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Diario de Jeremy Collins



En 1858, en Bideford, frente a las costas abruptas del Mar Céltico, un día falleció Jeremy Collins, el “legendario Jeremy”, como lo apodaron aquellos que supieron de su historia. Solo por una inexplicable casualidad, el diario de su vida ha venido a parar en mis manos cuándo revolvía un antiquísimo arca perteneciente a un difunto abuelo. En vida nunca me habló de este singular señor, y tampoco encuentro conexión alguna entre los Collins con la estirpe de nuestro apellido vasco francés, pero en fin, lo considero un bien parafernalio. Lo cierto es que tengo en mi poder unas seiscientas cuartillas apergaminadas que relatan varios años de su vida y padecimientos, al cual daré a conocer de forma compendiosa, suficiente para que el lector tenga idea cabal de quién fue.

El factor horroroso y descorazonador en la vida de Jeremy Collins era el inconcebible espanto de su cara. Siendo niño, a los seis años de edad, se vio en el apremio de socorrer su hermanita pequeña, con tan mala fortuna que de un resbalón fue a parar de lleno a una fogata de troncos encendidos y, cuándo logró recuperarse, su rostro estaba chamuscado. Desde aquel desgraciado suceso se sintió condenado a la soledad. Sus padres y hermanos debieron ser una familia sin alma, como tristemente lo relata en sus escritos, pues se alejaron de él como si este fuese un leproso insalvable; nunca más recibió una caricia consoladora, una palabra de aliento, un cumpleaños, y en toda su larga juventud deseó en vano el amor de su familia. Era como un huérfano en su propia casa.
Vivió solo en un ala apartada de la mansión, lejos de la vista de su familia y su círculo social, bajo la tutela de un hombre alcohólico, muy viejo pero sabio. A su discípulo lo llamaba profesor Tom, y fue quién se encargó de instruirlo y darle algo de compañía. Así llegó Jeremy a la mayoría de edad, timorato, sensible, viviendo alejado del resto de los mortales. Cuándo sus padres murieron en un desgraciado accidente, al tiempo recibió parte de la herencia, incalculable por cierto, pero lejos de ser un bálsamo se sintió aún más infeliz. El dinero, las propiedades en Europa, los viñedos en Francia, sus lujosas prendas y demás títulos de nobleza, no lograron llenar el hueco abismal que existía en su alma desde el confinamiento. Después del duelo, su hermano mayor lo obligó a mudarse de la casa, pues esta, de acuerdo al testamento le pertenecía íntegra, así que un buen día tomó su bagaje de cosas y junto al profesor Tom se embarcaron rumbo a Burdeos.
Pasaron allí un tiempo recorriendo las flamantes propiedades, disfrutaron del espléndido sol de la Costa Azul, se embriagaron varias veces en las penumbrosas fondas parisinas, hasta que el pobre Tom, vencido por la decrepitud de los años, decide partir a un sitio desconocido para los vivos, esta vez sin su amo. Hasta el momento, la compañía de su maestro y amigo no solo le permitió soportar el amargo dolor de su imagen, que desde su infancia provocaba en la gente un inevitable efecto de renuencia, menos en él, su Tom querido, pues este se había acostumbrado a verlo y además, fue quien logró extirparle para siempre la idea de suicidio; tarea nada sencilla para un joven de corazón borneadizo, fruto del claustro y la soledad. No lo lloró, pues el maestro le había enseñado que el llanto era una muestra de inseguridad. “llorar, Jeremy, solo debilita el alma y nubla la razón”, comentaba, y a pesar de que un río de lágrimas inundó la rivera de sus párpados, logró contener el sollozo con un grito sordo.
