Cuando llegué al cercado, abrí lentamente la verja y allí estaban los más de 20 ejemplares de distintos tamaños, de ancho porte y cuerpo robusto que asentaban sus firmes patas en el suelo mientras parecían esperar ser víctimas de las travesuras de algún zagal.
El nutrido grupo de coches estacionados en el arcén de la carretera auguraban que no iba a ser fácil hacerse con una de ellas en aquella feria local, decenas de curiosos se agolpaban y rebuscaban de entre todas la mejor, comprobaban sus patas, la firmeza de su cuerpo, observaban por delante, por detrás…
De repente la ví, era la que yo quería, un ejemplar gris imponente. Recuerdo que los niños saltaban alborozados a su alrededor, el benjamín incluso se atrevió a subirse encima. La vaca aguantó sin el mínimo indicio de debilidad las judiadas del niño, y ello me confirmó que la elección era la correcta.
La cogí con las dos manos y la subí al techo de mi flamante ochocientos cincuenta, y mi satisfacción se volvió júbilo cuando comprobé que las guías del coche encajaban a la perfección en los rieles. Atornilladas las ocho “palometas” salimos con nuestra vaca en dirección a casa. Una vez cargada con las sillas, la mesa de camping, el colchón de la abuela, tres maletas, las bicicletas de los niños, una nevera de camping, la sombrilla de la playa, un jamón y el televisor portátil, tomamos la N2 rumbo a nestra casita de playa en Benidorm. |