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Anastasia





De pie, sobre la angosta entablada de un muelle en Punta Brava, Anastasia, la bella, atisbaba con pesar el blanco horizonte de su Mediterráneo, sin poder evitar desprender por un instante la imagen de Prometeo, aquel negro alucinante que solía amarla con pasión desbordada en el interior de un galpón silencioso, invadido de penumbras frescas y custodiados por obedientes caballitos de mar. Lo conoció sin querer una primavera de 1956, una tarde aburrida de sol intenso, un día igual a los demás, y entró en su vida con tanta discreción, que nadie vislumbró en él los signos de la fatalidad ni sospecharon que su presencia tendría el efecto de un tifón en la Península Ibérica. Por esa época era una adolescente estival, un ángel de dieciocho años llena de luz y de vida. Tenía hombros pequeños y caderas firmes, anchas, preparadas para la maternidad, y siempre se la podía ver sonriendo, irradiando luz de todos sus poros y altiva, pues estaba dotada con los modos altruistas de todo aquel acostumbrado a respirar de esa paz marítima. Era una autóctona de la costa blanca que de tanto calor e intemperie se le había tostado la piel color bronce, como las puertas de Babilonia, y sus rubios cabellos lisos, largos hasta la cintura, solían mimetizarse con el arenal de la playa. Aquella imagen de sirena, muchas veces llamaba la atención a los pocos turistas que llegaban tranquilos a vacacionar por aquellos aquelarres, como también el misterioso fulgor de sus ojos diágala. Los que se animaban a cruzar algunas palabras con ella, quedaban deslumbrados, no solo por su apariencia, sino por la simplicidad de su ser. Todos se asombraban del tamaño de sus manos, igual que de sus pies de geisha, pero eso no le disgustaba, por el contrario, ese halago la hacia sentir más femenina y, sobre todo, le recordaban a su madre, una hermosa dama de origen asiático quién tubo la desgracia de morir joven cuando limpiaba unos peces en la playa y de repente arreció un tsunami. Pero eso es otra historia.
Por entonces, Anastasia vivía sola con su padre, un viejo andaluz con alma de fuego y manos fuertes, pescador por excelencia, un hombre curtido de viento y sal, en una cabaña sólida construida sobre la costa de Altea, cuyo maderamen expelía el mismo halito espeso del mar. Desde que su madre se había ausentado a ella no le quedó otra alternativa que tomar el control de la casa como mejor pudo, y se organizó de tal forma que jamás se sintió el rigor póstumo de la nostalgia. Desde que el sol asomaba tibio sobre la isla de Ibiza, hasta el arribo de su padre en el ocaso trayendo su cargamento de peces, ella se hacía tiempo para asear las dependencias, salir de compras, cocinar y concurrir a una escuela en la ciudad; en el futuro soñaba con recibirse de bióloga marina, no solo para tener un mejor vivir y trabajar de lo que le gustaba; pretendía sacar a su padre de aquel calvario de mar y viento antes de que lo estropee la decrepitud, y el agua le oxide las articulaciones.
_No trabajéis tanto, padre. Os contrata alguien que por lo menos te ayude en las tareas pesadas, ya no eres un veinteañero y a este paso me dejareis huérfana_ le decía en tono de broma.
_Hija, aquí son todos tan chochos como yo, es difícil encontrar gente joven, pero veré que hago”, contestaba.
Anastasia se mantenía casta y serena por que no solo obedecía un protocolo de principios píos cultivados en el ceno de una familia chapada a la antigua, sino, que al verla tan hermosa y rutilante, todo aquel que osaba pretenderla se sentía cohibido ante su belleza y temiéndose rechazados de antemano la evitaban como a un fenómeno, además, el villorrio en que vivía comprendía unas diez casuchas deshilachadas, todas habitadas por viejos pescadores con más años que vida. Allí, la existencia, a veces se tornaba tediosa para Anastasia. Cuando no tenía nada por hacer ni que estudiar, el tiempo, con todos sus minutos y centésimas daban la impresión de estirarse hasta el infinito. En esas circunstancias lograba mimetizar sus sentidos con el mismo ritmo de la naturaleza. Aburrida y sin otra cosa que hacer, se sentaba al borde del muelle con las piernas cruzadas, como un hindú, y, con los ojos cerrados y los dedos atenazados lograba centrar su karma, al cual luego liberaba como un espectro y este se escabullía entre las cosas mundanas. En esa sublime ingravidez lograba mimetizarse con el entorno; se convertía en un ser inmaterial, como lo era cada partícula de arena o agua, de sol o madera antigua, otras veces era brisa, sutil, invisible, corpórea majestad bailando errante a trabes del espacio abierto; también solía ser canción, rumor de olas, graznido de gaviotas. No sabía por qué, pero amaba esas sensaciones extracorpóreas; ser todo y ser nada a la vez, no había nada igual para Anastasia, así como son las sombras de los árboles o la luz difusa de la luna, hasta que un día sus aguadas costas y sus delirios karmicos se vieron alborotados por la astral imagen de un joven pescador aparecido de la nada.
