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l Diljah se hallaba al máximo de su crecida y el barrio de mercaderes en los extramuros de la ciudad hervía de actividad. Caravanas procedentes del oriente portadoras de seda, especias y opio hacían escala obligada en la ciudad de Bagdag. Vendedores de alfombras pregonaban su mercancía, aquí un joyero, más allá un viejo fakir tratando de hipnotizar a una cobra tan vieja como él. Barullo de discusiones y regateos, de músicas y pendencias, de golpear pezuñas de camello y cascos de caballo. Al fondo, tras las puertas de la ciudadela y ocupando el interior de un primer anillo de murallas, la residencia del Califa Harum-Al-Rashid, nieto de Al-Mansur, fundador de la dinastía Abasí . Su palacio, una imponente construcción de cúpulas marmóreas, es el primer edificio que los viajeros ven al acercarse a la ciudad. Rodean éste dos círculos de murallas entre los que se encuentra la selecta guardia del Califa. En el exterior de la segunda muralla hallamos la“Masnah” o lugar de residencia de los habitantes de la ciudad. Una tercera muralla concéntrica rodea la Masnah. fuera de la cual se encuentra, como ya dijimos, el barrio de mercaderes. Olores a sándalo y boñiga de camello, a oro y adobe. Es una miscelánea de sensaciones la que recibe a los visitantes de la cashbah.
El recién llegado no pareció sorprenderse del terror místico que inspiraba su presencia. Estaba acostumbrado a ello. Su llegada era anunciada con la suficiente antelación con címbalos primero y golpes de fusta después para que la calle fuera despejada a su paso y la gente se arrodillase hasta tocar con la frente el suelo en señal de respeto. Su aspecto impresionante a lomos de un alazán entero, sin castrar. Su vestido de fina seda y con turbante de lino que dejaba ver la turquesa que delataba su dignidad de Gran Visir. De su cintura colgaba un alfanje con empuñadura labrada en plata y de su cuello un cordón de oro con una media luna en el extremo. Delante del Gran Visir una guardia a pie formada por diez hombres selectos y dos jinetes cerrando la comitiva.
El grupo se detuvo. De una calle colateral a su marcha provenía un fuerte escándalo originado, sin duda, por una trifulca entre mendigos. El visir dio órdenes de detener la marcha. Tiró de las riendas del caballo y se dirigió hacia el lugar del conflicto. Tres hombres de mediana edad y de aspecto desaliñado se encontraban sumidos en una escandalosa pelea en la que todo estaba permitido. Uno de ellos portaba un bastón con el cual repartía golpes a diestra y siniestra con singular maestría. Los otros dos también repartían golpes con no menos profusión. El visir ordenó detener la pelea y que los tres hombres fueran llevados a su presencia. Fueron necesarios los esfuerzos de dos soldados y el látigo de un tercero para terminar con la refriega. Dos de los pordioseros, pues de pordioseros se trataba, nada más ver a quien había interrumpido la disputa se tiraron al suelo hasta tocar éste con la frente. El tercero permaneció en pie blandiendo su bastón hasta que uno de los guardias le dijo:
- Al suelo, miserable, que es el Visir ante quien te encuentras.
Al mismo tiempo otro de los miembros de la escolta que por su aspecto se destacaba de los demás soldados cuchicheó algo al oído del Visir.
Mientras tanto el hombre del bastón había seguido el ejemplo de los anteriores. Fue entonces cuando la voz del jinete se hizo oír:
- ¡Por Alá!… ¿Puede saberse cuál es el motivo de vuestra pelea?. Debe ser importante para que os golpeéis de forma tan feroz… Levantaos y contadme. Tú, el del bastón, dime lo que ha pasado.
- Señor, como podéis ver por vuestros ojos, somos tres mendigos que hemos sido condenados por la voluntad de Alá a padecer imperfecciones en nuestras almas y en nuestros cuerpos. Yo estoy cegado a la luz, éste es ciego al sonido y ese otro carece de pies, así es que para ganarnos la vida no nos queda otro remedio sino el mendigar y así hacemos que los demás hombres cumplan con el precepto de la limosna y cumplir con el precepto del Santo Libro y con el mandamiento del Profeta.
- ¡Cesa tu deleznable graznido! pues si el Supremo ha maldecido tu vista no ha hecho lo mismo con tu lengua. Y para no ver, te digo que manejas el bastón con arte que no dabas golpe que no pillase cabeza o costilla ajena. Ahora tú, cojo, dime el motivo de la pelea.
- Señor. el ciego ha dicho verdad. Con nuestra presencia las almas se santifican en la gloria de Alá. El motivo de la pelea no es otro sino que hallándonos los tres pidiendo a un gentil una moneda con que poder comprar comida a nuestras familias, el hombre con afán de divertirse ha arrojado una pieza de oro a la vez que gritaba que pertenecería a aquel que la cogiese. El ciego, el sordo y yo nos hemos arrojado al suelo como chacales en pos de la moneda mientras aquel que nos la dio se daba golpes en la barriga de la risa que le producía el vernos pelear.