Su deformidad era vista en Francia como signo de mal agüero. Ya no fue más a beber a las tabernas, ni a la costa azulina para disfrutar del mar, por que ahora no estaba su compañero para contenerlo de las miradas molestas que provocaba su andar “Déjalos que te miren, Jeremy, ignóralos. Aunque no se note, todo el mundo tiene defectos y lo peor, es que no se dan por enterado”, decía. Pero Tom no había preparado al muchacho para manejarse solo, y la falta de sus palabras lenitivas y consejos sabios, que tanto bien le hacían, se estaba notando su mano en la toma de decisiones y en la intransigencia de existir. Sus empleados del viñedo lo evitaban, y el mundo entero hablaba de su afección como si esta fuera una enfermedad contagiosa. “No es lepra”, decía casi al borde de las lágrimas, pero nadie le creía. Jeremy no comprendía por que la gente confundía su quemadura con esa fatídica enfermedad. “Ignorantes, lelos”, despotricaba… Más tarde, con la idea de pasar desapercibido pensó en hacerse fabricar una mascara de platino, y así lo hizo. Decidido, una mañana partió en tren con destino a los Países Bajos. Allí le midieron el rostro, tomaron los moldes pertinentes, fundieron y recortaron el material y días después comenzó a usar su rarísima mascara, pero ahora no causaba lástima, sino terror. Era fascinante verlo en su ropaje negro, desde los zapatos hasta el sombrero y su larga capa, sosteniendo un aristocrático bastón de plata y roble para acompasar sus trancos, la careta brillándole, caminando con el paso garbo de los cultos; parecía un sepulturero de metal. A la primera visión los niños corrían a perderse en estampida, la gente común detenía su marcha para observarlo, los abuelos se tomaban el pecho, agitados, y los perros enfuruñados ladraban sus talones con vehemencia. Con el tiempo debió abandonar su careta de fantoche. En un arranque de cólera, o de buen juicio, según el ojo con que se lo mire, vendió las propiedades a un terrateniente francés y dispuesto a vivir de rentas partió hacia Inglaterra para instalarse definitivamente en Bideford. Se mudó solo y desalmado, con más ganas de quedarse y disfrutar de la vida parisina y su emergente neoclasismo, sus calles, su gente, los teatros de comedia, la torre Eifell, ser cosmopolita. En su nueva casa armó una gran biblioteca, que sería su única compañía por largo tiempo. Tenía recién veintitrés años.
El gran acontecimiento de su vida sucedió al cumplir sus cuarenta. Por entonces contrató servidumbre y adquirió la manía de escribir sus memorias y sus deseos ¿que más puede hacer un hombre solo? Estaba hastiado de leer, se sabía hasta las recetas de cocina, no existía libro al cual pudiera enumerar por título o autor, como Arcipreste de Hita, Gonzalo de Berceo, Shakespeare, Juan Ruiz y su extraordinario poema de mil quinientas estrofas, todos los volúmenes salidos de Mester de Clerecía, entre sus preferidos, cuyos versos alejandrinos le erizaban la piel y recordaba de memoria. La servidumbre, muchas veces escuchan a Jeremy imprecar en voz alta encerrado en alguna habitación, casi siempre pidiendo vanas explicaciones al cielo por la gravedad de su marca en la cara y la urgente necesidad de una compañera. “Oh, señor mío, Jesús ¿Qué he hecho para merecer tanta impiedad? ¿Acaso no soy vuestro hijo? ¡Concededme un poco de tu misericordia! Solo deseo el calor de una mujer… no es mucho pedir para un ciervo que no ha hecho mal a nadie”.
Hasta ese día nada lo llenaba, estaba atribulado, demasiado solo, y la monotonía comenzó a abrumarlo. Todavía era joven pero se sentía como anciano, y en ocasiones le costaba mucho seguir viviendo. Para exorcizar los demonios internos comenzó a escribir sobre si mismo, y con esmero y paciencia llenó varias cuartillas, casi todas tristes, por que así consideraba su vida, exceptuando los momentos con el profesor Tom; en esas instancias su letra parecía más firme, como de escribano, y en varias ocasiones lo elevó a la condición de padre.
