Cierro los ojos e inhalo el dulce aire que me rodea. Siento una calma indescriptible, incluso con las voces cantarinas de nuestros amigos. Parecen inexistentes. Todo lo que importa, todo lo que vive, está más allá de ellos.
Al abrir los ojos te encuentro mirándome. De inmediato un calor invade mi rostro, y siento cómo me sonrojo ante tu atención. Estoy bajo el foco de luz de esta obra teatral de la cual somos parte. Un vals secreto, un sentimiento oculto y a la vez evidente y reconfortante. Y entonces… me invaden los recuerdos…
Nos conocimos en mi academia. Aquella tarde me apresuraba a mi clase. Llegaba tarde, así que decidí correr para, por lo menos, no perderme más de quince minutos de clase.
En ese momento, tan distraída como estaba, ni siquiera noté el escalón que se encontraba frente a ti. Mucho menos noté tu presencia. No noté que te encontrabas sentado allí, apoyado en la pared, fumando tranquilamente tu cigarrillo. Y así… caí tendida frente a ti.
No pude levantarme de inmediato. Era incapaz de sentir mi pierna. El dolor me mareaba. Llenaba cada parte de mi cuerpo, y por un momento perdí la respiración. Bajé la mirada y vi sangre en mi rodilla. Una cortada.
- ¿Estás bien?
Subí la mirada y te vi por primera vez. Estabas inclinado hacia mí. Tus ojos castaños brillaban con cierta preocupación. Tu rostro, que generalmente es tan inexpresivo y distante, me impresionó profundamente. Tu largo cabello oscuro estaba recogido pulcramente tras la nuca, y tu oscura vestimenta hacía resaltar tu piel clara.
Sentí un rubor colorear mis mejillas, y el sentimiento de dolor pareció desvanecerse por un momento.
- Si –susurré, sin aliento-.
Intenté levantarme apresuradamente, pero fue entonces, cuando olvidé tu rostro por un instante, que el dolor de la herida me invadió de nuevo. Lo notaste de inmediato, y extendiste tus brazos para amortiguar mi inevitable caída.
- Puedo verlo –dijiste, sonriendo amablemente-.
Aunque ese debía ser un comentario irónico, no había reproche ni desprecio alguno en tu voz. Aquello me relajó, y a la vez me hizo sonrojar aún más. Mi corazón latía con tanta fuerza que, por un momento, temí que llegaras a escucharlo y rieras.
Y, repentina e inesperadamente, me alzaste en tus brazos, e ignorando mis protestas con aquella sonrisa cálida, emprendiste el camino hacia la enfermería.
En ese entonces no sabía nada de ti. No tenía a nadie a quien amar ni que me amara. Sin embargo, la sensación de ser protegida por tus brazos alivió, por un instante, mi terrible soledad.
Estuviste conmigo en la enfermería hasta que me atendieron. No dijiste nada. Te dedicaste a leer, sumido en tus propios pensamientos, una revista que habías encontrado en la mesita contigua a mi cama.
Me sentía nerviosa e incómoda allí a tu lado. Los únicos sonidos que atravesaban la habitación eran el constante ruido de un ventilador (que no lograba atenuar el calor que envolvía el lugar) y los pajarillos fuera de la ventana, cantando ocasionalmente.
Al llegar el doctor a la habitación te levantaste suspirando, y tras despedirte con un breve “Suerte”, no volví a verte por un tiempo.
Fue sólo una pequeña cicatriz y una pierna magullada. Pero… ¿por qué, entonces, un vacío me invadía cada vez que la miraba?
Me sorprendió encontrarte de nuevo tres semanas después.
Trabajaba a medio tiempo en una televisora local. Sólo un pequeño trabajo como asistente. Algo que me ayudaba a costear mi educación y a pagar la renta de la habitación que compartía con mis amigas.
Todas las tardes trabajaba con ahínco. Por alguna la razón la soledad que me invadía en esos momentos lograba liberarme del mundo que me rodeaba. Me sentía en paz, independiente, lejana a todo y a todos, sin pasado ni futuro, con una función a cumplir.
- ¿Cómo sigue tu pierna?
Esa voz de nuevo. Tu voz. Aquél sonido que casi había olvidado, y que a la vez aparecía una y otra vez en mis sueños.
Giré bruscamente y te encontré allí, junto al marco de la escalera, apoyado en la pared, fumando como aquella vez. Sonreías, con tus ojos castaños y dulces. Mi corazón, de inmediato, comenzó a retumbar en mis oídos, mientras que, a la vez, mi rostro enrojecía a gran velocidad.
- E-Está bien –balbucí-.
- Me alegro –respondiste-. ¿Trabajas aquí?
Asentí.
- Yo también. Oficina 6-A-. Jefe del Departamento de Diseño.
“¡Tan joven! ¿No se trataba de un estudiante? ”, pensé. Probablemente mi confusión se reflejó en mi rostro, puesto que reíste en voz baja y dijiste:
- Acabo de graduarme. Mi padrino dirige esta compañía.
