Pocos días después del nacimiento de Darío Balaguer, a mediados de 1978, su madre entró en una grave psicosis maniaco-depresiva, y de ahí pasó a otra, y a otra. Así estuvo poco más de tres años. En 1982 parió a Rebeca y volvió a lo de antes.
Balaguer, por su parte, seguía entregado a la misma sordidez de siempre. Una tarde su hijo lo descubrió follándose a un almohadón de plumas frente al televisor. Tras cada envión contra el almohadón, repetía: «putas, putas, putas, todas las niñas son unas putas». El chico tenía cuatro años y en el televisor transmitían en blanco y negro un concierto del grupo infantil Parchís. Gemma, la chica que hacía de ficha verde, y Yolanda, la chica que hacía de ficha amarilla, llevaban unos trajes algo más ceñidos de lo habitual. Tenían once o doce años.
Darío tuvo una infancia complicada.
Él y su hermana mayor pasaron casi toda la niñez con la abuela materna.
Las causas que pueden hacer que una persona presente una discapacidad intelectual lo suficientemente acentuada como para que ésta interfiera en el aprendizaje y en el desarrollo social son múltiples, desde malformaciones congénitas hasta un traumatismo craneal. Se trata, casi siempre, de causas clínicamente inevitables. Pero no era el caso de Darío. El perito que firmó la sentencia de incapacidad parcial, rellenó la casilla de causas efectivas o probables con la frase: Malnutrición, carencia afectiva y ausencia de estímulos. En otras circunstancias le hubieran buscado un tutor, pero la situación en Argentina a fines de los ochenta era complicada.
Darío y Rebeca volvieron con sus padres cuando el chico tenía doce años y la chica ocho. Remedios acababa de nacer. Las pocas luces que alguna vez había tenido su madre ya estaban apagadas para siempre. Se suele decir en broma, refiriéndose a ciertas personas, que: «tiene menos luces que una linterna de palo». Úrsula era una de esas personas.
La maternidad es una actividad que no admite errores. Aún hoy, cuando lo audiovisual se ha convertido en una niñera eficaz, es la madre la que define no sólo el carácter de los hijos sino también el tipo e intensidad de los lazos que se establecerán entre cada uno de los integrantes de la familia. El amor de la madre hacia los hijos que se genera a partir de la intensísima comunión anfitrión-huésped dada durante el embarazo es el único capaz de competir en fuerza y perdurabilidad con el amor propio.
Pero los trastornos depresivos de Úrsula, sumados a la propia idiotez, le impedían hacer nada con el amor maternal que llevase dentro. A Micaela, la abuela de los chicos, tampoco se le podía pedir que fuese una madre. Tenía la voluntada pero no el talento. Sus cuatro hijos habían fracasado como seres humanos, y poca esperanza podía quedarle de llevar a sus nietos por un camino diferente. Cuando le llevaron a Rebeca se vio con dos niños pequeños por cuidar y con seis décadas por cumplir. Durante los siguientes ocho años envejeció veinticinco; ya nunca se recuperaría, la muerte estaba a la vuelta de la esquina con un garrote en la mano. Si sus nietos pasaron hambre no fue porque ella no se sacase la comida de la boca para darles de comer. Pero la década de los ochenta fue jodida en Argentina. Diez minutos antes de ir al supermercado era imposible saber si el kilo de pan valdría uno, cinco o veinte. Las crisis económicas tienen esa virtud, la de destrozar a la gente.
El padre de los chicos le daba a su suegra lo que podía. Y algunos meses podía muy poco: el alcohol y la pornografía son vicios caros.
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