Nunca antes había estado en un cuento. Los había leído, e incluso hasta traté de escribir uno. Pero nunca había entrado antes en un cuento. Lo tenía en mi mano, con un castillo lejano dibujado en la tapa, al que se llegaba por un serpenteante camino luminoso. Miraba el cielo celeste detrás de él, y casi como dormido, me debo haber caído dentro del cuento.
No fue un golpe fuerte, sino una caída suave, como flotando, hasta llegar casi plácido al suelo. Al suelo del cuento, por supuesto, que era blando y suave como piel de cordero.
Me levanté y sorprendido, miré. A mi alrededor todo eran flores de colores, mariposas, pajarillos multicolores y sonoramente trinantes. La hojas eran mas verdes, loa rosas mas rojas, y hasta las piedras eran coloridas. Y las que eran grises eran tan grises que parecían piedras grises. Los sonidos de los pajarillos al volar eran suspiros de doncellas amantes. El lago, al pie de la colina del castillo, parecía dibujado, como lago de cuento, celeste, tranquilo, lleno de vida, de vida imaginable.
Todo en el cuento parecía mas colorido, y lo que era negro, mas negro. Debe haber sido por eso, que cuando la miré me pareció hermosa. Era rubia, bajita, bonita, pero brillaba. No se si era ella o su alma, pero algo brillaba allí. Y vi que era una princesa bonita, que, muy extraño para ser princesa, usaba gafas. Nunca antes había visto una princesa en un cuento, nunca había visto una princesa con gafas, y nunca me había enamorado antes de una princesa. Pero de pronto, todo había sucedido. Estaba ella en la segunda hoja del cuento, llenando de alegría todo el dibujo, y tenía una mirada que solo podía nacer en su alma dulce. Mi corazón latía sobresaltado, desconocedor de su propio latido, sintiendo algo no sentido antes.
En la siguiente hoja, la princesa sonreía. No puede ya resistir. Tomé mi corazón en mis manos, lo arranqué, y tembloroso el corazón, tembloroso yo, me acerqué a la princesa. “Te amo”, dije, “Tómalo, es tuyo”.
Sonriente, la princesa respondió: “Esto es un cuento, y en él, podría aceptar tu corazón”. “Pero tú vives en la realidad, y no puedo tomarlo”. “Tú amas a una mujer”
Esto era verdad, y llorando casi, guardé mi corazón en el pecho, y me fui a la tapa del cuento. Me senté en las escalinatas del palacio, y desde allí contemplé mi casa. Mis hijos jugaban en ella, revolviendo y tirando cosas, mientras mi mujer cocinaba. El aroma llegaba hasta el cuento, cargado del placer que ella sentía cocinando para su familia. La amaba. La amaba sin duda, y de su vida nacieron las vidas de mis hijos. Jamás podría alejarme de ella.
Volví al cuento. No podía regresar a mi vida sin despedirme de la princesa. La encontré en la cuarta página, descansando en la habitación de la torre. Era hermosa, y se lo dije: “¡Qué linda estás!
Se sonrojó. Demasiado para mí. No podía resistir sus sonrojos ni su sonrisa. Venían desde su alma, y viendo su alma, la amaba. “Ven”, dije, enamorado, “sal de tu torre, ven a vivir conmigo, en un mundo real”.
Pero la princesa, hechicera y adivina, supo que lo decía enamorado, pero amaba yo a mi mujer. “Hombre, tu cuerpo pertenece a un mundo real”. “Vuelve a él, ama a tu mujer, que es tu dueña”. “En los cuentos no hay cuerpos, solo sentimientos, y en ellos tu y yo estamos enamorados”. “Pero, recuerda una vez mas, tu cuerpo no es tuyo”.
Caminando lentamente bajé las escalinatas del palacio, y recorrí el sendero. Me di vuelta, y la ví en su ventana, mirándome.
Salí del cuento. Lo tomé en mis manos, para leérselo a mi hija, y fue entonces que encontré una gota de agua sobre la tapa. ¿O era una lágrima, tal vez?...