- ¡Increíble! –murmuré, sinceramente asombrada, puesto que se trataba de una de las televisoras más importantes del país-.
Sonreíste dulcemente de nuevo, y entonces pronunciaste las palabras que lo iniciaron todo:
- Se acerca tu descanso. ¿Quieres ir a tomar algo?
Aquella tarde fuimos a un café cercano. Preguntaste muchas cosas acerca de mi vida, y parecías profundamente interesado en escuchar mis anhelos y temores. Nunca antes me había sentido realmente escuchada como esa vez. Comprendiste incluso mis confusiones, y asentías, silencioso, mientras tus ojos penetraban los míos, los cuales yo desviaba, inevitablemente.
Finalmente tomaste nota de mi número, y la promesa de una llamada quedó grabada en el fondo de mi mente mientras te despedías sonriendo.
Pero pasaron días, y fue cinco semanas más tarde que supe de nuevo de ti.
En aquella ocasión pensé que mi corazón saltaría de mi pecho cuando, al responder la llamada, escuché tu voz. Me invitaste a salir, y te disculpaste por no haber llamado antes, puesto que tu trabajo te lo había impedido.
Después de eso, salimos varias veces al cine, a caminar, a tomar algo,… y siempre querías escuchar sobre mí. Sonreías, y me ayudabas con mi torpeza, cuidándome de innumerables caídas o corrigiendo mis errores a la vez que, dentro de mí, aliviabas mi sed de compañía.
Y entonces, meses después de conocernos y hacernos cercanos uno al otro, sucedió…
Habíamos salido a ver una película aquella noche. Al salir nos encontramos con una lluvia torrencial. Yo debía volver caminando, mientras que tú, con tu salario, podías permitirte un taxi para regresar a tu hogar.
Inmediatamente pensé en que no podría presentarme al trabajo el día siguiente, puesto que probablemente atraparía un terrible resfriado. Mi mente fantaseó con un desesperante futuro: sería despedida.
Sin embargo, cuando volví a la realidad, estabas tomando mi mano, dirigiéndome hacia un taxi con un brazo sobre mi cabeza, protegiéndome de la lluvia. Me empujaste con delicadeza hacia el interior del auto, y pronto ambos nos encontrábamos sentados uno al lado del otro dentro de éste.
Inclinaste tu rostro hacia mí.
- ¿Dónde vives? –susurraste-.
Respondí, y de inmediato repetiste en voz alta mi dirección. Te quitaste entonces la chaqueta y me cubriste los hombros con ella, mientras que, simultáneamente, mi corazón empezaba a latir con violencia.
Repentinamente un extraño pensamiento me acometió: ¿qué pretendías al llevarme a casa? Sentí una punzada de nerviosismo.
Aquél momento dentro del auto pareció durar una eternidad. El tenso silencio entre ambos, el golpe de la lluvia contra la ventana, y el sentimiento de temor que me embargaba…
A pesar de que mis sentimientos hacia ti eran evidentes, noté en ese instante que tú no habías mostrado ninguno por mí.
Una gélida tristeza me envolvió, y fue entonces cuando llegamos a casa.
Sostuviste la puerta abierta para mí, y yo me apresuré a refugiarme bajo la entrada techada del edificio. Corriste hacia mí, y me percaté de que el taxi aún esperaba junto a la acera, lo cual, de cierta forma, me alivió.
- ¿Estarás bien? –dijiste-. Espero que no enfermes.
- ¡No te preocupes! –respondí, sonriendo-.
Regresaste la sonrisa, y entonces, acercándote a mí, inclinaste tu rostro sobre el mío, y me besaste por primera vez.
Días después me presentaste ante tus amigos. Eran unos pocos. Personas cálidas y simpáticas que me acogieron de inmediato. Me sorprendió cuando, riendo, se burlaron de ti, diciendo que “el hombre de hielo” finalmente había encontrado a alguien. En aquella ocasión sólo sonreíste con una mueca y estrujaste mi mano con la tuya.
Luego te presenté a mis amigas. Todas pensaron que eras muy frío. En efecto, nunca demostrabas tus sentimientos ante otros, excepto, quizás, sosteniendo mi mano o colocando tu brazo alrededor de mis hombros. Sin embargo, a mi me bastaba con eso. Aquellos pequeños gestos de afecto llenaban mi corazón de felicidad.
Por otra parte, nadie sabía cómo me abrazabas siempre que estábamos solos. Cómo, con la fuerza de tus brazos, me transmitías tu deseo de que fuese tuya y me quedase a tu lado.
No sabían que, una vez a la semana, aparecías de improvisto en mi academia, esperándome fuera del salón para luego pasar el resto de la tarde conmigo.
Tampoco conocían la felicidad que me proporcionaba el simple hecho de estar junto a ti.
A los ojos de los otros tu rostro impasible parecía frío y cruel. Más yo, por el contrario, conocía la calidez de tu interior.
