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Akki se apoyaba en el borde de madera del ventanal, frunciendo los ojos para lograr ver a través de la corriente de aire helado que golpeaba su rostro. Miraba hacia las estrellas, sumido en el deseo de, algún día, llegar a conocerlas. ¿Poseerían vida? ¿Serían en realidad los cuerpos brillantes de los dioses, observándolo distantes? La gente de la villa decía que sí.
El niño, sin embargo, se preguntaba si existía alguna posibilidad de que fueran simples lámparas, flotando en lo más alto del cielo. Sin posibilidad de recordar un pasado ni construir un futuro.
“Tal como yo”, pensó.
Cuando uno alcanza cierta edad, comienza a cuestionarse sobre las verdades de aquello que lo rodea. Y es entonces cuando debe tomar una decisión crucial que lo define: creer en lo que se le es dicho ó buscar su propia verdad.
Escuchó de palabras de un anciano la idea de no creer en nada, excepto en aquello que uno conociese. Eso parecía aceptable. Sin embargo, prefería pensar que debía creerse en lo que uno pudiese llegar a conocer.
- ¡Akki! ¡Trae agua para tu madre!
Akki emitió un sonido para hacerle saber a su obstinada abuela que había escuchado su petición. Resignado, se inclinó hacia el suelo y tomó una vasija. Salió fuera del obscuro hogar, y lo dejó atrás con lentas zancadas.

Al internarse en el bosque, silencioso y amenazador, Akki sintió cómo el frío del ambiente penetraba sus pulmones. Le pareció sentir que, además, congelaba la sangre dentro de sus venas.
Pensó entonces en retroceder y volver a casa. Más, entonces, recordó el pálido rostro de su madre enferma, y resolvió continuar.
Su madre era un ser dulce y gentil. Era una mujer delgada y débil, de hermoso pero desgastado rostro. Había enfermado gravemente a principios de aquél año. En un principio la enfermedad sólo se manifestó a través de la piel, que parecía perder su pigmentación progresivamente. Tras unas semanas dejó de respirar correctamente. Y pronto escupía sangre dolorosa y copiosamente, siendo inhabilitada para siquiera levantarse y trabajar.
Akki la amaba profundamente, y por ello la cuidaba con celo de las personas envidiosas y torcidas de la villa.
Su padre era un hombre frío y silencioso. Nunca estaba en casa, por lo cual ni Akki ni sus hermanas lo comprendían o conocían. Trabajador y fuerte, nunca mostraba afecto a aquellos a quienes debía amar. Akki había heredado de él su cabello negro, y al crecer, su cuerpo poseería exactamente las mismas proporciones. Pero los ojos soñadores y la voz susurrante pertenecían completamente a su madre, lo cual hacía de esas características las que más le agradaban de sí mismo.
Akki no sentía por su padre nada. Ni siquiera curiosidad. En las pocas veces de su vida en las cuales llegó a cruzar palabra con el hombre, lo hizo de forma cauta y medida, como si se tratase de una negociación.
Akki sentía que, de alguna forma, también debía proteger a su madre de él.
Sus hermanas eran ambas menores que él. Apegadas a su hermano mayor, buscaban en él la figura paternal que no encontraban en el hombre que les había otorgado la vida. Aunque se parecían mucho a su madre físicamente, el carácter animado y curioso que las movía pertenecía a su abuela, un ser molesto y patético, frío y crítico, por el cual, por lo general, sentía cierta aversión.
Akki siempre fue el más callado de la familia. Él y su madre se comprendían rápidamente por medio de miradas elocuentes. No tenía amigos, excepto por el aire y la tierra. Pero los más apreciados eran sin duda las estrellas.