Cansado del encierro, una apacible tarde primaveral juntó valor y abandonó por fin la casa para dar un paseo largo. Sus lacayos no lo podían creer. Vivía en un arrabal de residencias paquetas, y hacía tanto no salía a la intemperie que creyó sentirse en otro planeta. Todo era extraño para Jeremy; los colores parecían más firmes, el aire más grueso, los olores intensos. Recuerda ese atardecer por que el sol se escondía tímidamente sobre el horizonte marítimo en un ocaso de ensueño, como pintado a brochazos por la paleta de un gran artista, que desde allí, parecía ramalazos de un fogón encendido en los dominios de Irlanda. Parado sobre un peñasco del acantilado, contempló largo rato aquel prodigio rojo y también llenó sus oídos con la música mansa de aquella naturaleza viva, abundante y hermosa, donde transportados por la brisa se mezclaban graznidos de gaviotas y golondrinos, lamento de buques perdidos, rumor de olas, arena y viento.
Por entonces era un hombre alto y espingardo, su piel se había tornado casi transparente debido al encierro, caminaba con altanería, derecho como una vela, con la cabeza ligeramente inclinada hacia atrás y mirada periférica, usaba cabellera larga, atada en una cola de caballo y tenía gestos y manos delicadas. Como todo burgués vestía con elegancia. Logró desprenderse de sus anticuados trajes oscuros, cambiándolos por tonos sobrios y suaves como el del bermellón, crema o amarillo limón, por que había comprendido que el color negro manifestaba desorden de ánimo, algo ya superado, además lo hacían parecer un verdugo.
_Dios es bueno. Nos ha regalado una tierra maravillosa_ murmuró ese día con sus cinco sentidos embriagados por la naturaleza.
Era joven he inteligente, sin embargo, esta ultima cualidad no alcanzaba para mantener a raya su instinto primario de supervivencia, que desde hacía un tiempo lo venía molestando al dormir y lo despertaba en madrugada con el sexo hirsuto. El solo roce de las sábanas le daba escalofríos, se le encrespaban todos los vellos del cuerpo, confundía su piel con la de una dama y la besaba, besaba sus bazos, besaba el aire saturado, mordía la almohada, la brisa lo excitaba “¡hay!, que me está pasando”, murmuraba.
En eso, mientras caminaba tranquilo por la costa, silbando bajo, golpeando piedrecillas con su bastón aristocrático, divisó la figura de una mujer sentada en un banco de la calle, cerca del acantilado. Su primera reacción le indujo salir corriendo, pero un impulso eferente, domeñó sus músculos y lo condujo directo hacia la señorita y, para su desconcierto ella no se espantó al verlo. Era joven y demasiado bonita, tenía quizás unos quince años menos que él. Llevaba puesto un vestido de crinolina azabache con los hombros desnudos, su rostro de facciones delicadas, casi infantiles, parecía relajado y su cabello dorado caía en bucles suaves hasta más allá de la cintura, dándole a su imagen un aspecto etéreo, como de ninfa marina, que se magnificaba con la reverberación del ocaso. Estaba mirando un punto fijo del horizonte, pensativa, silenciosa, envuelta en un aura que parecía emitir luz propia.
Jeremy, absorto, se detuvo en seco para contemplar aquella imagen de estampita, al cabo ella giró para interceptarlo, entonces ¡Sucedió! Pensó ¡El milagro sucedió! Dios existe; lo imposible e inesperado sucedió…Ahora una joven mujer lo miraba francamente al rostro sin un estremecimiento de repulsión. Jeremy se enamoró al instante.
_ ¿Podría decirme como llegar a casa de la señora Darlington?_ Preguntó ella con voz melindrosa.
Jeremy sonrió emocionado. Enseguida se quitó su sombrero y realizó una exagerada reverencia de caballero ingles.
_Allí, señorita. En aquel techo rojo que asoma entre los árboles, como a trescientos metros de aquí_ contestó amablemente, señalando con el bastón hacia el norte.
_Gracias, señor…Es usted muy amable_ halagó la joven.
_Me llamo Jeremy Collins_ dijo realizando otra de sus maravillosas reverencias que casi le da lumbalgia, pero enseguida enderezó su humanidad para comentarle que no había por que dar las gracias, y que era su mas humilde servidor para lo que guste mandar, señorita. Acto que la joven respondió con una sonrisa cortes.
_ Soy Elizabet Roger. Llegué ayer a casa de mi tía, la señora Darlington ¡Imagino la conoce, usted, buen hombre! seguro debe estar esperándome preocupada. ¿Podría conducirme hasta allí? Se lo agradecería mucho_.
