En el caluroso recinto ganadero, polvo y calor, rodaban juntos. Mientras aguardaba la llegada de los dos personajes hasta ese momento desconocidos, un abejorro con un zumbido velocísimo que había de retornar por tres veces en un ensañado acercamiento, rozó su oreja. Sorbió otro poco de agua, cuando su vacío estómago aflojó la mordedura durante un segundo, sus ojos, se nublaron brevemente.
Luego de la dilatada espera, se le acercaron dos hombres; uno de ellos se protegía del sol con un viejo paraguas, por cuya negra tela asomaba una de las varillas totalmente aguda y solitaria. El otro, algo más viejo, vestía un raído y negro chaleco, brillante por debajo de conde se suponía deberían estar las solapas. Sobre el dedo anular de su mano derecha, un grueso sello de oro, atraía las miradas codiciosas de la gente a su alrededor.
La pareja de viejos, delante del muchacho y a prudente distancia, hablaron entre ellos sin alejar sus escrutadores ojos de la sudorosa figura del chico. Después de acercarse, el del paraguas, habló;
---,Buscas trabajo?- preguntó
---, Si, contestó el joven.
---, Te llamas Virgilio.?
--- Si, Virgilio.
Los adultos cruzaron sus miradas, sin dudar de la confirmación de las aseveraciones del chico, aceptando convencidos que se trataba de la persona que habían esperado encontrar.
---, Sabes montar ? – preguntó el del grueso anillo –
---, Si, he montado algo.
---, Por caminos de montaña ?- insistió el anillado.
---, Por todas partes.
---,Sígueme,- le indicó el del paraguas mientras volvía su inquisidora mirada hacia su compañero francés, que al momento asintió con un breve movimiento de cabeza. El chico les siguió hasta cobijarse los tres bajo las tablas de la supuesta terraza del chamizo que hacía las veces de bar.
---Tienes hambre ¡eh! Chico, habló el del chaleco negro, con su deje afrancesado ¡ nes´t pas !
A continuación, la pareja, tomó una pinta de cerveza, pues aparentemente, no tenían apetito. Virgilio intuía que, a pesar de su aspecto menesteroso, la presencia oronda y reposada, les confería una apariencia de gente adinerada. El grueso sello de la mano del francés, así lo confirmaba. Asimismo, su compañero, lucía una gruesa cadena de plata, la cual rodeaba su abultado estómago, para perderse en el bolsillo de la raída camisa. Sin duda, el reloj de plata también se alojaba allí – pensó.
Apareció el mozo del chamizo. Se hizo presente portando en una mano, un hondo plato de humeantes garbanzos bañados en salsa de tomate, mientras en la otra mano, una cazuela con hígado encebollado la cual, en un gesto de agradable sorpresa, dilató los ojos del hambriento Virgilio. La pareja sonrió con ironía ante el ansioso deglutir del muchacho, el cual les observaba en silencio, sonriendo a su vez, sin asomo de inhibición alguna.
Después de saciar su apetito, la pareja que le había esperado pacientemente, le indicaron que les siguiera. Caminaron sin prisas a lo largo de la polvorienta calle, hasta detenerse al final, ante un cercado de cuatro paredes de anchas y astilladas tablas. El hombre del paraguas escaló el lomo de un enorme percherón pié calzado de ancas carnosas y recias patas. El francés hizo lo mismo, saltando con una agilidad inusual en un hombre de su edad, sobre un caballo español castaño de largas crines. Virgilio cabalgó la tercera montura, una mula torda, alta, fuerte y nerviosa.
Se orientaron a poniente, mientras el sol sobre sus caras, les obligó a parpadear. Se alargaron en un trote alternativo, ora al paso, ora al trote de nuevo, sin querer permitir el galope que las monturas demandaban. El camino aparecía cada vez más estrecho. A medida que subían el piar de las bestias se sentía más sonoro y persistente. El percherón y el español comenzaban a sacar una blanca espuma por sus humedecidas bocas.
