Ocurrió una noche de abril como otra cualquiera. Sentados, cuestionando las trivialidades del quehacer domestico, dio vuelta el significado de las frases. Tomamos presa el sentido de lo dicho y utilizamos las palabras como arma de doble filo, empuñando y soltando el arma según la posición de la víctima en nuestras manos. No derramamos sangre, ni vísceras al suelo, aunque si cayeron nuestro ego, nuestro amor y el respeto de ambos, manchando nuestra conciencia de color azabache. Cerré mi boca y después la puerta tras de mi. Retumbo el portazo en el vecindario como el eco de aquellas palabras en mi mente. Fue la furia, la ira o la cólera quienes guiaron mi camino, conduciéndome al lugar del orden de los vocablos, del significado de los desafíos, del tesoro de los escritores, el hogar de los literatos. Entré en el diccionario, caminé por los laberintos de la terminología y busqué refugio en la CH, en la letra impersonificada que necesita de la destrucción de la identidad de las otras dos consonantes para poder ser única y valida en su alocada existencia, en el desafío de su propia identidad. Pedí consejo a esa unión eterna y vi en su antónimo mi futuro: La discordia.