Por supuesto no pudo ni quiso rehusarse a tamaña proposición, y casi le da un vahído emocional. Enseguida le ofreció su brazo, sin embargo, ella no hizo ademán de tomarlo.
_Creí que caminaba por los prados de mi tía_ continuó Elizabet con la vista extraviada _ Seguía el aroma del mar, pero me perdí_.
_Le ruego me perdone…, _ replicó Jeremy rascándose la nuca_ pero no comprendo_.
_ ¡No se ha dado cuenta! Pero que descuido el mío, soy ciega. Olvidé decirlo…_ comentó risueña.
¡Ciega!!!Jeremy casi cae sentado de nalgas. Claro, ahora comprendo, es por eso que no se espantó al verme, razonó. Ahí estaba la naturaleza del milagro.
_ Mil disculpas por no haberlo notado. Lo disimula muy bien, mi querida Elizabet… _ comento incrédulo_ ¿Hace mucho que sufre esta dolencia?_
_Nadie sabe por que, pero hace dos años comencé a enceguecer, hasta tanto veía a la perfección. Sin embargo, hace dos meses he perdido del todo la vista, pero no hablemos más de ello, Jeremy, me provoca tristeza._
La joven no veía, pero acostumbrada a la condolencia popular intuía que él era igual a todos los caballeros cuándo se enteraban de su condición invidente. Le indignaba esa actitud condescendiente de la gente con todos los sentidos sanos, nada de amor, solo compasión, entonces le insinuó caminar más deprisa. En tanto, Jeremy, contrariamente a los pensamientos de la muchacha, sintió enormes deseos de amarla y comenzó a replantearse lo del milagro, pues debía suceder así, entonces miró al cielo y guiñó un ojo.
_Vallamos más lento señorita, no hay ningún apuro. Es tan agradable su presencia que caminaría despacio hasta que el tiempo se acabe _ lanzó Jeremy tomándole el brazo con suavidad, observando su fascinante perfil. Ella sonrojó. Hacía mucho tiempo no la convidaban con palabras dulces y atrevidas, además, había algo sensato en el timbre de voz de su acompañante que le provocaba una inexplicable inquietud.
Al poco tiempo la tía de Elizabet enfermó de gravedad y murió. Jeremy sintió gran alivio, por que hacía un largo tiempo que esa señora estaba postrada en la cama y, si ella lo hubiese visto, estaba seguro que no hubiera permitido a su sobrina caminar todos los días por la calle con él del brazo. Se vieron todas las tardecitas por más de un año en una cita que se tornó obligatoria. Caminaban a paso lento, los dos sin dueño, sin apuros, hablando de todo un poco, tomados del brazo, respirando del mismo aire. Por esos días, fue ella para Jeremy su más anhelada ilusión, sus ganas de vivir y, él para ella, igualmente correspondido.
Una noche, antes de proponerle matrimonio, permaneció insomne mirando el cielo raso, rememorando los hechos que condujeron hacia aquel sublime encuentro a orillas del mar. Recordaba sus palabras cuándo ella solía decir que la gente no tiene corazón y si lo tiene, no los había encontrarlo desde su nueva percepción. Jeremy compartía su misma angustia. Ella había viajado para visitar a su tía por que la familia de la señorita la trataba con cierto desdén, sus amigas se alejaron pretextando no estar cuando en verdad se escondían, su prometido la abandonó y comenzó a sentirse como una piedra en el desierto. Desde entonces comprendió que estaba unido a ella por los hilos invisibles de la discriminación, esa extraña palabra que se instaló en el diccionario más adelante, pero hasta el momento se la diferenciaba por el gesto de desprecio de la gente hacia el desvalido. “Debo hacerle saber que la amo ¿Pero como?”, pensó toda la noche. Al amanecer abrió de par en par la ventana de su habitación, sacó la cabeza y absorbió todo el aire que pudo para infundirle a sus nervios la sobriedad necesaria a las palabras que debía decirle, entonces desayunó y corrió directo hasta la portezuela del jardín de Elizabet para anoticiarla de su importantísima decisión. Ansioso, golpeó sus palmas y enseguida apareció ella con su enigmática sonrisa de Gioconda, vestida de hada, altiva, bella, radiante, fragante a esencia de amapolas, con sus largos bucles sueltos hasta la cintura y un escote digno de admirar.