Este se presentó de improviso, justo cuando Anastasia divagaba con atardeceres lentos, sintiéndose parte de la naturaleza. Era un morisco alto, de anchas espaldas y piernas rubicundas, tenia el rostro agradable con una barba de tres días y de la frente le colgaban tres bucles hirsutos, que disimulaban un tanto el brillo de sus ojos incandescentes. La saludó estrechándole la mano cortésmente, y con una enorme sonrisa de hiena dijo llamarse Prometeo, advirtiendo que no andaba por casualidad, buscaba a un tal Romualdo Quiroz, por cuestiones de trabajo. “Es mi padre”, dijo la niña, y mientras él llegaba, este le contó un poco de su vida. Tímido, le dijo que tenia veinticinco años y dieciséis pasándola embarcado. Como Américo Vespucio conocía los siete mares, cada puerto y todos los vientos del mundo, y de paso le narró una fábula fantástica donde un buen día le tocó pelear cuerpo a cuerpo con un monstruo mitológico, una cosa rara de tres cabezas y largos tentáculos, por que este pretendía hundir el navío en el que estaban trabajando. Podía hablarle horas y horas de sus travesías, era un joven con mucha historia, pero apareció Romualdo y lo dejaron para otra vez.
El padre de la niña jamás había peleado con ningún raro monstruo, ni cosa por el estilo, pero como él, también tenía el mar impregnado en la sangre. Su rutina venia de abolengo y consistía en la caza de moluscos gasterópodos, con gran aceptación en Francia; peces comunes y platinados a los que comercializaba a la vecina ciudad de Murcia y Cartagena, más una fina colección de caballitos de mar, tan delicados como cristales. A estos últimos los conservaba en agua limpia y oxigenada, dentro de grandes bateas de vidrio durante seis meses, bien alimentados, hasta que un enviado del Japón aparecía con dólares frescos y se los llevaba rumbo al Asia con el fin de exhibirlos en los más caros comederos nipones, hervidos y sazonados con las mejores hierbas aromáticas de Arabia y el Medio Oriente, pues su carne era apreciada por sus condiciones afrodisíacas.
Romualdo ya andaba un poco cansado de tanto trajinar y para darle el gusto a su hija había hecho correr la voz de que necesitaba un bracero. Al verlo fuerte y sano enseguida lo contrató. La tarea del muchacho consistía en clasificar toda la mercancía que Romualdo traía del mar, como destripar peces, lavarlos y guardarlos del calor en piletones con hielo, pintar y mantener el galón, la casa y el viejo muelle, que llevaba años sin manutención y otros menestrales durante cinco días a la semana, excepto sábados y domingos. Así fue como el viejo hombre de mar logró alivianar sus jornales, ahora se embarcaba con el alma sosegada y hasta con cierta paz moral, pues otra de las tareas asignadas a Prometeo era cuidar que a su hija no le pase nada, por que uno nunca sabe, para eso te pago muchacho, esta claro “Si señor. A la orden, usted manda”, contestaba con respetable sumisión, estrujando su gorra entre las manos, mirándose sus pies descalzos.
A través de la ventana de su habitación, ella lo veía llegar todas las mañanas con su trotecito cruzado, canturreando o silbando, vestido siempre sencillo con un pantalón de hilo crudo, su gorra y una blusa colorinche que enseguida se quitaba, aturdido por el calor. Entonces, su prodigiosa humanidad exasperaba la silla turca de Anastasia. De vez en cuando, disimulando sus deseos, se acercaba hasta el galpón para ofrecerle algo de beber y esa íntima proximidad la seducía aún más. “Cuéntame una de tus historias, Prometeo”, le pedía. Mientras él hablaba lo escuchaba atenta y admiraba sin disimulo su cuerpo torneado, su elocuencia, su mirada apacible, sus dientes perfectos. Por acción de una fuerza contraria a sus sentidos, que la tenían crepuscular, comenzó a descuidar la casa; ya no limpiaba como antes, condimentaba demasiado las comidas y en la escuela sus notas eran desastrosas. Hacía lo imposible para tratar de seducirlo con blusitas escotadas, pollerines cortos, a veces sin ropa interior, sin embargo, el muchacho parecía no fijarse en Anastasia. Quizás, esto era lo que más la intrigaba, era imposible imaginar que a ese hombretón le gustaran los chicos.
