Ayer soñé, soñé con ella y con él. Fue uno de los sueños más hermosos y a la vez de los más feos, porque aún sin despertarme supe que era tan sólo una ilusión, que no era cierto, que su madre no estaba más y que él no iba a pasar. Pasar, sí, por al lado mío, pero nunca detenerse, nunca saludar, nunca saber que yo existía. Y la felicidad de ella, también supe, no era más que una máscara para su dolor porque le hacía falta lo que más necesitaba en el mundo, entonces pretendía. Pretendía para que los demás no vieran sus lágrimas, pero nadie le creía. Todos sabían o podían suponer lo que ella sentía. Pero dentro de ese sueño, fui feliz por un ratito, en donde supe lo que se sentiría si, acaso, alguna vez él me viera, realmente me viera, como soy, por lo que soy, y me quisiera. Y fui feliz de saber que, alguna vez, aunque sea dentro de mucho tiempo, ella podrá sobreponerse a ese dolor que ahora la abruma y su hermosa sonrisa volverá a asomar, y sus lágrimas sólo caerán cuando la recuerde. Ella fue como una metáfora mía, pero mucho más terrible. Él fue un sueño, sólo eso, una realidad inexistente. Fue y es tan verdadero como imposible, tan hermoso como inalcanzable, y doloroso, muy doloroso.