Aquella era una mañana tibia y luminosa en Inglaterra y, a pesar de esto, Jeremy sintió un frío glaciar recorrerle de punta a punta el espinazo; nunca le había prometido matrimonio a una mujer y lo martirizaba la idea de un posible rechazo. Como siempre salieron de caminata por las calles y prados verdes en su trayecto hasta el acantilado, pero esa vez Jeremy habló poco; buscaba el momento adecuado para declarársele, pero el sistema nervioso se lo impedía. Hacía fuerza para articular las palabras que con tanto esmero había seleccionado por la noche, pero nada le salía, se le secó la lengua y sentía en el pecho una piara de caballos galopando.
_Estas tenso, Jeremy_ Advirtió_ ¿Qué te sucede?_
_Estrin…fruszztertanonn…shortonn…_Decía el pobre.
_ ¡Ja! ¿No sabía que hablabas arameo, Jeremy?_ Cargaba risueña _ Yo también te amo, y quiero casarme contigo _dijo a secas.
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Días más tarde se casaron en secreto y desde aquella vez la casa de Jeremy reventó de júbilo. Pasaron meses de felicidad pura, retozaron como adolescentes traviesos y luego una dicha mayor los bendijo. Fue un atardecer de primavera cuándo su esposa le comentó de su gravidez, pero inexplicablemente se largó a llorar.
_ ¿Por que lloras mi amor? ¡Acaso no deseabas un hijo con migo!_comentó extrañado.
_ ¡No!, no es eso Jeremy… Es que me muero de pensar que nunca lo veré_
Una tarde en que los azotes de una lluvia aciaga de invierno castigaban la mansión y sus alrededores, un desconocido que pasaba por allí solicitó aventón hasta que calmara el mal tiempo.
_Claro, pase señor, está en su casa _ dijo su anfitrión hospitalario.
Pasaron un rato al living, donde el crepitar de unos leños aplacó la tembladera del señor y secó un poco su ropa. Hablaron del camino, del mal tiempo, de Londres, de la avería en su carroza, pero este no lo miraba con la aversión que lo hacía el resto de la gente y Jeremy, intrigado, no pudo más que preguntarle si no le afectaba su deformidad.
_En absoluto_ dijo afanado en una pelusa de la solapa_ Soy médico del hospital “Thomas Leeds” de Londres, amigo; he visto peores casos que el suyo. Lo lamentable es que por el momento la cirugía reconstructiva no puede hacer nada para remediar su afección_
_ Por desgracia lo sé, sino hubiera hecho lo imposible para arreglar este desastre. Recursos me sobran, el dinero no es problema. Usted no sabe por lo que he pasado desde los seis años de edad, no quiero recordar, pero gracias a Dios soy inmensamente dichoso, pues seré padre_ comentó, y el médico lo felicitó por ello.
De allí, pasaron a una enorme sala tapizada enteramente en roble y atiborrada de libros, cuadros renacentistas, antigüedades de bronce, aves y animales exóticos disecados por las mejores manos de Europa, donde la flamante esposa de Jeremy los recibió con reverencia, pero cuándo ella se dirigió en busca de unas copas de jerez, se tropezó con una alfombra, entonces el medico advirtió su ceguera. Hasta tanto la disimulaba muy bien.
_He observado que su esposa no ve_ dijo seriamente sin que la señora escuchara_ Y, por lo que entiendo es debido a una catarata. Precisamente me especializo en ese tipo de cirugía, señor. Si usted me autoriza y su esposa esta de acuerdo me gustaría intervenirla, por supuesto sin costo, se lo debo por este gesto de hospitalidad_
_ ¿Usted podría hacer tal milagro, doctor?_
_ Si…, claro_ respondió con firme adhesión, mientras con sus dedos ensortijaba el rulo de su bigote barroco.
