La cama estaba muy fría. Especialmente si uno anda con esas batas de enfermo, abiertas por atrás, que dejan que se te enfríe el poto al contacto con cualquier cosa. La enfermera juntó los algodones y la jeringa desechable con el resto de la basurita que ya tenía en su bolsita y salió de la habitación. Julián se quedó un rato mirando al doctor mientras revisaba los exámenes y en el semblante se le dibujaba una falsa expresión varonil, que trataba inútilmente de disimular el dolor de la situación.
-¿Y bien Campanita, cuánto?
-¿cuánto te voy a cobrar?- respondió Javier, con una voz que contradijo completamente la expresión de trivialidad que aún se esforzaba por mantener.
-Viejo, nos conocemos hace tanto tiempo, que sería trágico que siguieras compadeciéndome. Me estoy muriendo, ¿cuánto tiempo me queda?
-Sería un milagro que pasaras el invierno. No te quedan pulmones. Lo siento tanto…- y la voz se le quebró antes de poder terminar la frase.
Julián, que ya presentía lo que pasaba desde hace un tiempo, se quedó callado un rato, y al levantar el rostro pudo ver a su mejor amigo devastado, al pie de la cama, los ojos perdidos en la tenue luz de la lamparita, y las lágrimas que no salieron, y los ojos vidriosos y secos. Julián sacó la baraja, acercó la mesita y le dijo:
-Un Luckie contra las pastillas en una patita- y con eso lo sacó de esa especie de trance en el que había caído desde hacía unos momentos.
Y empezaron a jugar brisca, los rostros serios, los ojos secos, las voces firmes, las almas destrozadas.
-¿Te acuerdas del Luis XVI que alguna vez nos íbamos a tomar?
-Si, ¿Qué hay con eso?
-Y, me dices que ya no paso del invierno, ¿no?
-Y, eso parece.
-Bueno pues, Campanita, te apuesto el Luis XVI a que paso el invierno. Si lo gano, me lo das para mi cumpleaños y lo tomamos en primavera; y si no, te lo dejaré de herencia para que lo tomes con los demás, a mi salud.
-Supongo que lo debo encargar desde ya, porque con lo porfiado que eres, ni siquiera harás caso en cuando debes morirte.
-Por supuesto.
Y Julián ganó la patita, y un Luckie. Y pasó julio, entre briscas con los enfermeros y coqueteos con las enfermeras, y sanguinolentos accesos de tos, y algo de autocompasión, y Música de Cañerías, y una cueca intitulada que hablaba de que ella nunca estaba cuando la necesitabas.
Y en agosto hubo una leve mejoría, que hizo que todo el mundo estuviese de buen humor. Incluso le permitían levantarse los fines de semana, para ir a la sala con TV cable y ver los partidos de fútbol. En ese tiempo, Julián, que en todo momento ocultaba su miedo bajo una falsa trivialidad y trataba que todo fuese una chanza, molestaba a Javier por el dinero que le iba a costar la apuesta.
Y llegó el clásico. En el Monumental. Colo Colo se adelantó y quedaba poco tiempo. Todos estaban contentos excepto Julián y Javier. El primero porque su equipo estaba perdiendo, y Javier porque pensaba que aquello iba a provocar un deterioro en la salud de Julián. Pero el destino juega extrañas cartas; faltaba muy poco y se descolgó el Leo y el Heidi la metió dentro. El grito de gol se ahogó en un acceso de tos que lo llevó a una recaída, y la fiebre volvió, y la sangre manó de la garganta, y él se sintió confortado. Cuando, al tercer día, Javier lo fue a revisar, de mañana, él estaba lúcido y le dijo:
-Éramos visita, viejo, nos fue bien.
Y así llegó septiembre, y con ello se aproximaba el fin de la apuesta.
Los enfermeros siempre lo desafiaban a una buena partida de brisca, por lo que siempre tenía uno que otro luckie, o bien la ventana que estaba frente a su cama, para ver la nieve en la cordillera o la lluvia sobre los techos, con su sonido apagado.
Aún seguía guitarreando, y tratando de cantar con una voz que ya no era ni la sombra de lo que alguna vez fue. Sólo servía para cantar tangos y boleros. Y se acercaba el 16 de septiembre, y una pequeña mejora que hacía pensar a todos que ganaría la apuesta.
“¡Cumpleaños Feliz!, ¡cumpleaños feliz!, ¡cumpleaños Julián, que los cumplas feliz!”, entraron cantando enfermeros y amigos, con torta y regalos. Entre todos le subieron el ánimo y celebraron. Una caja que sobresalía entre las demás tenía una tarjetita que decía: “y ganaste, qué se le va a hacer…”. Preciosa caja de madera con una majestuosa botella dentro. Miró a Javier y sonrió.
Eran cerca de las 10 cuando ella llegó. “Feliz cumpleaños”, dijo, y los ojos se le llenaron de lágrimas. Esa noche estuvieron conversando hasta tarde, los tres, como antes. Había una tensión natural en el ambiente, pero todos se esforzaban por hablar con naturalidad. El resentimiento que ella sentía hacia Julián ya no era relevante, ya no importaba mas nada.
¡Cuántas cosas comprendió Ángela esa noche! Todo el tiempo que pasó odiando a Julián por irse, abandonarla sin decir nada, ya no era tan importante como el dolor que le provocaba verlo, allí, consumido por el cáncer. ¡Cuántas noches lo imaginó en brazos de otra!
Recordaban los tiempos de la universidad. Cómo añoraban, ahora, ese pasado tan feliz. “Campanita, campanita”, hueveaban al doctor Cortés. “¿Recuerdas, Ángela, alguna noche que hayamos podido hacer el amor en el departamento, ese verano, sin que sonara la maldita campana?”, “me la llevé, aún la guardo conmigo…”
Pasado un rato ella se despidió.
-Me engañaste… todos estos años te odié…
-Lo siento mucho, nunca quise que fuese así… tenía miedo, quería evitarte el verme así… el verme morir de a poco… lo siento.
Se levantó llorando, y, luego de un beso en la frente, se fue.
-Campanita, un último favor. Mañana pide el turno de noche y ven a verme.
El sonido de las copas fue tan claro. Las había mandado a comprar una semana antes, un par de copas del mejor cristal.
-¿Cuándo le avisaste?
-Esa mañana-. El corcho hizo un ruido sordo.
Bebieron la primera copa a tragos cortos, sin decir otra palabra.
-Con eso dejaste de ser un buen doctor… si, me quitaste lo único que me mantenía vivo, la esperanza de volver a verla, algún día. Y ya lo hice…
-Ésta va por Ángela…- dijo Javier. La débil luz no les permitía ver las expresiones de sus rostros.
-Y otra más, para el camino…
El licor bajaba por su garganta, quemándola con una tibieza que lo hizo aferrarse a la vida, a ese momento. Un aluvión de recuerdos y la copa que cayó al suelo.
La condición de los pulmones se deterioró mucho el siguiente par de días. El 25, Javier fue, como de costumbre, a revisar su estado. A las 11:30 de la mañana firmó el acta de defunción.
|