"El Minotauro"
Una vez alguien me pregunto en que acabaría mi vida. No pude contestar, solamente me reí y dije, espero que cuando acabe sea con una sonrisa.
Sonrisa de felicidad, sonrisa de alegría, sonrisa de dolor, sonrisa un poco irónica; ahora creo que puedo contestar tal pregunta con mucho mas seguridad.
Sabía que mi vida seria una antítesis de lo proyectado en el campo terrenal. El inicio, no solo marcó mi curso, el trayecto mi calvario y el final, la reivindicación para un final a ésta, una más de las historias.
Nada me impidió llegar aquí. Nadie me lo advirtió, nadie me detuvo. No sabía que podía ser una posibilidad de acortar el rumbo natural.
Nada es suficiente, nunca nos conformamos y siempre exprimimos nuestra capacidad para alcanzar la meta establecida. Establecida por los otros.
Lo entrañable desaparece de la mente, lo sensible desaparece del corazón, la soledad se hace caos, y el ruido desprende un olor a vacío quemado. Existen ideas que son las que nutren nuestro espacio y los hechos se guardan en la caja de Pandora, dispuesta a volar hacia otro espacio para ser desarrolladas. Todo se plasma en imágenes fugaces al ritmo del sonido. Todo se visualiza en destellos de puntos transparentes para tener una visión amplia de todo panorama.
-¡No sabia como responder, ¿qué iba a decir?!
-Se supone que para eso ibas, ¡estúpida!
-¿Porqué eres así? Yo no hago nada más que…
Un rayo sangriento rompió el silencio y golpeo a Nora.
Miraba vaciamente a su víctima, el fuego permanecía en sus pupilas, desde la primera vez que la vió. La habitación temblaba al ritmo de su devastador corazón. El aire se desvanecía en el profundo volcán. Ella sigilosamente levanto la cabeza con la mirada llena de un profundo vacío. Vacío que fue creciendo durante toda su vida.
-¡Para eso estas aquí, por eso te tengo y por eso me tienes! ¿No es suficiente el sacrificio que he hecho por ti y por este hijo tuyo? ¡Contéstame, como una fregada!
- ¡Sí, sí, sí! ¡Perdóname, perdóname! Perdóname mi amor, no fue mi intención.
Mientras Nora se desvanecía ante sus pies, Carlos proyectaba esa mirada criminal que atravesaba el cuerpo, y de sólo un instante dependía el disparo de energía sobre él. La tomo de los hombros y con un aterrador jalón sus miradas se unieron. En ese instante dejó de existir el tiempo y por tan sólo un segundo sus almas se unieron, sus deseos lujuriosos se proyectaron y en el centro del éxtasis volvió a latir el corazón del segundo. Se agarraron del cabello y ni el beso más apasionado tuvo tal impacto como ese.
En medio de la noche, Nora lloraba en la cocina, mientras calentaba la leche. Esas lágrimas de culpabilidad, llanto de vacío.
Mino yacía bajo la sombra de su madre; lo levanta y alimenta, mientras se observaba reflejada en la ventana del cuarto. La mente de Nora recorría toda su vida, recordaba que en ese entonces todo marchaba bien. Su madre la educaba liberalmente pero siempre observada, por eso Margarita había sido cómplice de sus actos, pero jamás se imagino que la ley del karma se repetiría una y otra vez. Jamás tuvo una educación moral, nunca tuvieron tiempo para instruirle una formación familiar básica para su crecimiento.
-Calla Mino, vas a despertar a tu abuela. Se que extrañas a tu padre, el próximo lunes lo verás de nuevo. ¡Calla ya!
Deseaba en esos momentos estar con Carlos, quería coger con él. Se sentía excitada y movía su cabeza. Se imaginaba entre sus brazos, montada en sus piernas y decirle a cada momento cuanto lo amaba y que ella le pertenecía, como siempre.
Dejo acostado al niño y se metió al baño, recostada en esa tina de azul profundo recordaba su primera vez, recordaba el inicio de lo inevitable. Esa misma bañera había sido cómplice pasional de una relación fortuita de penas. Cuando solo tenía 11 años; Margarita estaba visitando a sus clientes y dejó a Carlos encargado para el cuidado de la niña; para su suerte, la pobre padecía de gripe, resultado fugaz de un juego puberto con su entonces novio.
Nora tirada convaleciente en la tina, temblaba dentro del agua.
-Changa, ¿dónde estás? Soy yo. ¡Changa.! ¿Estás arriba?
-Sí, aquí estoy.
-¿Que te pasa? ¿Cómo estás? ¿Mejor?
-Me dio calentura y me metí a bañar. Pásame una toalla, esta ahí afuera Carlingo.
-Toma
-No la alcanzo, no ves que no me puedo mover.
Esa niña conservaba un toque de inocencia todavía, no se imaginaba que en ese día iniciaría su calvario, sus inicios autodidácticos de la tragedia.
En ese momento Carlos se acerco, pudo observar por el espejo el cuerpo ya en formación de la pequeña Nora, por un instante un rayo estremeció sus entrañas, su pensamiento exploto y la base de las emociones dio un salto. Nora que se dio cuenta, le sonrió y con una belleza natural tomo la toalla y al envolverse se estremeció del frío.