_ ¿Cuándo podríamos operarla?_preguntó anonadado, pensando en que ese sería el mejor regalo que le podría ofrecer a tan encantadora mujer.
_Después que nazca el niño_
Desde esa tarde comenzó el martirio de Jeremy Collins, pues Elizabet no tenía la menor sospecha de su desfiguración. En la intimidad, muchas veces lo había explorado con la delicadeza infantil de los nuevos ciegos, pero él, avergonzado y reticente, no la dejaba investigar, le sacaba las manos sin que tuviera tiempo de hacerse una mínima imagen de quién era.
_ ¡No! Elizabet, no lo hagas. La belleza existe dentro de este cuerpo siempre deseoso de ti, mi amor, aquí en el caldo de mi sangre, en la profundidad de mis huesos, en cada célula de este corazón atribulado_ decía en susurros, supliendo sus evasivas con rebuscados giros poéticos _El rostro que tú puedas armar, seguro eclipsaría lo que en verdad soy, y no quiero darte esa desilusión_ consolaba.
Un día, con la intención de hacerle olvidar aquel innecesario deseo de tocarle el rostro, la consoló con la esperanza de la vista y ante la sorpresa estalló de júbilo; lo abrasó con fuerza, lo beso y adoró más que nunca, y hasta el día de su intervención, Elizabet fue tan feliz que llenó la casa de cánticos y risas. Jeremy, sin embargo, no estaba tan dichoso.
Meses después nació por fin el tan esperado primogénito, al cual su padre se vio en un pequeño dilema por que, como era previsto, su madre lo primero que se le ocurrió fue saber a quién se parecía la criatura.
_Se parece a un ángel, vida mía. Hasta tiene alitas ¡Tócalas! Son muy suaves…_Rió la madre.
El doctor apareció dos días más tarde, y enseguida la hizo transportar al quirófano donde la intervino por más de cinco horas. Al término pidió a sus turiferarios le sequen su frente, luego tiró los guantes ensangrentados y el barbijo dentro de un canasto, y enseguida se materializó en la sala donde Jeremy aguardaba con el aliento contenido.
_ ¡Buenas noticias!_ adelantó.
_ ¿Ve?_ preguntó Jeremy con un hilo de voz.
_Debo decir que sí, mi amigo, pero solo de un ojo, el otro no tiene solución_ diagnosticó el cirujano_ ¡Ah! Preguntó por el niño. Puede enviárselo para que lo vea, pero solo por un momento antes de vendarla, después todos deberán retirarse, no quiero a nadie en la habitación_ aclaró secamente.
_Y yo, doctor ¿Preguntó por mí? Usted sabe que nunca me ha visto_
El cirujano vaciló. Lo quedó mirando un rato en silencio mientras se rascaba la cabeza en busca de una respuesta adecuada para ese pobre hombre, que si entraba en la habitación, seguro su esposa al verlo de golpe se tiraría por la ventana con hijo y todo.
_Mañana, señor. Con el niño ya es suficiente; si la forzamos demasiado podría perder la vista. Como le expliqué anteriormente, los ojos son órganos muy delicados, y no se olvide que estaban acostumbrados a la oscuridad total, así que el proceso va a ser lento_.
Cuando a la señora Collins le vendaron los ojos, como ordenó su médico, Jeremy se apersonó con un libro de poesías bajo el brazo, un ramo de rosas blancas y una sonrisa más voluntariosa que auténtica. Eufórica, ella lo llenó de cumplidos, el cuerpo de abrazos, y todo el tiempo no hizo más que hablar de su pequeño hijo “es hermoso, tiene ojos azules, nariz respingada, la piel transparente, se parece a los dos, mi cielo”, decía ensimismada… “¿pero cuándo podré verte a ti?”, preguntó por último. “Mañana”, contestó Jeremy sin mucho entusiasmo, y al rato se despidió con un beso breve en la frente, no sin antes hablar con el personal de servicio, pues su esposa deseaba un ultimo requerimiento.
