Valladares.
Cuando sentaron a Valladares a mi lado, un pequeño detalle quizás en su mirada o en su mover las manos, me señaló en forma inequívoca que algo distinto a todo lo conocido se aproximaba riesgoso a mi rutina.
El penúltimo año en el Liceo de Valparaíso se desenvolvía lentamente y los días, monótonos, parecían dirigirse con la regularidad del ir y venir de las olas hacia ese siglo XX que a fin de año llegaría, y que esperábamos entre predicciones de destrucción milenarista y esperanzas de solución tecnológica (desconocíamos en aquel entonces la palabra), a los agobiantes problemas que la economía mundial presentaba y que como esperpénticas sombras se reflejaban en la actividad portuaria.
Eso distinto que caracterizaba a Valladares pronto tomó asidero, un evidente desprecio hacía arisca su boca y los comentarios no se hicieron esperar; recuerdo cuando por primera vez escuché su voz, éste viejo es un troglodita reaccionario, y con el dolor del respeto en vano, supe la veracidad de su afirmación aplicada al querido profesor de matemáticas.
Al parecer por mi forma retraída y un poco melindrosa escuchaba sin replicar los comentarios cada vez más encendidos de Valladares, y si bien es cierto nunca me consideró su amigo, alguna complicidad surgió al compartir el vino que robaba de mi casa y que tomábamos cuando cruzando el puente Jaime, nos lanzábamos al recorrido de los cerros mestizos o cuando inflamados de aventura, los fines de semana, nos dirigíamos en larga procesión a Viña del Mar. Ahí, frente a la suntuosa decadencia de los ricos, me sindicabas la inmoralidad de las decoraciones, en cada celosía, en cada mármol, veías la mano explotada del obrero, escupías las mansiones y luego limpiabas tu boca, asqueado de tocar esas babélicas infamias aun con tu saliva. Rezabas Kropotkine, Malatesta, recuerdo como si fuera ayer, cruzando el Barón me gritaste el poder que se ejerce corrompe y el que se soporta denigra. Y yo, vulgar y plañidero, a pesar de la educación convencional de clase media arribista y apatronada, igualmente sentía razonables todos tus argumentos.
Todo lo que yo creí fue desmoronado bajo el peso arrollador del discurso de Valladares. Y a todo asentía yo, sin cambiar un ápice mis días, me bastaba el placer anarquista de escuchar tus incendiarias palabras.
Una tarde (todos los relatos se refieren al final de cuentas a unos cuantos minutos que configuran el rostro de los hombres, dijo el maestro) cansado quizás de mi papel de paciente discípulo o quizás molesto por tu indiferencia, te llevé a un tópico que creí irrebatible:
- Bueno ¿y el amor? ¿O también me vas a negar que existe o su nobleza?.
- ¿El amor? Sonrió con la boca amarga…
Yo esperaba el comienzo de otro de tus grandes discursos. En cambio me tomaste del brazo y me llevaste de pipeño a bares de los cuales conocía yo solo su nombre. Y luego de beber mucho, yo te voy a mostrar lo que es el amor.
Subimos escaleras infinitas y llegamos a una casa que si bien no conocía, sabía yo perfectamente lo que era.
Luego de esperar un rato, Valladares exigió a la Antonella irreductible; entré sólo en la habitación, en mi oído Valladares dijo hazle lo que quieras. Ahí con toda mi borrachera y mi timidez, empiezo a besar y a exigir, luego a morder suavemente en ese ritual mío conmigo, la golpiza llegó natural y los llantos de la Antonella solo sirvieron para acrecentar el deseo que pronto se hubo saciado.
El llanto de Antonella me sacó de esa pequeña muerte y en un ataque de estupidez, ¿acaso no lo has hecho con todos, acaso Valladares no te ha hecho lo que quiere?
Ahí supe que Valladares pagaba una hora a la semana para estar con Antonella y que jamás la había tocado. En un principio solo hablaban (solo él hablaba) de su querido Bakunin, de Marx y del inevitable término del capitalismo. La muchacha asentía sin decir nada con miedo ante el rarísimo espécimen. Luego las conversaciones variaron, y el te habló de un amor libertario, te sacaré de éste puterío, de llevarla orgulloso los domingo a caminar por el Parque Italia. La muchacha obviamente lo despreció porque el amor era posesión y no libertad de morirse de hambre, algo de profesión tenía el amor, quizás algo como mi rutina de ese momento, y quizás por eso había rechazado la proposición de matrimonio que Valladares le hiciera la semana pasada.
Yo fui el objeto de la venganza del joven anarquista porteño, y en la boca salada con el gusto de Antonella y el mal vino, sentí la humillación de saber que Valladares nuevamente tenía la razón y que yo asentía admirado ante un coraje que me excedía y para el cual yo era bien poco. Valladares siguió la aventura de su vida con los resultados que todos ustedes conocen. Yo me casé, formé o deformé una familia, tengo un patrimonio no despreciable y siempre voto democratacristiano.
Solo fueron unos minutos los que configuraron el espejo de mi rostro. Hoy, transcurridos cincuenta años, me miro con desprecio.
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