- Sordo, dime si puedes leer en mis labios según hablo.
- Los leo, mi señor, pero eso no menoscaba mi defecto ante los otros. Mi desgracia es tanta que no podría oír el melodioso canto de una mujer en las tabernas, si es que alguna vez hubiera entrado yo en esos establecimientos malditos por el Profeta. Tampoco puedo escuchar en la noche el llorar de mis hijos, no puedo regatear a un mercader porque me engañaría y la gente se ríe de mi voz sin tono y…
- Detente, en verdad tu defecto es grave y quizás merezcas tú la moneda. Dime tu, cojo. ¿Eres más infortunado que tus compañeros?. Cierto es que careces de pies pero ello no te impedía patear con furia durante la pelea…
- Lo soy, mi señor, Los chiquillos me tiran piedras cuando me ven pasar y las viejas dicen que traigo malos agüeros. No puedo desplazarme sin la ayuda de mis muletas y eso me impide cargar cosas en las manos. La desgracia está en mis piernas y no puedo sino pedir para poder sobrevivir. Creo ser el más desgraciado de los tres y por tanto merecedor de la moneda.
- Ciego, sospecho que también tienes algo que decir a todo esto.
- Señor, es triste vivir siempre en la noche, no poder apreciar el rostro de una mujer hermosa ni admirar la creación de Alá. Yo si que soy maldito por mis ojos y el más desgraciado de los mortales. Merezco más que nadie la moneda.
- En verdad que me habéis conmovido y por eso no os haré azotar. La duda anida en mi corazón y no quisiera ser injusto y pues justicia es la que debo repartir. Dispongo que sea el pueblo quien decida cual de los tres es más infortunado. Seguiréis pidiendo limosna durante un año. Al cabo de éste os presentareis ante mí y parece lógico que aquel cuyo defecto cause más pena sea el que más limosnas reciba. Por tanto el que más monedas tenga reunidas de hoy en un año será quien reciba esta moneda de oro y otras 99 más para de esta manera aliviar sus penas en el futuro.
Los tres mendigos callaron, la voluntad del Visir no debía ser puesta a prueba. La comitiva real se fue dejando pensativos a los tres contendientes. El primero en retirarse fue el cojo que llegando a su humilde choza en el barrio del puerto llamó a su mujer y le contó lo sucedido. Esta le dijo:
- Cien monedas de oro son muchas monedas, Son diez veces los dedos de las dos manos y eso nos permitiría vivir holgadamente el resto de nuestra vida. Es preciso que ganes y no lo vas a conseguir solo pidiendo. Trenzaré esteras que tu venderás en el mercado. Luego dirás que lo obtenido es consecuencia de la caridad que tu defecto inspira. El mercado es grande y nadie se dará cuenta de nuestro ardid.
También el ciego se marchó e iba cavilando mientras se dirigía a su casa en la parte más humilde de la Masnah. Decíase a sí mismo:
- Cien monedas son muchas monedas y aunque mi desgracia es grande sería posible que los otros obtuvieran más limosna que yo. No necesito mucho esfuerzo para fabricar un recipiente con agua de azahar y venderlo en el mercado. Los naranjos florecen en esta época recogeré las flores caídas, hirviendo éstas y haciéndolas fermentar obtendré un delicado perfume que luego venderé. En un año habré ganado lo suficiente y esas 100 monedas serán mías.
También el sordo rumiaba parecidos pensamientos:
- Veamos, se decía, no es muy difícil conseguir unas hojas de palmera joven que luego machacaré. coceré y prensaré. De esta manera conseguiré una fuerte armazón que cubriré con resina de cedro y dejaré endurecer al sol. Más tarde las cortaré de manera adecuada siguiendo la forma de mi propio pié. Si luego les añado unas tiras hechas a base de piel de camello habré elaborado unas bonitas sandalias que no me costará demasiado vender y añadir las monedas obtenidas a lo ganado con la limosna. En un año me llevaré esas 100 monedas.
Así pues, cada uno de los tres mendigos empezó a fabricar y vender esteras, esencias y sandalias. Tanto éxito tuvieron en sus empresas que pronto pudieron tener nuevas esposas mantener concubinas y comprar esclavos que trabajaban fabricando cada vez más y mejor. Compraron también nuevas casas y no había caravana que llegase a la ciudad que no fuera visitada por los tres hombres. Pasó el año y se dirigieron los tres al palacio del Visir. El guardián que estaba a la puerta no se asombró de la entrada de tres ricos mercaderes montados en espléndidos caballos y que iban acompañados de numerosa servidumbre. Recibioles el Visir en la sala de audiencias primero al ciego y le dijo:
- Bien ciego, por Alá que la miseria en tus ojos ha conmovido la piedad de las gentes pues tu vestido es de fina seda, tu turbante de hilo y tienes numerosa servidumbre. ¿Qué ha pasado este último año?.