Esa noche su marido no logró pegar un maldito ojo, y la servidumbre fue la que más sufrió sus incomprensibles cambios de humor. Sin razón aparente acusó a la encargada de la cocina por condimentar demasiado la cena, cuyo plato dio a parar al piso; a la de limpieza, por tenerlo tan brilloso, lo cual hacía reflejar su desconcierto; al jardinero, por hacer que las flores emitieran demasiado olor; al de las caballerizas, por que sus caballos relinchaban en voz alta y no lo dejaban pensar ni razonar en paz.... Estaba verdaderamente insoportable. Gran parte de la noche la pasó insomne caminando los pasillos de punta a punta vestido en su conmovedor pijama color amapola estampado a lunares negros, apagando y encendiendo candilejas, murmurando letanías alternadas con rezos, observando la luna a través de las ventanas, centrando cuadros a los que ya estaban derechos, fumando sin piedad.
Al día siguiente se presentó en el sanatorio con signos de fatiga. De tanto pensar en vano se quedó sin ideas y devastado, tenía los ojos ensombrecidos y se sentía asfixiado por un sollozo sufriente atravesado en la garganta. Como su esposa todavía estaba privada de la visión, disimuló su fatiga con una dosis de risa fingida, un anillo de diamantes y un gran ramo de rosas frescas cortadas de su mismo jardín, pero ella, dotada con el sexto sentido de todo ciego, logró percibir aquella sustancia ominosa emergiendo de los poros de Jeremy como un vapor de pantano que inundaba el espacio y se impregnaba entre los muebles, la cama y el vendaje. No le izo cuestionamientos, quizás intuyó el por que de su desazón.
En eso llegó el médico. Entró altanero con su guardapolvo desprendido de par en par, echando aire a cada paso, acompañado de un servil de hábito, quienes saludaron cortésmente a la familia y procedieron a descorrer el cortinado negro que tapaba el ventanal con vista a una fuente de aguas verdosas, en cuyo centro, un ángel desnudo orinaba la sustancia fundamental. Para disminuir la insolencia de la luz diurna y poder trabajar en un ámbito que se pudiera ver y no agrediera los primeros atisbos de visión del paciente, los profesionales colgaron un cortinado traslúcido, mezcla de algodón, grada y verde esmeralda, que dejaron la habitación sumida en un marco ambarino, como el mismísimo día de la creación, e inmediatamente el doctor procedió a retirar el vendaje con el meñique altivo, haciendo gala de la prodigiosa habilidad de sus manos de costurera. Entre tanto, Jeremy sufría. Confundido entre los muebles y la expectación del momento se colocó detrás del profesional, a un paso de la puerta, observando suplicante el picaporte cromado, sin poder contener una molesta sensación de presagio que le cruzaba el espinazo y le hacía castañetear los dientes. “Tranquilícese amigo, todo saldrá bien”, consoló el profesional. “Si, para usted”, pensó él.
Esos cinco minutos resultaron fatales en la vida de Jeremy Collins. Una andanada de pensamientos telúricos se le agolparon en la sien: lamentaba por que no le había hecho comprender la verdadera causa de ser quien era, solo tengo una cicatriz insignificante, le había dicho a su esposa… nunca creyó que por esas casualidades del destino ella recobraría la visión, ni tampoco tuvo valor para negarle aquel don, vendito y agraciado sentido que sirve para ver la existencia y, descubrirlo.
A Jeremy, no lo traumaba tanto su condición de fenómeno, sino la hipocresía popular. Desde un principio consideró su deformidad como un error fatal del destino, un fortuito accidente del vivir que eclipsaba su verdadera esencia, y en muchas ocasiones de soledad llegó a creer que estaba pagando enmiendas de origen abolengo. Pero su fuerte no era la especulación azarosa, la caza de brujas ni el consuelo de los tontos. De tanto leer novelas y comprender las ciencias, llegó a la insalvable conclusión de que el ojo humano era un elemento hereje y, así como es el más importante de todos los sentidos, también peca de superficial, por que este pretende la perfección de las cosas y no juzga la prioridad interna del sujeto. Pensaba que ahora, cuándo su esposa recobrara la vista, seguro le daría un sofocón. “Cuándo me vea con su único ojo sano va a dar un grito ¿Que aré en ese caso? Va a querer separarse de mí, lo sé, lo comprendo... Quién va a querer estar al lado de un monstruo. Si eso sucede le compraré una linda casa frente al mar y mandaré a toda mi servidumbre para que los atiendan, pues ya la conocen, y no los necesitaré. Mientras tanto voy a seguir leyendo y escribiendo así la muerte me sorprende idiotizado, si antes no me tiro al mar con una piedra atada a los pies”.