Bajo el cielo oscuro, Akki parpadeó un par de veces, sorprendido. Se encontraba a unos pasos del pozo, dónde una silueta misteriosa se retorcía en el suelo sin emitir ningún sonido.
Entornó los ojos intentando distinguir de qué se trataba. Pensó que podía tratarse de un animal moribundo, pero algo dentro de su alma conocía ya de qué se trataba. Algo le decía que había estado esperando durante largo tiempo por aquél momento. Aquél encuentro en una noche gélida y brillante.
Akki apoyó la vasija de cerámica en la tierra y se acercó con caución al bulto espasmódico que se encontraba frente a él.
Una ramita seca se quebró bajo una de las pisadas del niño, y aquella sombra, notando su presencia, dejó de moverse. Un escalofrío recorrió la espina de Akki.
- ¿Hola? –dijo-. ¿Me oye?
- ¿Quién eres? –respondió una voz-.
“¿Son humanas?”, pensó, sorprendido. Aquella voz melódica e infantil parecía pertenecer a una niña.
- Akki –respondió el niño, tímidamente-. Vivo en la villa.
- ¿Akki? ¿A qué vienes?
- Debo buscar agua en ese pozo. ¿Por qué te retorcías?
- Me lastimé al caer.
- ¿Qué te lastimaste?
- Mi brazo. ¿Por qué necesitas agua?
- Mi abuela la necesita. Para curar a mi madre.
- ¿Curarla? ¿Está enferma?
- Sí.
La niña entonces se levantó lentamente como un animal, a cuatro patas, arrastrándose por el suelo por cierta distancia hasta que la luz de las estrellas reveló finalmente su rostro.
Sus ojos eran grandes y redondos. El iris era de un color avellana intenso, mientras que su cabello era castaño y largo. Ambas cosas le resultaron extrañamente familiares, más aunque trató de identificar el por qué, le fue completamente imposible.
La niña lo observaba con la boca entreabierta y los ojos muy atentos. Estaba vestida con harapos desgastados y sucios, pero ella en sí irradiaba una pulcritud admirable.
- ¿Cuál es su nombre? –dijo-.
- Se llama Kasya. ¿Tú tienes un nombre?
- Soy Neressa.
- ¿Estás muy herida, Neressa? ¿Necesitas que te ayude?
- Nadie puede hacerlo.
Akki no supo qué responder a aquello. ¿Quién era aquella niña? ¿Y por qué le era tan familiar? Podía jurar que nunca antes la había visto. Y ella tampoco parecía familiarizada con él o con su familia. El niño sintió entonces temor y pena por aquella extraña y solitaria criatura. ¿Y sus padres? ¿No tendrían padres ellas?
- ¿A qué has venido? –le preguntó-.
- Me caí.
- ¿Cómo vas a volver?
- No puedo. Una vez que caes no puedes volver. Nunca más.
- ¿Te quedarás aquí?
- No. Porque una vez que caes eres condenado a morir.
Una vez más, una extraña tristeza embargó a Akki. La niña no parecía consciente de sus propias palabras.
- ¿Morir?
- Si. Una cosa termina para dar paso a otra. Sucede todo el tiempo. Tú también morirás y darás vida a otras cosas. ¡Mira!
La chica extendió un delgado y blanco brazo hacia una flor que se encontraba cerca de ella. La sostuvo sobre la palma de su mano y la levantó hacia el rostro de Akki, asegurándose que éste la viese bien, y luego, bruscamente, cerró el puño y la destrozó. Akki contuvo el aliento, sorprendido por la cantidad de violencia contenida en aquél minúsculo acto.
Neressa arrojó entonces el resto de la flor, marchita y dañada, y con la otra mano extendida señaló hacia unos centímetros de distancia de su pierna, dónde una flor idéntica comenzó a brotar rápidamente del suelo.
Akki ahogó un grito, asombrado ante aquello. Fijó su vista en los pétalos de la flor y notó con la luz que, aunque parecía idéntica a la otra, era realmente más hermosa y delicada que la primera.
- ¡Sorprendente! –exclamó, casi sin aliento-.
- Lo es –respondió Neressa, sonriendo-. La vida es sorprendente.