- Señor, debo confesaros que comencé a vender agua de azahar, visto el éxito que tuve inventé nuevas mezclas de esencias que he vendido y a las que he sacado un buen precio. Os traigo un regalo que ruego aceptéis, Es un destilado aromático del más rico sándalo por el que más de un hombre rico estaría dispuesto a pagar más de las cien monedas de oro que me prometisteis. Dad pues esas cien monedas a alguno de los otros dos mendigos que las han de necesitar más que yo, pues ya veis que soy nombre rico.
- Bien, retiraos a la habitación que os indicará mi mayordomo y esperad ahí.
El ciego así lo hizo y el Visir mandó llamar al cojo. Presentose éste, al igual que el anterior, y después de ser autorizado a hablar dijo:
- Señor, después de vuestra promesa y con el fin de ganar las cien monedas me puse a fabricar esteras de cáñamo y a venderlas en el mercado. Fueron muchas las esteras vendidas y luego vinieron alfombras y tapices. Contraté a artistas que elaboraron bellos diseños y también compré esclavos que transportaron la mercancía. Señor, soy rico y poderoso, entregad esas cien monedas a quien las necesite más que yo. Os traigo un rico presente, una bella alfombra digna del mismísimo califa que os ruego aceptéis como muestra de mi agradecimiento.
El Visir aceptó el regalo e hizo esperar al cojo en otra sala. Finalmente hizo llamar al sordo que una vez llegado así habló:
- Señor, pido perdón por éste miserable que una vez pretendió engañaros. Para incrementar mis ingresos y conseguir vuestro premio me puse a fabricar sandalias primero y babuchas después. Mi negocio ha sido próspero y por mis calzados suspiran los maridos y sus mujeres. Mi fortuna es grande y en muestra de arrepentimiento os traigo unas magníficas babuchas elaboradas en seda forradas de lana de Karakoul y bordadas con hilo de oro que os ruego aceptéis. No preciso las monedas, se las daréis a quien las necesite más que yo.
Una vez escuchado el tercer mendigo el Visir mandó llamar a los otros dos que se hallaban en salas distintas. Cuando los tres hombres se reconocieron vestidos como estaban de ricos comerciantes se echaron a reír pues se dieron cuenta de que a los tres se les había ocurrido la misma triquiñuela. El serio aspecto del Gran Visir les hizo callar. Una vez en silencio les dijo:
- Erais hombres pobres y ahora sois ricos, no olvidéis vuestros orígenes ni reneguéis de ellos. Tratad a vuestros esclavos con dignidad y no les azotéis si no lo merecieran y cuando lo hagáis lavad sus heridas. No engañéis en vuestras ventas porque la voz se extendería como el aceite de un candil caído pero tampoco seáis necios y regaléis la mercancía que lo regalado no merece aprecio. Finalmente os recuerdo que la maldición no estaba en vuestras piernas ni en vuestros ojos ni en vuestros oídos, la maldición estaba en vuestros corazones y ha sido la avaricia quien os ha librado de ella, pero mirad que la avaricia desmedida es causa de odios y miserias, sed generosos con los demás como un día yo lo fui con vosotros.
Los tres hombres se despidieron del Visir y salieron del palacio agradecidos por los consejos. Una vez que hubieron salido, el Gran Visir giró lentamente, dio tres pasos y se sentó en los cojines que servían para tal efecto. Se rascó la barba pensativo y sonrió, ninguno de los tres hombres se había percatado de que también él era ciego.

Texto agregado el 18-07-2008, y leído por 690 visitantes. (5 votos)


Lectores Opinan
14-03-2014 Enseñanza del gran visir!!! efelisa
31-01-2009 Tiene dos aspectos de admirar. Por un lado la historia casi de cuento infantil, muy bien contada y con una anecdota traviesa. Por otro lado, el imoportante reto de mantener una estructura de cuento de las mil y una noches. Muy bien logrado como pieza completa y de paso como ejercicio. meaney
04-01-2009 ¿conoces a Sherezad? Ella te envidia. ninive
19-12-2008 Esta cuento es bellisimo en su forma y su contenido.Da para mucha refleccion. Desde mi sillita de lectora un gracias enorme por haber escrito algo tan lleno de belleza y sabiduria ******* shosha
10-12-2008 El final envuelve una paradoja, es el bote que rescata al cuento pero también parece fuera de contexto, aparece de repente, sin ningún aviso previo. A mi modo de ver, hay demasiada sabiduría y conocimientos milyunochescos que hacen muy pomposa la historia pero que a final de cuentas vienen sobrando. Creo que tiene usted que aprender a recortar. cachuli
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