Sobre su cuerpo, un hilo blanco, un olor a pez decapitado. Sobre su pecho, una hebra blanca, un hedor calcinado. Sobre su alma, un pelo manso, una silueta difusa. Sobre su ombligo, un remolino grisáceo, un dibujo inherente a sus manos... sus manos.
Se volcó contra la sábana de rosas azules y tallos guillotinados. Se revolcó en el olvido con menos afecto que el que soñó con tener en las primeras horas. Se revolvió con las cenizas de su cama descarriada, que exiliaba el vicio, imponente como un alma.
Se confiscó los cueros que sobresalían de sus pies fétidos, donde sólo resaltaba una uña pequeña, imperceptible, con un carmín sin delirios. Se arrebató las plumas negras de gallinazo que habían caído desde la ventana. Se retiró con minucia los pelos blancos, las hebras calvas, que se escaparon de su cabello... su cabello.
Se arremangó las caderas, despojando el orgasmo que le latía entre las piernas como el agua a punto de evaporar la última gota. Se desdobló las piernas una y otra vez, en silencio, mientras la noche expiró para desdibujar de nuevo todas sus cruces.
Se recogió los lienzos podridos de su cabellera en invierno. Amonestó los golpes verdes de sus rodillas con un par de toques. Se desdobló los párpados al fin, y los sostuvo entreabiertos con un par de lágrimas. Se estranguló entre los brazos, como un cordel amarrando un palo, su cintura... su cintura.
Se envolvió los labios entre sí. Se escabulló en silencio de su altar, se deshojó las escamas de cera de los oídos, y se cubrió en lamentos como se cobijan con lamentos las ceremonias parcas.
Sobre su cuerpo, un frío de malva, un ventarrón silbador. Sobre su pecho, una estaca estacada, un escalofrío crepitante, como un campo de trigo erizado. Sobre su alma, un helaje bárbaro, descosido. Sobre su ombligo, un manjar de sales, un nudo agridulce, un punto agrio, una puntada dulce, un esqueleto de un suspiro.
Atropellado, arrinconando su cabeza, estaba su cuerpo, más roto, más ido, más cuerpo... más cuerpo.
Adán
|