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EL ARMISTICIO.

Hacía ya cuatro años que, muy a su pesar, había tenido que guardar su vieja y mellada hoz para sustituirla por la brillante y afilada falcata ibérica. Arieno estaba recostado en una piedra arropado en una manta de lana hecha por su esposa, en lo alto de un risco. Se había reunido a pasar la noche con unos cuantos compañeros. Contrariamente a otras noches, esta había transcurrido sin llegadas de heridos, ni correos con noticias de alguna escaramuza. Desde que guiados por Cauceno habían empezado su ofensiva, no había pasado una noche tan tranquila. Pudo disfrutar de un fuego, canciones populares y bebida con sus camaradas. El día sustituía a la noche, cuando el joven Viriato, al que su tío Arieno no dejaba participar todavía en la lucha, avisó de que llegaba un correo desde la roca más alta del risco. Allí hacía de vígía e imaginaba la gloria de las batallas. El campamento empezaba a tener algo de actividad, los restos del fuego se apagaban mientras Arieno se ceñía la falcata al cinto, y despertaba a los cuatro guerreros que dormían la borrachera alrededor de lo que antes había sido la hoguera.
Entre las dos rocas que hacían de única entrada a la cima donde estaban, apareció un joven al que conocían, que llegaba con un mensaje de su líder Cauceno. Mientras comía algo de pan seco y rancio con un poco de vino aguado, el correo les contó que el nuevo jefe romano, un tal Galba, les había pedido la paz y prometido reparto de tierras para poderlas cultivar y vivir en paz. Deberían reunirse todos junto al río Anas, entregar las armas, y se les concedería lo prometido. Arieno dio un gran grito, mientras abrazaba al joven como si fuera su hijo, besándolo y con lágrimas en los ojos. Llamó a Viriato, su sobrino, y le pidió que le trajera su vieja hoz del zurrón que había en su caballo. Se la entregó y le dijo que cabalgara a la aldea en su caballo, el único del campamento, a decirle a la familia que todo había acabado. Y le dio su falcata para que la guardara en casa. Volvía a ser tiempo de sembrar y disfrutar de la familia, pensaba Arieno mientras daba orden de levantar el campamento y poner rumbo al río Anas. Más orgulloso que nunca, se ciñó la hoz al cinto y emprendió el camino con su zurrón de juventud, cuando cuidaba las ovejas de su padre, como lo hacía ahora su sobrino Viriato con las suyas.
Por el camino, y bajo un sol, que parecía quererles quitar hasta la última gota de sudor, se fueron uniendo con cientos de familias, tribus, y guerreros que llevaban derramando sangre por esos mismos caminos durante cuatro largos años. Las risas, los abrazos de reencuentro, y los ojos brillantes de ilusión, se veían por todas partes. Arieno no creyó conveniente decirle a Viriato que llevara a la familia al punto de encuentro con los romanos, con su presencia sería suficiente para que le dieran la tierra.
Cuando llegaron al lugar, una grandísima explanada en un meandro del río Anas, les sorprendió ver, como los romanos habían construido unas cincuenta empalizadas circulares tan altas como una casa. Arieno preguntó, con su mano apoyada su vieja hoz, a un viejo jefe tribal muy respetado por todos, porqué había tanto legionario en el gran campamento. Éste le respondió que era para garantizar que no forzaran a los cuestores a darlos más tierra de la que los tocaba. Debido a la ferocidad con la que habían combatido durante estos años, los romanos les tenían un cierto temor, y eso era lo que parecía mantenerles relativamente separados de las gentes que venían por los senderos y caminos. Al llegar a la entrada de una de esas empalizadas circulares, vieron a la izquierda una montaña de espadas, hachas, arcos, lanzas, y todo tipo de armas. Los compañeros de Arieno arrojaron allí las suyas y entraron dentro a esperar al cuestor que les tomaría los nombres y les asignaría el terreno. Dentro de ese circulo de esperanza estaban cerca de ciento cincuenta personas ilusionadas por un futuro, en el que el volumen de sus cosechas no les obligaría a dedicarse al saqueo para poder alimentar a sus familias. Serían más de siete mil almas expectantes entre todas las empalizadas. Un olor fétido empezó a sentirse en todo el lugar, mientras que dos legionarios en la puerta les decían a los que estaban más cerca de ella que se echaran más para dentro, que iban a poner una mesa para el cuestor. A base de empujones y pisotones se juntaron un poco más para hacer sitio, pero el olor no cesaba y empezaba a ser preocupante. Hasta que otra cosa reclamó la preocupación de Arieno.
Las puertas de las empalizadas se cerraron de golpe. Se oían risas de donde antes no provenían. Arieno comprendió de repente que todo no había acabado como le había dicho a su sobrino Viriato. El caos inundó los corazones de todos los que veían como sus sueños de campos de cereal eran sustituidos por las flechas que llovían desde fuera de la empalizada. Gritaban con los ojos llenos de fuego. Arremetían contra las maderas que les servirían de mausoleo como no las echaran abajo. El fuego que había en sus ojos les empezó a rodear por todas partes. La empalizada estaba en llamas. La mitad habían viajado al mas allá sobre una saeta o bien como el incienso sube a los dioses al arder en un pebetero. Se abrieron las puertas y una cohorte romana perfectamente ordenada irrumpió en el ruedo. Pisoteaban los cadáveres del suelo. Degollaban a los que no podían poner resistencia sin sus armas. Éstos caían sobre la brea ardiendo. El olor le hizo dar arcadas a Arieno. Éste echo mano a su hoz, su vieja y mellada hoz, para que esta velara por su vida como tantas otras veces lo había hecho.

Texto agregado el 26-04-2004, y leído por 160 visitantes. (0 votos)


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