Ya se imaginaba solo en su gran casa bacía de almas, donde sobraría espacio y faltaría consuelo, rezando los primeros días para que volviera Elizabet y lo perdonara, gritándole al cielo que no tenía la culpa de ser así, te amo, los amo. En ese proceso de pensamientos contradictorios, el cirujano sacaba el último vendaje, pero Jeremy abstraído, miraba un rincón de la sala y rezaba encomendándose al altísimo, pidiéndole se haga su voluntad así en la tierra como en el cielo. En medio de esas meditaciones absortas un protestar del médico lo trajo en sí.
_Pero… ¡Que ha sucedido aquí, por amor a Dios! ¿Anduvo usted tocándose el vendaje, señora?_No… Contestó ella, segura_ ¿Ve esto?_Preguntó nuevamente con expresión mohína, blandiendo sus delicadas falanges a veinte centímetros de la cara su paciente_
_Es su mano, doctor. Lo sé por que la percibo, y le diré que emite un hermoso campo azul, como el de las auroras boreales; eso significa buena salud y un karma nivelado, igual que mi hijo, pero distinto al de mi esposo que lo siento como una brasa agónica _ respondió la paciente más interesada por el entorno de su familia, que en su percepción extrasensorial.
_ ¡Entonces, no ve!_
_No, señor. _
_Señora, usted no comprende… se ha lastimado el único ojo sano que le podía devolver la capacidad de observar ¿Como fue eso posible?_
_Debe haber sido mi hijo, doctor. Durmió toda la noche conmigo por que aún se alimenta de calostro, y lo hace cada tres o cuatro horas ¿como iba a dejarlo sin su alimento? Pero debo decirle que anoche lo noté intranquilo_
_ ¡Pero que barbaridad! ¡Aquí, señores míos, se corre en juego mi prestigio y el de la institución! Di terminantes ordenes de que permaneciera sola ¿Quién fue el responsable de esto? _ Preguntó endiablado camino a la puerta de la habitación y enseguida reunió al personal para la reprimenda, pero Elizabet, sintiéndose culpable por el soborno que había ofrecido a las empleadas lo llamó y asumió toda la responsabilidad.
_Entonces, lo lamento señora… lo lamento Jeremy. Al parecer el niño, mientras usted dormía, ha tocado el vendaje con intención de sacarlo, pero, bueno, ya sabemos el resultado, seguirá ciega Elizabet_ y se despidió compungido, era esa una de sus primeras intervenciones y le hubiera gustado que saliera como estaba previsto.
Cuándo quedaron solos, Jeremy se sentó al borde de la cama y acariciándole suavemente las mejillas, la frente, su largo cabello dorado, intentó consolarla con palabras dulces “Lo siento mucho, Elizabet, esto es mi culpa, no debí ofrecer dinero a las religiosas, nuestro hijo debería haber estado en casa, no imaginé que estaba en juego tu salud”, consoló entre festivo y apesadumbrado.
_Amor, no te aflijas tanto, considéralo obra del destino. Culpar a nuestro hijo sería sacrilegio. Lo más importante es que conocí el fruto de nuestro amor, y eso, para mí es suficiente_ consoló su esposa.
Jeremy, aún desconcertado, pero extrañamente feliz, la fundió en un abrazo sincero e interminable. A través de sus hombros posó la vista en el mismo abismo lejano donde se había encomendado a la Divina Providencia para que lo ampare de su tormento y salvara su matrimonio, pero en el lugar donde había visto sombras y la manija de bronce de la puerta, ahora estaba Dios en persona con sus sandalias repujadas, su barba de días y su bata de lino blanco, quién cómplice, le guiño un ojo.




Texto agregado el 20-07-2008, y leído por 63 visitantes. (0 votos)


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