Luisa se puso delante del espejo. Sólo llevaba puesto el sujetador y las braguitas. Se miró con cara de asco mientras se palpaba la tersa piel de su vientre plano. Le pareció ridículo. Todas sus amigas tenían unas verdaderas barrigas, con unos michelines que le llegaban a tapar totalmente su sexo. En cambio ella… Ahí aparecía la mata de pelo, como burlándose de su delgadez. Luisa, a pesar de lo que su padre diga, se sentía terriblemente delgada. Delgada y fea.
Vigiló que el pestillo estuviera echado, para que nadie entrara por sorpresa. Puso la música a un volumen alto, sin pasarse –para que no le llamaran la atención– pero sí lo suficiente como para que quien pusiera la oreja en la puerta no pudiera escuchar lo que estaba haciendo. Su madre la entendía y le apoyaba, pero el padre no, no quería ver la realidad. Con la música sonando, sacó una caja de debajo de la cama. Era una caja de plástico que, al abrirla, mostraba una colección de revistas. Pero, bajo esas revistas, estaba lo que Luisa anda buscando: una caja delgada de mantecados, de los más grasosos del mercado. Sin quitar ojo de la puerta, se puso a engullirlos con deleite. La verdad es que le gustaban, pero ahora lo hacía sólo por su estética: se había puesto la meta de engordar ese mes, por lo menos, veinte kilos. Estaba harta de su ridícula talla 38…
El doctor Beltrán entró pausadamente en la sala de espera de su consulta. Sus piernas gordezuelas se rozaban al caminar, por lo que siempre le acompañaba el frufrú de sus pantalones de franela. Había varias mujeres esperando que le miraron ansiosas. Una de ellas, que venía junto a la que debía ser su madre, le comentó susurrando a su acompañante: “Es guapo, ¿verdad?”. El doctor Beltrán sonrió haciéndose el disimulado, pero a pesar de estar acostumbrado a escuchar piropos tras de sí, eso no quería decir que no le gustaran. Al contrario, le encantaban. Hasta tal punto, que su papada temblaba como un flan en plena ventisca de aguantarse esa risita tonta de satisfacción que nos sale cuando nos dicen algo bonito. Sosteniendo una carpeta que le había pasado la recepcionista, leyó en voz alta:
—Mmm… ¿La señorita Gimeno?
La chica de antes se incorporó de un gracioso y ágil saltito. Tan rápido fue, que inmediatamente se puso colorada como un tomate. El doctor sonrió amable, aunque por dentro pensó: “Mal asunto, está demasiado ligera. A esta habrá que inyectarle sus buenos cuarenta kilos de grasa, ¡como mínimo!”. Con un ademán caballeroso la hizo pasar a la consulta. La madre, que iba detrás de ella, le sonrió coqueta. “Esta sí que es una mujer”, pensó el doctor, “sólo hay que ver qué brazos… Bufff… Son casi como mis piernas”. Carraspeó sonoramente para ayudar a alejar de su mente pensamientos libidinosos. Era, ante todo, un profesional. Pero claro, también es humano…
Jessica Flower de las Virginias recortó con mimo la enésima nota de prensa donde recogía su triunfo en el certamen de Misses de su distrito. Ganarlo le había hecho la mujer más feliz del mundo. Y no sólo eso, sino que le daba derecho a participar al concurso provincial. Si ganara este, al regional. Y de ahí, al nacional. Y luego… ¡Miss Mundo! Se rió de sí misma: “¡Qué tonta soy! Si no tengo ni posibilidades de ganar el provincial, ¡con esos culos chorreantes que se gastan todas!”. Dejó escapar un suspiro y miró la fotografía que salía en la noticia. La verdad es que estaba guapa. Además, en esa foto le habían pillado su lado bueno: fue justo cuando se agachaba para que le colocaran la corona de Miss y se veía toda su papada sobresaliendo y casi tapando la barbilla. Se la acarició pensando que tenía mucha suerte. La mayoría de sus amigas se mataban a comer de todo y sólo tenían un pliegue, a lo sumo un michelincito. Pero ella no, ella tenía esa papada que podía agarrar con las dos manos y tirar y tirar de ella. De pronto, se sintió radiante. ¿Por qué no iba a poder ganar el provincial? Total, sólo le faltaba aumentar un poco su culo, que todavía se sostenía algo. “¡Seguro que con una buena dieta de pasteles y pasándome el día sentada lo pondré bien fondón!”. Faltaba mes y medio para el concurso así que era cuestión de ponerse manos a la obra. “¡Mamaaaaá!”, chilló saliendo de la habitación, “¿me llevas a la pasteleríaaaaa?”.