En el momento de llegar a un antiguo caserío escondido entre frondosos árboles dos robustos esbirros, como aparecidos de la nada, desprendieron en silencio de las monturas, las sillas con sus bridas y ceñidores. Para entonces ya había oscurecido sin que las voces ausentes intentaran alterar el seco silencio.
Sentados enfrente de espaciosa y ahumada negra chimenea, los dos que al llegar no habían necesitado demostrar ser los jefes, comenzaron a explicar al joven Virgilio, con toda clase de detalles, el trabajo que debía realizar al amanecer. Saldrás de madrugada con el percherón y la mula -sonó la voz afrancesada - Los sacos no hace falta que los toques. Cuando llegues arriba, señalando con un gesto de su mano derecha la posición de la montaña, - te los descargarán – Cuando te los hayan descargado – ya puedes volver – Cada día tendrás que hacer el mismo trayecto, ¿lo has entendido? – preguntó la segunda voz – Te pagaremos trescientos euros diarios por cada viaje. A Virgilio se le abrieron los ojos desmesuradamente, pero la oscuridad de estancia iluminada escasamente por el reflejo de las llamas de la chimenea, no le supuso ningún problema, aunque había temido ser mal interpretado por los traficantes, en el sentido de la generosidad de la compensación por una tarea, que en su fuero interno, le parecía un trabajo más que sencillo.
Después de una comedida cena, lo acomodaron al fondo de la caballeriza, justo al lado del pajar. A Virgilio envuelto en una vieja manta, le pareció entre sueños, que sobre el tejado de madera, alguien trajinaba hasta altas horas de la noche, bien que el mullido colchón de paja terminó por propiciarle un sueño confortable.
De madrugada, en el trasluz de la cuadra, la mula y el percherón cargados con sacos, mordían el hierro del bocado. Se levantó de un salto para salir afuera. El frío del amanecer se le filtró en los pulmones hasta aclararle su espeso y adormecido cerebro. Comenzaba a clarear. Uno de los fornidos, mientras el otro seguía sin articular palabra, le aconsejó que dejara ir al percherón hasta que se detuviera, en tanto que Virgilio, cabalgara la mula con menos peso. Solo tienes que dejar a la mula que siga al percherón, y dicho lo cual, le hizo entrega de una bolsa de piel de cabra, llena de víveres para hacer frente a larga travesía. El camino es largo, le insistió.
El joven jinete azuzó al caballo y de inmediato la mula detrás le siguió, atravesando la era por delante de la masía. Llegados al extremo, el caballote se encaminó por un estrecho sendero, arriba y más arriba, sin prisa, sin cansancio, con un esfuerzo mesurado, sin duda por el continuo entrenamiento de la noble bestia.
Durante cuatro horas, monturas, sacos y jinete, cruzaron bosques, lomas, y cañadas. Virgilio obligado a agacharse por debajo de las ramas, en más de cuatro ocasiones mientras apretaba las rodillas, para evitar una caída inoportuna. Los sacos suavemente, en numerosas ocasiones, cimbrearon. Cuando las cabalgaduras se detuvieron, de manera inesperada, se hicieron presentes dos individuos. Apostados uno al lado del otro, si bien el más joven, permanecía encaramado al árbol que protegía al primero. Descendió el de arriba inmediatamente con la intención de ayudar en la descarga de los sacos, en un acto apresurado y definitivo. Ça va ! solamente llegó a oír Virgilio sin tiempo de desmontar. Au revoir !
La mula giró la grupa, mientras al sorprendido Virgilio, le pareció oír un rumor, algo parecido a un lejano retumbar de un potente motor, un diesel o tal vez un tractor.
