Regresa a tumbos mi mente y me devuelve con cierta constancia los recuerdos de aquellas tardes en que, sentado en un café cerca de las ramblas, justo frente a una rotonda desde la que sepodía ver el verde letrero del corte ingles, pasaba las horas esperando que ella se acercara. Me cautivó su porte y manera de andar desde la primera vez que la vi, sentada con un libro en la mano y tomando un café.
Bonita no era, no se podría decir eso de ella. Era, mas bien, algo fea. Los ojos corrientes, como los de cualquier otra de las que por ahí pasaba, lo mismo se podía decir de su boca, de su pelo y en general de toda ella, y en eso, precisamente en eso, es en lo que se encontraba su verdadera atracción. Siendo tan común y corriente, con tan poca gracia, sin dirigirme una palabra o tan siquiera una mirada, me enamoró de un solo golpe.
Yo volvía todas las tardes, con un libro en la mano, a pasar largas horas tomando café o a veces, alguna cerveza. Caminaba por las ramblas y volvía al café una y otra vez. Algunas tardes, pocas, ella llegaba y se sentaba con su libro a tomar un café, mi tarde se iluminaba y me encontraba pletórico de felicidad, con la fuerza suficiente para soportar esos días que vendrían sin verla, sin saber de ella...
Un sábado, un sábado cualquiera la vi llegar, tome valor y caminé hacia su mesa. Me plante frente a ella, las manos sudorosas, las piernas temblorosas y tartamudeé una secuencia de palabras incomprensibles. Ella, con esa cara de ángel mal esculpido, rió, rió con un placer que me hizo olvidar los nervios y pude hablar con ella. Quedamos en vernos la semana siguiente en el mismo lugar...
Que lástima, al día siguiente tome un avión que me llevó al otro lado del atlántico, nunca volví a saber de ella.