El pibe me mira con ojos grandes atrás del flequillo. Mantiene la vista fija en mí, a pesar del movimiento adormecedor, continuo y pendular de la hamaca. Aquel mecer lo transporta a quien sabe donde, lo que es seguro, no le molesta el ruido que hace la cadena al balancearse. En un principio aquella observación me parece divertida. Ahora, en este preciso momento, desata mansa una repentina necesidad de silencio. Es que el ruido de los goznes no se lleva bien con la parsimonia del sol tibio sobre la cara. Mi anatomía copia cada una de las tablas del banco. Es mediodía y descubro un Santa Rosa, pampeano y anaranjado. Las horas pasan lentas cuando uno no tiene apuro. Los sentidos se desaceleran y la angustia se duerme una siesta debajo de un algarrobo. Es que a pesar de no pertenecer, el aire te adopta y te convida un olorcito a carne al asador que te va predisponiendo para el encuentro. Mi perro juega un juego de perro grande a pesar de ser un poco más grande que un pequines. Es que los cuzcos nos amilanan ante la inmensidad, les da coraje, y cualquier mantonegro puede ser un Goliat. Me río de los tiempos, tan dispares a medida que se recorren los kilómetros, y ahora, cuando supongo que en la casa están poniendo la mesa, abandono el lápiz y el papel, le silbo a mi pichicho y desando un camino conocido de un lugar de donde no pertenezco…

ESTA HISTORIA CONTINUARA…
(cada vez que traiga a mi memoria aquel lugar)