La riada
Llegué a la estación a las nueve de la noche. Me recibió una niebla húmeda y densa. Acomodé mi bolso sobre el hombro y me zambullí en ella. “Demasiada gente”, pensé. Algunos caminaban abrazados a sí mismos, otros como imágenes borrosas alrededor de latas con fuego, estirando sus manos con expresión de sometimiento. En los rincones o en las antepuertas de negocios abandonados, niños y viejos dormían en el suelo. Las paredes negras hacían pensar que la estación había sufrido un incendio, escombros y mampostería tirados por todos lados. Me extrañó ver un televisor encendido sobre una montaña de basura que nadie miraba.. Comencé a alarmarme. Toda esa gente con pelos largos grasientos, mal cortados, roídos. Ropas negras brillantes, capas de cuero, de metal, no sé, todo se me hacía confuso. No hacía mucho que me había ido a las sierra y allí no escuché ninguna información de incendio o catástrofe.
No quise permanecer más tiempo allí , busqué la salida, corrí hasta la puerta donde se toman los taxis. Dentro del auto me sentí más protegida, le di la dirección al taxista y le comenté lo extraña que estaba la estación. Me dijo que el problema era la droga. Agregó:
“Hay mucha droga, señora, lo pibes viven drogados . En este país es necesario que el servicio militar vuelva a ser obligatorio, comprende, así los sacarían de las calles. La cosa es como yo digo, se necesita un gobierno fuerte, alguien con mano dura”.
Pensé que al menos- si bien su aspecto era temerario con esas cadenas que envolvían su cuello y parte de su tórax, y esos tatuajes en especial ése, que brillaba en su cuero cabelludo y me apuntaba con los colmillos largos y afilados de una mujer vampiro- su charla me era familiar.
Traté de mirar por la ventanilla. La niebla no dejaba ver casi nada, sólo las siluetas de algunos edificios me indicaron que estaba llegando a mi departamento. Busqué cambio y no pude encontrar en la cartera. Tendría que pagarle con los únicos cincuenta pesos que me quedaban.
“Llegamos “dijo. Prendió la luz, tomó mi dinero y después de algunos segundos, ya con la luz apagada, me dio el vuelto. Lo tomé y bajé.
En el palier del edificio, bajo la luz insignificante, observé mi vuelto y noté algo raro en los billetes. En ese momento bajaba alguien en el ascensor. Era mi vecino. Le mostré los billetes y me dijo: “Son falsos”. Trató de calmarme, me contó que a él , un taxista le había hecho lo mismo. “Esos hijos de puta, a los viejos, nos encajan billetes falsos”.
Lo raro es que seguía bajando gente del edificio, solidarizándose con mi desgracia. Una vecina vestida con una bata de toalla, que no recuerdo haberla visto antes, decía: “Son unos sinvergüenzas. En la época de la dictadura entregaban a los chicos” . “Y a mí- empezó a decir un joven que tampoco conocía- a mí, la primera vez que vine a la ciudad me paseó por todos lados antes de llegar aquí, me cobró treinta pesos por veinte cuadras”
Yo ya me sentía un poco avergonzada, porque la gente que no cesaba de acercarse y contar experiencias.
Se abrió la puerta del edificio y me fueron empujando hacia la calle. Allí seguía llegando gente. Una marea humana, que enfurecida quería hacer justicia por manos propias. Algunos jóvenes empezaron a hacer pancartas con leyenda políticas: “Taxista, Mafioso, vos sos un Asqueroso”.
En medio de ese ruido y desorden me escabullí hacia el ascensor y subí a mi piso. Entré al departamento. Era el único lugar, desde que puse un pies en la estación, que estaba igual tal cual lo había dejado.
Me asomé al balcón en el momento que alguien llamaba a la calma, pero la gente no escuchaba, estaba enardecida. Miré hacia las dos puntas de la calle y noté que se seguía juntando gente con antorchas prendidas. Alguien gritó que la columna debía tener más de diez cuadras.
Estaba cansada. Me fui a la habitación, puse el despertador a las ocho y decidí dormir. Mañana vería todo mucho más claro.
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