Una tarde, mientras Romualdo andaba perdido con sus redes en algún punto del Mediterráneo, Anastasia se acercó hasta él impulsada por la misteriosa fuerza de la lujuria, con ambas manos tomó su cara, lo miró fijamente y le obsequió un largo beso de novela. A Prometeo se le paralizó el corazón, las rodillas le temblaron y su piel se tornó cenicienta. Era tímido, y tan hombre que parecía jamás había estado con una mujer, ni pensar en un beso, no sabia como hacerlo. Pero ella, a pesar de que tampoco sabía bien, lo instruyó y juntos navegaron en el nuevo mar del amor recién descubierto. Hechizados, comenzaron a encontrarse mañana y tarde dentro del mismo galpón silencioso en que trabajaba su negrote, a la sombra de un rincón deliberado, donde en cada gemido los enamorados desprendían un pedazo de alma que hacia trepidar las chapas y relinchar a los hipocampos. Fue así como Anastasia dejó atrás su virginidad y, también Prometeo, y en cada retozo comprendieron que estaban hechos el uno para el otro, que el no creía en las casualidades, que llegó allí por que El Señor lo condujo hasta ese lugar, “creedme, cielito”, decía, y ella, sublimada asentía, para luego seguir amándose una, dos, cinco, mil veces más ¡Hay, Prometeo te amo! ¡Hay, Anita yo también!
Un día de lluvia aciaga y vientos cruzados, Romualdo regresó malhumorado, protestando y bajando santos del cielo por que era imposible trabajar en esas condiciones y cuándo abrió el portón los encontró desnudos, en una posición tan indecente que debió taparse los ojos para gritar ¡Que me lleva el diablo, coño…Con la nena no! ¡Giripolllas…! ¡Negro de la gran siete, ahora verás! Enconatado y balbuceando letanías de filibustero corrió hasta la casa en busca de su arma para acribillarlo a perdigonzazos, pero el morisco, ágil como pantera, salió levantando arena y desde ese día no se lo vio más por la comarca. Antes de irse, con un ruidoso beso en los labios le dijo claramente que la espere, por que en cualquier momento regresaría a buscarla y nos casaremos, amor, y tendremos muchos, pero muchos hijos. Esas palabras permanecieron latentes en la conciencia de Anastasia, era su combustible para vivir, pero a medida que pasaba el tiempo sin noticias de su “Romeo”, sentía derrumbarse por dentro. En vano intentó explicarle a su padre que eran novios y se amaban profundamente y amenazaba con matarse si no le permitía verlo. Pero, a palabras necias, oídos sordos; él no la escuchaba y era tal su tribulación que tampoco le dirigía la palabra. Para evitar sus reproches y peroratas de amores shakespearenos se internaba hasta muy tarde en el mar o en una fontanera cerca de la ciudad. Ella, por rumores de por ahí, estaba al tanto de que su amadísimo Prometeo se había instalado en una cabaña de las islas de arena situadas frente a su casa. Mientras tanto pasaba las tardes recorriendo el galpón, taciturna y, sentada en el mismo idílico rincón donde solían pelear sus íntimas batallas pensaba en voz alta para evocar su presencia. Luego se paraba en el muelle y allí esperaba horas enteras con la vista clavada en los medanos lejanos, con el único consuelo de verlo pronto. Al mes, mientras Romualdo pescaba hipocampos relinchotes y su vida se consumía en la misma rutina calcina de siempre, vencida por la tenacidad de aquel destino inexorable que se hacía rogar, siente a sus espaldas que murmuran su nombre. Al darse vuelta vio que era él, su Prometeo. Casi estalla de felicidad.
A sabiendas de que estaban solos, al menos eso parecía, corrieron de la mano rumbo al galpón, felices como cachorros, y con la urgencia del deseo retozaron de nuevo el amor, como antes, como siempre. En susurros le contó que un pariente pescador le había obsequiado una hermosa casa en las Islas Perdiguera y que sus sueños de vivir juntos podrían ser posibles, pero debían escaparse esa misma noche. Por supuesto, Anastasia no lo pensó dos veces y enseguida planificaron la fuga. En ningún momento se enteraron de que los estaban vigilando. Esa madrugada, cuando su padre hubo de dormirse con la profundidad habitual que lo caracterizaba, Anastasia tomó sus pertenencias; ropa de vestir y de cama, unas abalorios de su madre, libros de estudio, etc., y subidos en un bote robado en la costa se perdieron rumbo a sus sueños, secundados por el arrullo de las golondrinas insomnes, alumbrados por el farol providencial de una gorda luna de mayo.
