Eran 4 árboles
Corría libremente el Cuñapirú serpenteando entre las colinas.
Amanecía. El sol comenzaba a reflejarse en el espejo de sus aguas.
Los pájaros revoloteaban y se saludaban con el viento. Sabían cuando estaba enojado y silenciosamente se refugiaban en sus nidos. Ya se calmaría y podrían conversar; ellos le contarían de sus andanzas por otras regiones y el viento les diría de los montes, los trigales y de cómo estos se balanceaban cuando él los hamacaba.
También conversaban con el río. Él les decía de lo feliz que se sentía al cobijar a los peces que nadaban sigilosamente, como jugando a las escondidas y ellos les contaban de cómo en sus vuelos recogían pajitas y ramitas para construir sus nidos; buscaban el lugar más abrigado y allí, en el árbol más apropiado se instalaba la pareja proyectando el nacimiento de sus pichones.
Abundaban las acacias, los espinillos, los aromos y los sauces…y más alejados, como formando una isla o para no participar de esa familia que formaban el río, el sol, el viento y los pájaros, habían crecido cuatro eucaliptos.
A medida que los días se acortaban y el frío se acercaba, casi todos los árboles que crecían a orillas del río, iban despojándose de sus frondosos ropajes y asomaban tristes sus ramas desnudas. Pero ellos no. Ellos se mantenían erguidos y con todo su follaje y de pronto por eso se sentían más importantes. A pesar de los fuertes vientos, los cuatro, como tomados de las manos para tener más fortaleza, no se dejaban vencer y resistían estoicamente sin inclinarse a pesar de su altura y sin perder una sola hoja. Se sentían seguros y muy felices. Eran poderosos, invencibles.
Pero pasó el otoño, pasó el invierno y volvió la primavera. Y con ella, las acacias, los espinillos y todos aquellos árboles que estuvieron dormidos durante ese tiempo para fortalecerse y preparar su nuevo follaje, nuevamente se vistieron y se adornaron con bellísimas flores de las que emanaban los más cálidos perfumes. El sol iluminaba las aguas del río y éste a su vez reflejaba su luz en los árboles haciendo brillar aún más los hermosos colores florales. Volvió a renovarse el paisaje y todo era alegría.
Los eucaliptos observaban con indiferencia esa transformación, pues sabían que con el transcurrir del tiempo retornarían el frío y los vientos y toda esa belleza desaparecería nuevamente.
Hasta que un día sucedió algo imprevisto. De un enorme camión que circulaba dificultosamente entre las piedras y los arbustos, bajaron varios hombres portando hachas y enormes rollos de cuerdas. Y ni siquiera miraron hacia la orilla del río. Se dirigieron directamente al minúsculo monte de eucaliptos…
Noemí Da Cunha
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