La primera vez que dormiste a mi lado apoyé mi cabeza sobre tu pecho para escuchar el sonido que más amo en el mundo: el latido de tu corazón. Sumida en tu seguridad y fortaleza, perdí el aliento, sorprendida, cuando escuché tus latidos acelerados en el instante en que me apoyé sobre tu pecho. Estabas nervioso. Tú, que parecías tan inexpresivo.
Sonreí a la oscuridad, y conocí entonces una dulce felicidad.
Pasamos dos años así.
Tuvimos discusiones, en las cuales siempre eras tú quien llamaba mi atención respecto a esa debilidad mía que odiabas y amabas simultáneamente. Más siempre suspirabas ante el brillo de mis lágrimas, y pronto te encontrabas junto a mí, guardándome en tus brazos y reconfortándome amablemente.
Salíamos a menudo junto a nuestros amigos. Todos ellos congeniaban felizmente, y esos momentos junto a ellos y junto a ti hacen que, aún hoy, pueda olvidar las tristezas del pasado y disfrutar de un eterno presente.
Aquella tarde escuchaste de una de mis amigas que me había estado sintiendo mal durante varios días. Era incapaz de asistir a mis clases o trabajar, y esa tarde, sola, en el hogar que había creado junto a mis amigas, lloré con desesperación sobre mi almohada.
Fue entonces cuando tu mensaje llegó a mi móvil. Me preguntabas cómo me sentía y qué me ocurría.
Desesperada, observé la pantalla entre mis manos temblorosas a través del velo borroso de mis lágrimas, y, sabiendo que no tenía escapatoria, respondí, siendo apenas consciente del movimiento de mis dedos.
No respondiste mi mensaje de inmediato, como solías hacerlo. Algo dentro de mí se quebró en ese entonces, y un dolor profundo me invadió. Me incliné sobre mi almohada, llorando, y ahogué mis gritos en la tela, sintiendo, o más bien, deseando, que mi vida se escapara a través de ellos.
Veinte minutos después el sonido de unos golpes en la puerta me sacó de mis pensamientos. Pensé entonces en ignorarlos, más, a cada cierto tiempo, se volvían más insistentes.
Me levanté, sintiéndome muy débil, y abrí la puerta intentando borrar de mi rostro las huellas de mis lágrimas.
Entonces, sorprendida, te encontré allí.
Te apoyabas con un brazo en el marco de la puerta, con el cuerpo ligeramente doblado mientras intentabas recuperar el aliento. Pude oler el agua de lluvia sobre tu cabello y en tu ropa. Alzaste la mirada y fijaste tus ojos preocupados en los míos.
No supe qué hacer o decir. Un vacío ocupaba mi interior, e incluso mis lágrimas parecieron secarse.
Repentinamente te levantaste y me estrechaste en tus brazos. Ocultaste tu rostro en mi cuello y noté, por las convulsiones de tu pecho, que llorabas. Dentro de tu abrazo empequeñecí, y me sentí segura de nuevo.
- Todo estará bien –murmuraste, con la voz quebrada-. Soy verdaderamente feliz.
Fue en ese instante que mi debilidad se apoderó de mi, y lloré sobre tu hombro, llena de júbilo.
Extiendes tu mano hacia mí, alegremente.
- ¡Vamos! –dices-.
Mientras que caminamos detrás de los otros me siento impregnada por tu presencia. Quisiera que este momento durase para siempre.
Como si escucharas mis pensamientos, giras tu rostro hacia mí, y entonces colocas tu mano sobre mi vientre y sonríes. “Los amo”, dice tu mirada.
En ese entonces, cuando te separaste de mí y me observaste con ojos brillantes, llenos de lágrimas, mientras sonreías, temí por un momento que el niño en mi vientre te separase de tus sueños, e incluso temí por los míos. Sin embargo, por la forma en que me sonríes ahora, disipas mis temores, y entonces comprendo: este niño no acabará con nuestros sueños, sino que será parte de ellos.
No podemos vernos mucho tú y yo. El destino, nuestros sueños, nuestras obligaciones,… nos siguen separando.
Más, aún así, esos encuentros ocasionales son los que nos definen. Esos momentos juntos, por pocos que sean, nos llenan de una enorme felicidad. Este amor agridulce de ambos es lo que hace lo que tenemos tan perfecto.
No hay temor, ni celos, ni desconfianza entre nosotros.
Me pregunto qué nos unió a ambos en un principio, y me agradaría pensar que son los hilos de eso que llaman “amor”, atándonos el uno al otro, entretejiendo una historia y un destino a nuestro alrededor.
El aroma dulce de los juegos y la risa me impregna de felicidad. El parque, entonces, me parece un sueño, y pienso que se ha convertido, por un instante, en el paraíso.
Oprimo tu mano con la mía y apoyo mi cabeza sobre tu hombro mientras caminamos.
Aún cuando la vida nos separa, aún cuando no será fácil tener una familia juntos, aún cuando el futuro es tan incierto… quisiera disfrutar de tu compañía… aunque sea por un momento… |