Algo más tarde, las bestias, abrevaron en un estrecho riachuelo. El ansioso muchacho, que no cesaba de preguntarse qué relación debía tener el retumbar de aquel lejano motor, con la rápida huida de los estibadores, de lo que pensó que debería ser la tan estimada y – para él, - desconocida carga, aprovechó para comer alguna cosa de entre los desconocidos alimentos que seguían dentro de la bolsa de piel. Hizo por sorber directamente de la botella de vino, cuando el caballote, casi le moja los pies por causa de la espatarrada y abundante necesidad fisiológica de aquel gran meón. Luego de saciar el hormigueo de su estómago, se montó en el percherón, cuando el esfuerzo le provocó un eructo grosero.
Al llegar a la masía ya había oscurecido, pero sin apreciar su silenciosa presencia cobijada entre las sombras, se topó de cara con los ocultos centinelas. De inmediato, sin preguntas ni respuestas, los celadores abrieron las puertas de la cuadra
A los dos viejos, durante largos meses, no volvió a verles. Virgilio siguió recorriendo su largo camino de montaña, para depositar cada vez más sacos, allí arriba. En una ocasión le pareció oír una explosión lejana, semejante a una detonación amortiguada que, al sentirla tan alejada de su ruta, no llegó a preocuparle.
En las noches que libraba, seguía contando el dinero que le pagaban sin dilación y diariamente, los dos ganapanes encargados de las cuadras y del llenado del desconocido, para Virgilio, contenido de los sacos. La bolsa de piel, algo menor que la de los víveres ya contenía más de sesenta mil pesetas. Junto a un chaleco negro sobre la espalda ya calzaba altas botas de montar. El próximo mes esperaba poder comprar un anillo de oro, como aquel tan grueso que lucía el francés.
Pasaron los días, y un atardecer, cuando terminaba de llegar a la cota más alta, ante su sorpresa, surgieron tres hombres de un bosque cercano. Allez ¡ Allez! - le gritaron – conminándole a huir, sin la posibilidad de montar el percherón cargado con los abultados sacos, cuando le pareció conocer al tercero más alejado. En tanto que huían, no pudo evitar sentir una sensación desconocida, muy desagradable, de un repentino estremecimiento de peligro inmediato. Algo silbó cerca de su cabeza, algo parecido a aquel abejorro que, encarnizado, se le había acercado el día que conoció a los dos viejos, pero todavía más ruidoso. Las cabalgaduras, instigadas por su instinto natural, huyeron con un nervioso trote.
Horas más tarde, en el momento de llegar a la casona, los vigilantes le llevaron a la presencia del francés. Este, que yacía en un rincón del salón sobre un sofá desmantelado, protegido por la penumbra, le pareció a Virgilio que mostraba un aspecto raro, como si estuviera enfermo. El tétrico rostro del abuelo, aparecía envuelto en una extraña palidez cuando, levantando la mano en un gesto lento que asemejaba un saludo, mostró bajo su pecho una grande y humedecida mancha de color granate, la cual le cubría gran parte del abdomen. Garçon ¡ - llegó a musitar – “ il faut de ne pas continuer. “
Al día siguiente, antes de salir el sol, abandonaron el refugio todos. Virgilio con la bolsa de piel de cabra repleta de billetes, los compinches, el del paraguas roto, que conducía el furgón con el herido en su interior, sentado a un lado de la trasera del vetusto cacharro.
Llegaron a un amplio cruce, un lugar desierto en dónde Virgilio y uno de los mozos, fueron obligados a apearse. El resto continuó hasta perderse entre el trasluz polvoriento del camino.
Antes de despedirse, el francés con un lento jadeo, preguntó;
---, Virgilio, - ¿te vas contento?
---, Si, respondió el jinete del percherón, mientras apretaba la abultada bolsa.
---, Si hubieras robado tan solo un saco, ahora, tendrías diez veces más...
Virgilio, con un gesto enigmático, sonrió. Hablar de honradez ¿ para qué?. ¿ No se había cruzado con mucha suerte por cierto, aquel gabacho, en la trayectoria de su tiro ?
Robert Bores Luís
P.de A. 5-12-96
De “ Mis cuentos rurales “
|