Don Romualdo, luego de varios días de infructuosa búsqueda en los alrededores, preguntando por aquí y por allá, se encuentra con la espeluznante noticia de que debía apersonarse en la morgue de la ciudad de Murcia para reconocer dos cuerpos que encontraron flotando en sus costas. Los cadáveres estaban juntos, atados cruelmente de pies y manos, hinchados y cubiertos por un conglomerado de musgos pegajosos, con una expresión de vívido terror en los ojos, como si la muerte antes de llevárselos les hubiera mostrado su verdadera cara.. Para no darle el disgusto de ver a su hija en ese lamentable estado, el forense, luego de realizar la autopsia pertinente izo lavar con jabón y maquillar los cuerpos, y personalmente se encargó de cerrarles los párpados y pegarle los labios. En efecto, os reconoció; era ella, su hermosa y única hija, y el muchacho, Prometeo, pero, en realidad no eran dos, sino tres “lamento comunicarle, señor, su hija estaba embarazada de doce semanas”, advirtió el médico con autentico pesar.
Ese día, Romualdo sufrió una crisis nerviosa que le descompuso para siempre su existencia. Dicen que a los problemas no hay que buscarlos, ellos tienen el prurito de llegar cuándo menos te lo imaginas y, nadie está exento, aunque seas su amigo. Lo cierto es que todas las sospechas recayeron sobre él, su padre. En la medida que pudo se mantuvo firme y negó rotundamente los cargos que se le imputaban. Pero la ley, en estos casos no mide el padecimiento de los inocentes ni escucha afrentas, se remite a hechos, pruebas, burocracia de hierro, y las pesquisas descubrieron aquel altercado del galpón, al cual Romualdo no pudo desmentir. Mientras estuvo en prisión se declaró inocente, pero al año falleció victima del sufrimiento amordazado. Años después la causa fue abierta nuevamente gracias a un pariente de Romualdo que llegó desde Argentina, sorprendido por haber heredado una cabaña en la Costa Azul. Aquel era un joven abogado tan exitoso en su país, que el dinero le sobraba y cuándo se encontró ante esa cabaña desvencijada, su primera intención fue vender la propiedad, pero en su interior encontró fotos de Anastasia y conmovido por su belleza decidió saber de ella y conocer su vida a fondo. Las historias de parricidio no eran muy frecuentes, las había estudiado en la universidad de Buenos Aires, pero desde que ejercía su profesión nunca le tocó un caso, pero le fascinaban por el morbo y creía fervientemente que aquello se heredaba, como un mal congénito. Saber que una línea de su sangre gestaba aquel flagelo lo puso en alarma. Así fue como conoció al fiscal, y de tanto hurgar los papeles de la causa encontró a un sospechoso, al cual lo habían omitido por falta de pruebas. Este era el antiguo socio de Romualdo. Descubrió que el padre de Anastasia, luego del inconveniente en el galpón, declaró que le había encomendado la vigilia de su hija a este hombre del poblado, y el joven abogado se alarmó cuándo supo que ni siquiera lo indagaron.
Aquel era un viejo de buen caletre, en apariencia inocuo, pero de hábitos anacoreta. Con Romualdo eran coetáneos y se conocían de siempre. Desde que aprendieron el oficio de pescar se convirtieron en socios, y durante años trabajaron juntos hasta que un doctor le advirtió que si seguía embarcado y tomando agua ardiente se moriría en medio del océano, entonces se jubiló. Era un solterón empedernido, amigo de la concupiscencia y devoto del alcohol, las prostitutas y de los mismos delirios que pierden al hombre cuando la infancia es trastornada por descendientes de la misma calaña al cual fueron piratas. El muchacho reabrió la causa y apuntó todos sus dardos en ese hombre, y en poco tiempo lograron una declaración que absolvió a Romualdo de su condición de homicida, pero este, desgraciadamente no pudo revivir de las cenizas para escuchar el veredicto. El hombre, por así decirlo, atosigado por la culpa y avasallado por las evidencias de las nuevas pruebas en su contra; alcoholismo, tendencia psicológica al masoquismo, restos de la misma soga al que fueron atados las víctimas, fotos de Anastasia con membretes lascivos y otras tantas nimiedades encontrados en su casa, se declaró culpable y admitió ante una corte absorta que él fue el verdugo. Los interceptó a medio camino de su fuga, al cual ya sabía. A punta de cañón los amordazó y con lágrimas en los ojos los tiró al mar para que se murieran. A la pregunta de por qué realizó aquello, respondió que lo izo por que estaba enamorado de la niña, y si su cuerpo no sería de él… no sería de nadie.

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Texto agregado el 20-07-2008, y leído por 170 visitantes. (0 votos)


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