra que tienen encima?!
—No, no iría a tanto. Pero si regresáramos luego con un cura para que por lo menos les dé el responso…
—Mira mi querido amigo, el hecho que los curas hayan hecho votos de castidad no los convierte automáticamente en cojudos, que para eso ya estamos nosotros. Jamás encontrarás a alguno que quiera venir no ya por los muertos sino por las pobres almas de los moradores de estos pagos. Posiblemente piensen que ya que viven a tres mil metros están más cerca del cielo y no necesiten intermediarios.
—No digo ahora, talvez podríamos regresar de aquí a unos años cuando esto esté tranquilo. Además seguro que nos enviarán a realizar otros patrullajes por estas zonas.
—Eso no lo dudes Doc, regresaremos a estas tierras más de una vez. No lo dudes.

Han pasado ya varios años, no sé si muchos o pocos, de aquel patrullaje a ese extremo olvidado del país y de esa noche lo único que recuerdo es el silencio en el comedor de oficiales a la hora de la cena, estábamos el comandante y yo en los extremos opuestos de la misma mesa, él no me preguntó nada y yo jamás le pedí explicaciones.
A veces hoy cuando busco entre los cajones de mi escritorio tropiezo con una carpeta de cartón que en otros tiempos fue azul y cuando la abro, entre otros, hay una copia en papel carbón de un informe cuya única línea escrita dice “Sin Novedad”, unido a él con un oxidado clip otro papel ya amarillento en la que con un lápiz hay dibujada una montaña con doble cima y una anotación que una mano hizo rápidamente: “Hacer coincidir con el plano 32F de la carta nacional”.

Texto agregado el 21-07-2008, y leído por 92 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
21-07-2008 Me ha gustado mucho, parece muy verosímil aristofeles
21-07-2008 Me parece un texto muy interesante, hasta didáctico. Muestra con toda claridad la forma en que se "hace" la historia oficial de nuestros pueblos, siempre dentro de la "cartografía", de los intereses bastardos. Queda un halo de misterio respecto de las osamentas encontradas y el ánimo de seguir leyendo tus textos.*****Saludos. sagitarion
 
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