Trabajo


Lo que le sucedió al mudo Castro no fue casualidad.
Siendo más o menos las siete de la tarde se dirigió al bar de la calle Belgrano donde lo esperaba una hermosa y agradable mujer. Yo personalmente, la conozco hace varios años y puedo asegurar que esa tipa no envejece.
Mientras daba vuelta las aburridas páginas del diario, los susurros de los enamorados llegaban a mis oídos. Luego se reían y conversaban acerca de un viaje para fin de año.
Solo me separaba una columna con afiches de Legui, Gin Tonic y Particulares.
Habían elegido la mesa más alejada de la vidriera aparentemente al refugio de la multitud. Yo simplemente terminaba de leer y comenzada de atrás hacia adelante una vez más.
El reloj marcaba casi las nueve y decidí llamar al mozo.
En ese momento, Castro tomó su mano, le entregó una llave y mi mirada sacó una fotografía de ese movimiento.
Pidieron la cuenta y se retiraron del bar uno por vez.
Salí tras los pasos de la apresurada mujer quien aceleró su pequeño auto con rumbo fijo, casi sin esquivar al concurrido tránsito que adornaba la temprana noche de invierno.
Después de varias cuadras me detuve y percaté el ingreso de Castro a un edificio y detrás suyo por supuesto ella.
Tomé el teléfono y me comuniqué con su marido. Hasta acá era mi parte y el trabajo ya estaba cobrado. Ahora le tocaba el turno a él.
En minutos y como un relámpago llegó al lugar.
El odio y la venganza se apoderaron de la navaja y Castro grabó sus ojos y el último grito bañado en sangre, en la misma.
Lo que le sucedió al mudo Castro no fue casualidad.