Raúl y Genaro se saludaron a lo lejos.
—Ahí está Genaro, ya llega —dijo Raúl a Patricia, su novia.
—Pues está un poquito delgado tu coleguita…—objetó ella.
—Pero, ¿qué dices, tía? Si el otro día fui con él a comprar pantalones y tuvieron que sacarle la carpa del circo porque no cabía en ninguno —defendió Raúl.
Ella se río:
—Mira, eso es algo que me gusta de ti: que defiendes contra viento y marea a tus seres queridos.
Raúl engoló la voz cual galán televiso y arqueó la ceja:
—Por supuesto, querida. Y más cuando se trata de mi ballenita azul…
Patricia sonrió coqueta:
—Anda, compórtate, que ahí llega tu amiguito.
—¿Qué pasa, nen? —soltó Genaro. Ambos hombre entrechocaron ruidosamente sus manos fofas.
—Perdón, madam, he sido un maleducado —Genaro se volvió hacia Patricia. Tomándola de la mano, besuqueó sus gordezuelos dedos.
—Vale, vale, reserva tus energías para mi amiga, que está esperándonos en el metro. Ah, por cierto, se llama Luisa y ya te digo que es muy simpática.
Patricia arrancó a andar. Genaro agarró del brazo a Raúl y le dijo en susurros:
—Oye, colega, cuando dicen simpática ya sabes que…
Raúl se encogió de hombros:
—Tío, es amiga suya desde el colegio. La chica lo está pasando mal y quiere salir con ella. Y, bueno, para no salir con ella a solas pues…
Genaro cabeceó:
—Pues se la colocamos al bueno del Genaro, ¿no? Joder tío, ¿tan fea es la tía?
Raúl levantó las cejas y apretó los labios.
—Bueeeno… digamos que está un poquitín delgadita.
El amigo se llevó la mano a la frente:
—Dios… eso significa que está como un palillo… joder qué marronazoooo…
Al llegar al metro Patricia saludó a alguien agitando la mano. Genaro, de forma disimulada, miraba de reojo para ver a la amiga. Cuando la vio, se confirmaron sus sospechas. De forma educada la saludó con los dos besos de rigor. Patricia la cogió por el brazo y se adelantó con ella:
—Las chicas tenemos que hablar de cosas nuestras, así que vamos tirando, ¿vale?
Cuando se distanciaron unos metros, Genaro volvió a agarrar del brazo a Raúl:
—Tío, esta me la debes, ¿eh? Macho, pero mira que culo… ¡Joder, si lo tiene tan respingón que podrías colocar un vaso encima y no se caería!
—¡Ja, ja, ja! ¡Qué exagerado eres! Oye, al menos tiene buenas tetas…
—Sí, pero de esas firmes que no se caen ni a la de tres… Leches, nen, ¡es que mira que cinturita de avispa!
—Bueno, bueno, sólo tienes que acompañarnos durante la cena, ¿vale? La chica se irá después a casa y tú quedarás libre para irte a ligar a alguna “elefanta”, como tú las llamas.
—Vale, vale, ¡mejor! Porque le tengo el ojo echado a una camarera que… ¡Ufff! En serio, tío, tienes que verla. Tiene un culo fondón del tamaño de una plaza de toros, ¡una pasada!
—¡Ja, ja, ja! ¡Ya será menos, hombre, ya será menos!
En la consulta, bien arrellanado en su sillón reforzado, el doctor Beltrán se dirigió a su paciente:
—Bueno, ustedes dirán en qué puedo ayudarles…
La madre irrumpió a hablar:
—Mire, doctor, mi hija tiene un complejo terrible. Está terriblemente delgada. La verdad, ha debido salir al padre, porque ya ve que yo… —y sonrió cimbreando los brazos— Pero con ella no hay manera. Por más que come, no engorda nada.