Carlos la cargo para que no pisara descalza y la llevo a la cama.
-¿Quieres algo de comer? Tengo hambre, voy a preparar algo.
-Sí. Yo te ayudo. Ahorita voy
Mientras Carlos bajaba las escaleras, mantenía la escena fija del espejo y al recordar su sonrisa, se estremecía.
Margarita lloraba todo el día cuando no trabajaba, e incluso en espacios entre cliente y cliente se desahogaba por teléfono con los únicos que en verdad la consolaban.
-¡Esta situación no puede continuar así! ¡Ese maldito! ¡Ese maldito acabo mi vida, destruyo todo! Lo odio, y sabes que lo quiero matar. ¡Si lo veo lo mato!
-Magy, habla con ella de una vez por todas. Dile todo lo que me has dicho.
-¡Entiende gloria, entiende! Ya no se que hacer. Pídele a Dios que me deje viva por mucho tiempo. Dile, ¡dile que yo, que yo me hago cargo de ella y de su hijo! No quiero que ese sinvergüenza le de algo…nada, nada, ni dinero, ni ropa. ¡Que no le hable! ¡Que desaparezca! Si es necesario yo la interno y si se muere, que se me muera a mí, ¡a mí! Yo me responsabilizo por todo. ¡Es mi hija, mía!
Margarita recordaba aquella confrontación con su padre. Sabia que había sido mala hija, siempre estuvo conciente de los actos que en su juventud había cometido. Sabía que tenía que pagar de alguna manera los 8 años de esa ruptura, un silencio mortal entre Don Rodrigo y ella. Su vida cambio aquel 23 de enero cuando recibió la llamada de su fallecimiento; desde entonces cuidaba de su madre, Doña Clara. Sentía el peso de los años en cada segundo que pasaba. Ahora existía un silencio de complicidad que la apartaba de la persona que mas necesitaba, de Clarita.
-Desde que Carlos se fue, te has fijado mija, que cayo mi maldición.
-No diga eso mami –decía Sofía por teléfono-
-Hay mija. En esta vida, no he hecho nada más que entregarles todo lo que he podido. ¿Qué hice mal?
-Mami, no haga caso de nada. Magy pues tiene los problemas de Nora, por eso anda así. No le haga caso, ya sabe como es.
-¿Pero qué le hice, porqué no me habla?
-¿No se acuerda lo que paso cuando mi papá? No le haga caso. No pasa nada.
-Pues si mija, Margarita siempre ha tenido ese carácter. ¡Hay Dios mío!
Doña Clara era una mujer con ocho décadas cargando en su rostro. Había sido madre de 15 hijos, y sus calamidades formaban parte de esa sabiduría que sólo algunos llegan a obtener al paso de las décadas. Don Rodrigo había muerto a manos de un desgraciado cuando Carlos el hijo más pequeño tenía 8 años. Su muerte era producto de una maldición que cargaba en sus genes desde que el hombre se creo. Toda su vida la dedicó a su familia desde que se caso con Clara. Tenía la mano de San Francisco siempre en su espalda. La maldad y la bondad se reparten en cada familia, como le paso a Don Rodrigo, como le paso a Carlos, como le paso a Nora, y como le pasaría a la generación de Mino en su momento. A Paco su hermano más pequeño, le cayo para su desgracia desde el producto de su nacimiento el rayo estrepitante de todos los males. Así complementado el bien y el mal, dio origen a la odisea familiar que cargarían de generación en generación. Así debía de ser y así fue.
Carlos tomaba un vaso de alcohol sentado sobre la tina blanca bajo el altar de Don Pancho. Ese lugar era una cueva de culminante satisfacción. En la cueva mágica de Don Pancho encontrabas desde lo más exótico que podía existir, hasta las sustancias más puras del relax. Pero para Carlos nada era suficiente, ni con la bola de cristal, ni con Hoffmans llenaba ese abismo, que de tan vacío había penetrado a Carlos hasta las raíces de sus huesos.
-¿Qué paso Carlos? Ven y sírvete un tamal.
-No hay nada que me haga merecer un bocado, si debo de morir lo haré mediante todo.
-Dime, ¿qué has pensado? ¿Lo mismo?
-¿Hay algo mas que me quede? Ansío ese día, soy el mal de males. Soy Satanás mismo encarnado en un estúpido pendejo que no pudo retarlo. Soy la mierda de la mierda de la mierda del caos.
-Ándale Carlos, al menos para que te valga madre.
-¿Qué quieres que te haga ahora? Solo tengo 20 minutos. Dame eso ya y dime que chingados quieres que te haga ahora.
-Esta vez, solo te veré. El trabajo es para Rufo.
-Y mi cambio
-Dos de coca, ¿Qué mas quieres?
