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La colina se alzaba imponente en medio del bosque. Rodeada de miles de árboles, pero ni uno solo se atrevía a poner una sola de sus raices en sus laderas. Únicamente estaba él, allí en lo más alto. El vigía inmóvil observando el horizonte. Si algún día le ocurriese algo a su bosque, el sería el primero en darse cuenta.

Su colina, su fortaleza y también su amado hogar. Sus brazos acariciaban el viento mientras se alzaban hacia el calor del Sol o la luz de la Luna. No había tiempo para dormir, debía vigilar. Nunca había pasado nada pero sabía muy dentro de él que el momento se acercaba rápidamente. Se estremeció solo del miedo que le causaba lo que podría pasar.

Todo llegó una mañana, poco después de la salida del Sol. La maldad se personificó en su bosque virgen. Los árboles del linde empezaron a caer uno detrás de otro. No podía ver quien era el causante de aquello, pero solo podía ser el mal absoluto. ¿Quién si no iba a destruir a los guardianes del aire? Su grito de alerta no fue más que un susurro en el frescor del aire de la mañana que solo hizo estremecer a las pocas gotas de rocío que aun se mantenían en pie.

Los árboles seguían cayendo y cada vez se sentía más oprimido, su bosque desaparecía por momentos. Mirase donde mirase solo veía árboles cayendo y pequeñas manchas negras que se movían entre sus hermanos. La impotencia causada por su fracasado aviso se convirtió en la furia del que se siente acorralado. Pero llevaba tantos siglos vigilando desde su colina que la fortaleza se había transformado en una prisión para el vigía.

No pudo hacer otra cosa que no fuese llorar a sus árboles caídos, las lágrimas de rocío resbalaban por su cuerpo. El miedo que lo azotaba degeneró en el absoluto terror de la certeza de que su fin estaba próximo. La noche se aproximaba al mismo ritmo que los árboles caían. Cuando el Sol llegase al horizonte le habrían dado alcance. Agitó sus brazos y empujó la tierra que tenía prisioneras a sus piernas, pero no fue suficiente.

El Sol llegó a su destino y la Luna le sustituyó en el cielo y bajo su luz pudo ver el rostro del mal. Eran aquellos que vio crecer en los albores del mundo, aquellos que bajaron de sus ramas a cuatro patas y echaron a correr a dos. Portaban terribles armas y máquinas de metal. No esperaba que fuesen ellos, había depositado tantas esperanzas en aquella especie... Ahora él era el último, los hombres se acercaron a él y derribaron al último árbol del mundo firmando así su propia sentencia de muerte.

Texto agregado el 10-07-2008, y leído por 192 visitantes. (0 votos)


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