El doctor miró a la muchacha:
—Está bien… —bajó la mirada a la ficha— Luisa, ¿verdad? Vamos a ver cómo está todo. Pasa a ese vestidor y quítate esa ropa. Y no tengas vergüenza, ¿eh? Aquí estamos para ayudarte.
Luisa, un tanto sonrojada, se levantó del sofá y se colocó tras un biombo. Mientras se quitaba la ropa, la madre no dejaba de parlotear. En cuanto terminó, se asomó. El doctor Beltrán tuvo que esforzarse para no dejar escapar un silbido. La chica tenía verdaderos motivos para estar acomplejada, era peor de lo que pensaba. Ojeándola con mirada escrutadora, fue anotando: pechos turgentes y firmes, talla 100; espalda delgada pero musculada; cintura estrechísima, talla 38; caderas firmes y glúteos turgentes; muslos sin grasa.
La madre, conteniendo las lágrimas, se agarró de la solapa del doctor:
—¿Ve lo que le digo? ¿Lo ve?
—Mamá, por favor, que me estás avergonzando… —protestó Luisa.
El doctor tranquilizó a la madre dándole una palmadita en el hombro.
—No se preocupe señora. Y no te preocupes tú, Luisa. Hoy en día tenemos la solución perfecta. Serán necesarias varias intervenciones, pero con nuestro sistema de financiación lo podrán pagar sin enterarse. En cuestión de unas cuantas semanas, te aseguro Luisa, que serás el blanco de todas las miradas. ¡Palabra del doctor Beltrán!
Ambas mujeres se pusieron a aplaudir. Esa era la frase que el doctor tenía como lema y que repetía en los anuncios de televisión y radio: ¡Palabra del doctor Beltrán!
Jessica Flowers de las Virginias salió de la pastelería con su madre al lado, quien iba cargada de varias cajas. Jessica iba dando grandes dentelladas a un gran merengue.
—Siempre lo mismo, siempre que venimos aquí sales con un merengue —le decía la madre en tono de reproche—. Ya sé que tienes tu carrera de modelo por delante y todo eso, pero ¿lo has pensado bien? ¿Estás dispuesta a pasarte toda la vida a base de pasteles y alimentos llenos de grasa?
Jessica casi se atraganta.
—Mamá —dijo en tono de súplica—, ¡sabes de sobra que ese es mi sueño! Yo tengo la suerte de haber nacido con esta constitución, y tengo que aprovecharla.
—Ya, ya sé, pero, chica, ¿no te apetece de vez en cuando un poquito de verdurita, un pollito a la plancha?
Jessica elevó los ojos como mirando al cielo.
—Por favor, mamá, ¡pues claro que me apetece! ¡No soy de piedra! Pero tengo que ayudar a este cuerpo a mantener la línea. El mundo de las modelos es muy competitivo, y en cuanto te desaparece un michelín… ¡plas!, ya no eres nadie.
—Ay, hija, no sé, no sé, tanta dieta… Mira, ¿esa no es Patricia y su novio? Anda, ve a saludarla mientras yo voy a traer el coche.
Con un trozo de merengue asomándole por las comisuras de los labios, Jessica saludó:
—¡Patriciaaaa! ¡Patri!
Patricia se giró a Luisa y señaló a Jessica.
—¡Jessica, guapísima! ¡Qué alegría!
Ambas chicas, dando un pesado trote, se acercaron y se dieron un abrazo.
—Ay, chica, tú siempre igual, cuidando esa línea. ¡Tienes una fuerza de voluntad…! —le dijo Patricia.
—Tú lo has dicho, cielo, ¡fuerza de voluntad! Porque mira que hace un momento pasamos por una verdulería y me dio un antojo de acelgas…
—¡Uuuuuuys! —gritaron divertidas a duo.
