Me contaba Anémona que fue testigo del avión que cayó en Puerto Montt. Y me lo comunicaba para que yo escribiera algo sobre eso, porque ella estaba en otra onda. Me dijo que vio pasar la nave herida, con una enorme estela de humo negro precediéndola y que luego supo de la trágica caída de un avión en las cercanías.

Mientras me contaba todo aquello en el chat, yo iba rememorando esos espantosos sueños en que aviones extraños sobrevolaban los cielos y desde el patio de mi casa, yo contemplaba como se producía un estruendoso choque y luego, las máquinas caían como pájaros muertos sobre las inmediaciones. Los sueños son imprecisos, a menudo se escatima el color y los detalles. Aún así, la sensación de desasosiego predomina sobre toda otra consideración. Aún ahora, me estremezco al recordar ese sueño difuso y me aterra la idea de ser testigo alguna vez de tan catastrófica situación.

Por eso, me conduelo con mi amiga, pienso que el impacto visual de encontrarse a boca de jarro con un hecho tan impactante, invocará peores imágenes en sus sueños. Y su poesía, a la cual ella es tan adicta, se contaminará con estas briznas de humo, con ese olor a tragedia, con esa muerte sobrevolando los húmedos tejados de Puerto Montt.

Por lo tanto, ahíta mi alma de presentimientos aciagos, sólo ensayo una particular plegaria por todas las víctimas y también por Anémona. Dios quiera que sus sonetos no hayan sufrido merma, que sus melancólicas evocaciones poéticas no se desvíen de sus abstractos objetivos. Y que, ojalá ningún otro bólido llameante cruce los gélidos cielos de su ciudad. Para bien de su alma, de la mía y de nuestras más oscuras pesadillas...