Nacieron en casas vecinas. Gozaron y soportaron el mismo clima. Los sustentos primordiales nunca escasearon en sus hogares.
El desarrollo de sus familias resultó parejo. Era notorio sin embargo, lo cual a simple vista podía captarse, la existencia entre ellas, de pequeñas, pero perceptibles diferencias.
Los esperados descendientes se presentaron, casi al unísono, en los primeros días de una esplendorosa primavera. Se mostraron al mundo que los rodeaba.
Una vida de calma, sin mayores adversidades, acompaño a los vástagos de ambas familias. Allí crecieron, bajo la tutela de sus padres.
Con el pasar de los días una de ellas se percató de su belleza; de aspecto altanero, segura de si misma y sin pronunciar vocablo alguno, pero sabiéndose mejor vista, disfrutó ante los ojos de la vecindad que no sacaban sus ojos de encima.
A la vecina, los años parecerían pesarle; tampoco sus hijos mostraban seguridad. Un tono de tristeza cubría el aspecto general de aquella familia.
Para un simple observador, no cabía razón alguna que justificara la desigualdad aparente.
Fue el comentario general. ¿En qué radicaba la diferencia? ¿Cual era el motivo?
Dos casas vecinas; paralelas en todo: manutención, conservación y cuidado.
Sin embargo...
El tiempo, bendito ayudante de las intrigas, otorgó la respuesta.
Los rayos solares no caían con la misma intensidad sobre los malvones plantados en las dos macetas que colgaban en una de las paredes del patio. Un frondoso jacarandá, que dominaba desde el centro del patio, entorpecía la llegada del calor solar a una de las macetas.
Ella, en silencio, sin posibilidad alguna de escapar a su destino, continuaba su vida junto a su vanidosa vecina.
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