De pronto, Jessica se dio cuenta de la existencia de Luisa, quien esperaba callada un par de pasos atrás. Patricia, girándose, reaccionó:
—Uy, que no os he presentado. Mira, Luisa, esta es la gran Jessica Flower de las Virginias; Jessica, esta es Luisa, una amiga del colegio.
—Jessica Flow… ¿la ganadora del concurso de misses del condado? —dejó escapar admirada Luisa.
Jessica sonrió sin poder ocultar su satisfacción.
—Bueno, tuve un poco de suerte… ¡y unas buenas lorzas que enseñar!
Jessica y Patricia rompieron a carcajear. Pero ambas callaron de repente temiendo haber incomodado a Luisa, la de la cintura de avispa.
—Bueeeno… —dijo Jessica tratando de romper un silencio incómodo—, ¿a dónde vais todos tan guapos? Hola, Raúl, hola Genaro… —saludó a los chicos que ya habían llegado a su altura. Jessica sonrió y miró especialmente a Genaro, y este le devolvió el interés con un guiño cómplice.
—Pues íbamos a esa hamburguesería nueva que han abierto en el centro, esa que anuncian trozos de carne magra de medio kilo.
—¡Hummm! ¡Qué buena idea! ¿Me puedo apuntar!
Patricia abrió los ojos como platos.
—¡Pues claro, cieloooo! ¡Siií! ¡Qué suerte la mía! Y así nos podrás contar con pe-los-y-se-ña-les todo lo que ocurrió en el concurso, pero todo, todo, ¿eh?
—Esperamos que llegue mi madre con el coche y le digo que me voy con vosotros, ¿vale?
Todos asintieron, especialmente Genaro, quien a escondidas chocó la mano con Raúl. Luisa también asintió, pero a ella no la oyó nadie.
Genaro salía del aparcamiento con las llaves en la mano y una carpeta bajo el brazo. Tenía la mirada agachada porque estaba tratando de meter las llaves del coche en el estrecho bolsillo del pantalón y no le cabían. De pronto, tropezó con alguien, cayéndose las llaves al suelo.
—¡Mierd..! —soltó fastidiado.
—Hola, Genaro —dijo sonriente Luisa.
Genaro, al verla, soltó un silbido de admiración:
—Jooooder, si tú eres Luisa, ¿no? La amiga de Patricia… ¡Menudo cambio!
Luisa dibujó una sonrisa de oreja a oreja y con gesto coqueto se levantó ligeramente la faldita mientras giraba sobre sí misma. Genaro no paraba de abrir los ojos.
—¡Wow! Per… perdona, tía, pe.. pero… Joder, ¡menudas chichas!
Ella rió feliz.
—¡Siií! ¡Por fin! Me ha costado lo mío, pero ya, ya tengo el cuerpo que quería.
—¡Y quién no va a querer ese cuerpo! —se le escapó a Genaro. En seguida balbuceó una disculpa, disculpa que ella no aceptó silenciándole los labios colocándole un dedo gordo como una salchicha en los enormes labios de Genaro. Él aprovechó el gesto para tomarle la mano y dejar caer un suave beso. Componiendo la más seductora de sus miradas, Genaro se lanzó al ataque.
—¿Hay alguna posibilidad de que me concedas el honor de invitarte a cenar?
Luisa se hizo la pensativa. Después soltó una risa divertida y aceptó la invitación. Intercambiaron números de teléfono y quedaron en llamarse para el sábado siguiente. Al despedirse, Luisa no pudo evitar estremecerse al sentir los labios de Genaro en su mejilla y ese aroma a fritanga que despedía el chico. Tomaron caminos distintos y, en su trayecto a casa, Luisa iba tarareando feliz. Se detuvo a mirar en el escaparate de una tienda de embutidos y pensó que debía celebrar el encuentro con un buen bocadillo de morcilla de cebolla. Mientras se deleitaba con el contenido del escaparate antes de entrar, tuvo una sensación extraña: se vio reflejada en el espejo y, por un instante, no se reconoció. Borró el pensamiento intruso como quien borra una palabra malsonante de una pizarra escolar y entró con paso decidido. Mientras esperaba a que le atendieron, otro pensamiento se le coló: si fuera necesario, dejaría de mirarse al espejo.
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