Mientras Carlos se dirigía a la parte trasera de la cueva, entra a un pasillo y ve a Rufo recargado en la pared con el pantalón desabrochándose al ritmo del goteo de la lluvia sobre el lugar. Mientras Rufo gozaba viendo aquella cara en el acto, le acercaba el humo del gallo, le introducía el dedo glaseado de coca y le exigía un mejor trabajo. Carlos solo veía a su madre, soñaba dentro de un mundo estático poderla abrazar y decirle cuánto la quería, sonaba el perdón como eco en su vacío.
-¿Qué vas a hacer? ¿Ya decidiste?
-¡No sé! Deja de molestar.
-Nora, ¡dime!
-¡Como una chingada, déjame en paz!
-Solo te digo, y escúchame bien. A mi madre no le vas a hacer ningún daño, con ella no vas a jugar. Y eso te lo digo yo, que sobre mí, la respetas y solo hay de dos o es bisnieto o nieto. Nada de que primero uno y al rato otro. ¡Me entendiste! -Retumbaban las palabras con el portazo del cuarto-
Y ese día llego. Flotaba condensadamente sobre la ciudad tranquila una bruma gris. Sabía que ese era el día. Lo supe desde que el viento me lo insinuó con esa velocidad, pasando sus manos de aire sobre mi espalda.
Y yo sólo me preguntaba si acabaría la tragedia o se reproduciría.
Nadie supo que paso con Carlos. Según Rufo, lo veía vagando y discutiendo por la cueva cada vez que trataba de alcanzar el clímax del canal para llegar justo en el momento que recordaba a Carlos entre sus piernas, con aquella cara de un vago fantasma. Nora desapareció en el resplandor de su ventana y jamás se le vio otra vez.
-Se acabo Lola.
-¿Qué se acabo? Y tú, ¿qué quieres? Hoy no hay, no tengo nada que ofrecerte. ¡Vete, lárgate y deja descansar!
-¡Enfermera, enfermera!
-Lola, ¡Lola! Tranquilízate soy yo, Laura.
-¡Quítate! ¡Déjenme!
-Enfermera déle algo, no soporto verla así. ¡Dios mío! ¿Hasta cuándo?
Sergio llego al departamento a las 10, media hora después de lo normal. Como cada lunes, su rostro se llenaba de lágrimas y tristeza; recordaba los gritos de Lola, y le pesaba su sufrimiento.
El teléfono sonaba por tercera vez, cuando Sergio levanto el auricular. Por un momento un frío aliento traspaso su oído y al contestar confirmo el hecho de aquella muerte.
-Vengo por las cosas de Lola, ¿usted me puede atender?
-Mi más sentido pésame Sergio.
-Laura, no te había visto.
-Sígueme, hay algo que te pertenece.
Bajaban por la escalera al sótano, en el camino, pasó por la habitación que Lola ocupó durante 30 años, desde el día que Sergio cumplió el mes. Con lágrimas en los ojos y con voz quebrantada, pregunto a Laura que, ¿qué era? Y ella con un gesto de bondad, dijo falta poco.
-¡Listo, llegamos!
-¿Qué Laura? Sabrás que no ando en el mejor momento. Tengo que ir por el padre para que oficie la misa. ¿Qué es esto?
-Es tuyo, lo escondía Lola cada tarde antes de que llegaras.
-¿Segura? ¡Nunca supe de esto!
-Jamás estuvo inventariado, escribió cada página desde el primer día que llego aquí.
Sergio veía la foto de Lola cuando todavía el no nacía. Justo un mes después de internarse por su propio pie, Lola había empezado aquel manuscrito.
Abriéndolo, llego a la primera página.
-Mi querido Sergio. La verdad no reside en la cotidianidad de la persona, sino en el alma fugaz movida por una ráfaga de ideas que se arrastran por todo suelo al que hayas pisado. Nunca me odies, siempre hay una razón, una justificación reside en cada factor impredecible y palpitante en el volcán del que nos nutrimos. Mi querido Mino. Te protegí y te aislé de tu peor maldición hasta este momento en el que por fin dejo esta tormentosa situación que jamás quise y desee haber pasado.
- Tu abuela Margarita, la Lola.
Sorprendido de las primeras palabras, cerró el libro y un llanto incontrolable se apodero de él. Llego al final sin haber leído el libro, en su interior sabia que había sido demasiado tarde. Ya lo había vivido en la pesadilla que soñó desde que tuvo noción y conciencia. Lo sabía pero el impacto de tener por fin la evidencia de su oscuro pasado que repetía constantemente en sus sueños, incrementaban su obvia impresión y dolor.
Sentado bajo el resplandor de la luna; en la mecedora, aquel hombre inconsciente, de aspecto cavernícola, junto a esa botella de whisky y las bachas de un cuarto de marihuana, estaba Sergio. Vivía en el segundo piso de la que alguna vez fue casa de algún familiar cercano que no conocía; por alguna razón le habían dejado la propiedad a su nombre. Vivía en soledad como ningún otro. Hijo único sin padres, solo tenía a Lola, lo único que sabia de su pasado era Lola.
Bajo aquella mano, sobre la pierna, aquel libro desprendía un olor añejo, y sobresalían unas gotas rojas secas; sobre aquella mancha se leían unas cuantas líneas plasmadas en la última parte de aquel cuaderno.
Itziri Cortés A.
02. Abril. 06
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