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Besarla por las noches para luego verla dormir se hacía una tarea deliciosa cada noche. Apagaba las luces, acomodaba un poco las sábanas, se quitaba el pelo de la cara, y la miraba. La miraba hasta gastarse los ojos, hasta deshacerse de amor, hasta que llegaba el día. Y llegaba y era otra vez que abriera los ojitos somnolienta, entre el desconcierto y la angustia del nuevo día, y lo mirara extrañada antes de comenzar de nuevo. Pero cuánto la amaba cada vez que tenía que empezar, cuánto lo llenaba de sonrisas y de pasiones verla irse tras la puerta, verla en el espejo, verla. Y que se le derritieran los ojos de amor y de locura, que se le rompieran todos los esquemas de su rutina y de su trabajo apenas lo miraba inocente y le decía que lo amaba casi porque debía decirlo, porque eran ya dos años de casados y era su obligación moral amarlo. En cambio él, él la amaba por ella y más allá del tiempo, la amaba por ser y por irse y por volver a cada instante, la amaba entre los dos y la amaba solo. Cada vez que se iba se le hundía la palabra en el pecho, se le cerraban los ojos y hasta lloraba porque ya no podía enamorarse de nuevo, ya no. Por eso esa mañana lloró tanto que apenas pudo disimularlo a su vuelta, apenas pudo porque le brillaban los ojitos y era de noche y hacía frío afuera. Llegó cansada y enojada, como siempre lo hacía, de un arduo día de trabajo que, fatigada, pasaría a relatar. Mientras él se enamoraba, secándose las lágrimas, por última vez.

El té estaba frío esa noche, frío y amargo porque no había azúcar. Sergio, siempre te olvidás de comprar azúcar, Sergio querido. Porqué hacés las cosas tan mal, no tenés nada que hacer, acá la que hace todo soy yo mi amor, aunque sea andá a comprar azúcar. Dale. ¿Y qué iba a hacer más que amarla e ir a comprarle azúcar? El frío de afuera se sentía hasta en el calor del hogar, pero se puso el abrigo y salió a la calle entre resignado y enojado, no sin antes besarla sutilmente, como para darse el gusto. Comprar azúcar otra vez, siempre lo mismo. La calle estaba terroríficamente vacía, no había ruidos de autos, no había gente, no había nada. Estaba él con su soledad y su tristeza porque ya la extrañaba. Buscó en un par de calles algún almacén, y encontró uno con una iluminación horrible, muy pequeño y triste. No había nadie, ahí tampoco. Esperó inútilmente la extraña aparición de alguien, pero fue en vano. No había azúcar en ningún lado, querida. Ya está, lo tomamos así. Dale, no te enojes.

Lucía, Lucía. Siempre enojándote, y siempre tan linda y tan arreglada. Lucía, si supieras cómo me gusta que te enojes así y te des vuelta y me mires de reojo, cómo me gusta que te vayas a mirar televisión y me dejes solo porque sabés que te extraño, ai Lucía. Verte de lejos es más lindo que tenerte, porque sé que estás cerca pero no tanto, y vos lo sabés, sabés que podés manejarme, hacer lo que quieras, porque me desangro amándote tanto querida, me deshago en mí mismo cuando te veo venir, y no puedo hacer nada más que amarte cuando estás, no puedo hacer nada más que…

Pero Lucía no volvía. Las horas se iban atando a los pies de Sergio, al cuerpo, a los latidos. Lucía no volvía y se iba deshaciendo su imagen poco a poco… se escapaba la cara, los ojos tristes, los brazos cansados… Y sin embargo, aunque ya no estaba su cuerpo frágil ni su boca tibia, aunque iban consumiéndolo las horas de ausencia y de azúcar que faltaba, sin embargo seguía muriéndose de amor hasta los huesos y la carne. La buscaba en cada rincón con la mirada perdida, hacía ya cuántas horas que se había ido a ver televisión, y él, y el azúcar. Había que buscar ese azúcar, pero ella no estaba, había que buscarla a ella, porque no estaba y se había ido a la habitación. Sí, estaba en la habitación pensando en el azúcar, en el frío y en el té. En todo menos en que Sergio la amaba hasta morirse, en que la estaba esperando mientras buscaba el azúcar, y no aparecía y él tampoco iba a buscarla porque sabía que estaba escondidita en la cama con los ojos asomados, qué linda debía estar ahí. Pero no podía verla porque era el azúcar y era ella, porque tenía que estar en algún lado oculto, siempre estaban ocultas las cosas en esa casa, porqué no habrían de estarlo ahora.

Así que buscó un poco más ya bastante agotado, y decidió esperarla sentado en la cocina, esperó y sintió un aroma extraño. Conocía todos sus aromas, pero este era otro. No era el perfume de rosas, no era el jabón de baño ni el jabón en polvo. Era un olor fuerte y estéril, voraz, agresivo. No era ella, ella no estaba ahí. No era el olor que él amaba, no había ningún cuerpo que llevara el olor que él amaba. Y se paró de un salto a buscarla, y qué habría pasado con el azúcar, tal vez lo tenía ella y era una broma para hacerlo sentir mal, siempre tan linda y graciosa. La habitación estaba abierta y vacía, llena de ese olor extraño y vomitivo, como de dulces y de cosas lindas, pero ajeno al fin. Y ahí estaba ella, con los ojitos cerrados como todas las noches en las que la veía dormir, y las sábanas tapándola casi por completo pero dejando salir a sus párpados tristes. Era azúcar lo que estaba en el aire, era ella que estaba llena de dulzuras y de sabores, llena hasta el más mínimo rincón, durmiendo plácida sobre la cama solita, mientras él la besaba y sentía el sabor de lo ajeno, de lo nuevo. De lo que no amaba.

Texto agregado el 17-07-2008, y leído por 94 visitantes. (0 votos)


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