Akki meditó sobre aquella frase mientras observaba la flor. A pesar de que parecía una hermosa idea el hecho de que las cosas desapareciesen para formar otras más perfectas, algo parecía muy cruel en ese proceso. ¿Por qué la primera flor no podía ser igual de hermosa? ¿Por qué debía morir?
Pensó entonces, inevitablemente, en su madre. ¿Al morir ella nacería en algún otro lugar del mundo una niña más hermosa y gentil? Parecía tan injusto. No quería perderla.
El rostro de Akki se ensombreció.
- No la perderás –dijo Neressa, sonriendo-. Ella tendrá un tiempo más contigo. Pero algún día se convertirá en parte del todo, y lo que nacerá de ella será igualmente bello y cruel, como la vida misma.
Akki la observó entonces, sorprendido.
- ¿Por qué dices eso? –preguntó, sin aliento-.
- Porque así como yo debo morir, pues estoy muriendo ya, te daré el regalo de mi vida para que alargues la de tu madre. Así, mi vida, al igual que la de cada ser, se convertirá en otra cosa.
Akki parpadeó, terriblemente impresionado y confundido con aquello. Era incapaz de comprender.
Neressa sonrió dulcemente y cruzó las manos sobre su pecho. Una luz se emitió de dentro de ella, y Akki pudo ver los reflejos luminosos que se escapaban por sus dedos entrelazados.
La niña cerró sus ojos y lentamente separó las manos de dentro de su pecho, llevando dentro de ellas aquella luz.
- Extiende tus manos –susurró-.
Akki, aún confuso, se arrodilló frente a ella y obedeció. Temblaba y se sentía ligeramente desvanecido.
Neressa entonces colocó sus manos sobre las de él, y el niño pudo sentir la suave y fría piel de ésta.
- Coloca esto dentro del agua que darás a tu madre –dijo-. Ella no verá nada extraño. Mi esencia estará dentro de ella entonces, y cuidaré de ella por los años venideros. Aunque no puedo prometerte su vida eterna, puesto que es innatural, puedo cumplir el profundo deseo de tu corazón: que ella viva, y su dolor se amengüe. Yo moriré, y mi sacrificio por tu deseo se habrá completado. Desearía sólo una cosa: ¡que hubieses podido ver todo lo que yo vi, Akki! ¡El mundo es tan hermoso! Extrañaré mi hogar, y extrañaré tantas buenas cosas. Pero tú tendrás la oportunidad de conocerlas. ¡Ten! ¡Ahora brillaré dentro de ella!
Sonriendo, animada, Neressa abrió las manos, y la luz, entonces, se hizo tan penetrante y cegadora que Akki debió cerrar los ojos con fuerza. Cuando Akki los abrió, la niña no estaba allí, y lo que se encontraba en sus manos era un frágil cristal transparente.

Akki dio a su madre el agua con el cristal dentro. Ella no vio nada, puesto que éste se desvaneció dentro del líquido inmediatamente después de tocarlo. Lo prometido se cumplió, y ella vivió por muchos años, incluso para verlo desposar a una joven cuando tenía 28 años.
En el invierno de sus 30, tras el nacimiento de su primera hija, la cual tuvo los ojos avellana y el cabello castaño de su madre, ésta murió, sonriendo y sin dolor.
En años venideros, Akki recordaría de forma borrosa aquél suceso de su infancia. Creció para convertirse en un renombrado científico, y conoció mucho más acerca de las estrellas que tanto le habían fascinado.
Poco a poco olvidó por completo a aquella estrella que había conocido. Aquella estrella en forma de niña con el rostro de su madre que cayó, por un anhelo suyo, para salvarla.

Texto agregado el 15-07-2008, y leído por 1214 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
27-12-2008 muy bien, ere bueno escribiendo. Una obra cuanto mas larga mejor. Delata el autor. Felicidades eddygrullon
 
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