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Recuerdo que, en el lugar donde vivía en mi niñez, existía una vieja fábrica de harinas. Un edificio inmenso, lleno de molinos que trituraban el trigo y de harina que cubría de un fino polvo blanco todo lo que allí dentro se encontraba. Daba igual fuesen ventanas, que techos o suelos, máquinas o personas. Todo, absolutamente todo, estaba cubierto de ese polvo blanco, con un olor especial, que hacia de esa fábrica un lugar único, blanco y, no se por qué razón, acogedor.
Me gustaba acercarme de vez en cuando por allí. Visitar a los dueños de la fábrica, amigos de mis padres, que tenían una hermosa casa adosada a ese edificio blanco de harina por dentro y por fuera. La casa de los dueños tenía hermosos azulejos decorados, un ambiente como de eterno verano y una fuentecilla delante de la explanada que daba acceso a una cancela de hierro forjado por la que descendían las ramas de una enredadera.
Todo esto, de por si, era digno de visitar y disfrutar, pero lo que más me gustaba de cada visita era el jardín.
Para llegar hasta la casa de los dueños de la fábrica de harinas había que atravesar un maravilloso jardín, con un pequeño laberinto de paredes de aligustre, con pequeñas plazas en el donde podías encontrar un rosal en esta, un jazminero en la siguiente, un sauce en la de mas allá, y en cualquiera de ellas, los pavos reales que campaban a sus respetos por cualquier lugar del jardín, tan sólo molestados por las palomas o por mi, cuando corría tras de ellos.
El verde de ese jardín, el aroma a jazmín y rosas y el apabullante despliegue de color de las colas de los pavos reales desplegadas hacían de la travesía una pequeña visita a lo que debe ser el paraíso. O así, desde entonces es como lo imagino yo. Ese micromundo parecía aislado del mundo real. El sonido de mis pasos por los caminos del laberinto de aligustres, el olor que me anunciaba qué planta era la de la siguiente plaza y el volar de las palomas junto a la belleza de los pavos reales, los he relacionado siempre con la felicidad.
Cuando al fin salías de aquel jardín no dejabas la belleza tras de ti. Ante tus ojos aparecía la casa de azulejos preciosos y el sonido refrescante de su fuente. A la derecha, detrás de una cancela de hierro forjado, estaba la fábrica de harinas. Blanca emanando ese olor especial, que mezclado con el de las rosas y jazmines, el sonido del agua, de los pavos reales y palomas hacían de ese lugar el más fantástico y maravilloso que jamás he conocido.
Aun hoy en día, cuando ya nada de aquello existe, siento algo especial cuando paso por el lugar que un día, el paraíso ocupó.

Texto agregado el 20-07-2008, y leído por 125 visitantes. (2 votos)


Lectores Opinan
24-11-2008 Una suerte que conocieras aquel hermoso lugar... pero.. tras tu mirada siempre siempre se ve hermoso.. pinpilinpauxa
21-07-2008 precioso, me ha gustado mucho, y mas aun k sepas apreciar las cosas maravillosas de la naturaleza incluyendo ese jardin perdido. un saludo y mis cinco estrellas para ti hada7
 
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