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No sé en qué momento comenzó todo, no sé el momento en que la objetividad se hundió en la más pura paranoia, en que nosotros, todos nosotros, perdimos la noción de lo que sabíamos y zozobramos en reglas de otro juego que nunca alcanzamos a entender. Debe haber sido semanas luego del juicio, que duró desde el invierno de 1880 y se prolongó durante un año, juicio que cercenó de raíz a un grupo de delincuentes que abusaban de las personas, sembrando el caos y el miedo entre la población. Sí, de hecho fue un poco después, el día que intenté volver a Concepción pero el tiempo estaba tan malo que fue imposible salir de la isla. Ese día empezó a llover con más furia de lo habitual, y todo se cerró a eso de las cuatro. Por la tarde, la señora de la pensión, mientras amasaba unas sopaipillas, me contaba lo que comentaba la gente: que todo se había puesto raro después del juicio, que no deberíamos haber escarbado tanto.

Decidí acostarme temprano, me dolía la cabeza y pensé que lo más sano era una buena siesta, un momento de descanso luego de días tan agitados. No había alcanzado a apagar el candil cuando escuché unos golpes en la puerta principal, y unos gritos secos que reconocí, eran de Pedro, el escribano. Segundos después aparecían en mi habitación tres hombres, mojados hasta los huesos, y con los ojos como si hubieran visto un aparecido. “Se lo llevaron, el actario desapareció, y también los otros, se los están llevando a todos” dijo Pedro. “Tenemos que salir de acá, es peligroso”. Yo no entendía nada y atinaba a mirarlos sin reaccionar. “Después le explicamos, ahora hay que salir” dijo uno de los hombres, el más alto. Pedro revolvió entre mi ropa sacando un abrigo y las botas y tirándomelas encima, “vístete, rápido”.

Medio aturdido por la impresión, me calcé los pantalones que estaban en la silla, las botas y el abrigo, y salimos. De haber sabido que no iba a volver hubiese tomado el reloj familiar y el crucifijo. En realidad, de haber sabido todo lo que pasaría aquí, nunca hubiese venido. Afuera el viento arreciaba. No recuerdo haber visto antes una noche tan ruda. El viento soplaba con furia meciendo los árboles mientras el agua penetraba todos los rincones como si fuera un cuchillo punzante. El hombre más bajo tuvo que gritar para que lo escucháramos. ¡En la esquina doblen a la derecha, ahí están todos, yo me largo!

A la vuelta nos metimos en una casa que nunca había visto antes, era pequeña y vieja, de madera, como todo en este lugar. Adentro había un grupo de hombres alrededor de una mesa. La mayoría estaban parados, y unos pocos sentados. Todos estaban escuchando al jefe de policía que hablaba de pie, apoyando las manos en un plano que tenía sobre la mesa. “Llegaron, patrón” dijo un hombre, y el jefe nos saludó. “Entren, denle un café a estos muchachos, que ya parecen muertos”. Yo, confundido, le pregunté a un tipo flaco qué estaba pasando, pero pareció no escucharme siquiera, absorto como estaba mirando la vela de la mesa. “Se preguntará por qué lo hemos llamado, caballero, en una noche tan fea”, dijo el jefe. Asentí con la cabeza, un poco asustado y previendo lo peor.

- Seré breve. Sus amigos de Concepción y Santiago desaparecieron hoy a eso de las ocho, o desde las ocho supimos. También se perdió el juez y el fiscal del pueblo. Ahora mismo le mandamos a buscar también a los otros que estuvieron en la investigación.
- ¿Pero qué es lo que está pasando? -le pregunté, colándome entre los hombres para acercarme a la mesa.
- No sabemos. Lo único que sabemos es que desaparecieron, y no parece haber sido de la forma más tranquila. En la casa del actario estaba todo revuelto y lleno de barro, encontramos unas tripas de animal debajo de la cama. No me mire así, yo no estoy sugiriendo nada, yo no más le estoy contando lo que encontraron mis hombres cuando la dependienta los llamó. Pero vamos a llegar al fondo de esto, usted quédese tranquilo. Por ahora lo mandamos a buscar para prevenir cualquier cosa, y aprovechando que estaba cerca de acá. Así que ya sabe, como podría estar en peligro es mejor que se quede en este sitio, con nosotros.

Después hizo una seña con la mano y el hombre alto que nos había acompañado volvió a salir. Una ráfaga entró por la puerta y apagó la vela. “Cierren esa puerta, carajos inútiles”, se oyó la voz del jefe. Entre que prendían la vela y se oía el ruido de alguien chocando contra la mesa, vine recién a darme cuenta de la situación y me entró el miedo. Hace días que tenía ganas de irme, una sensación de apremio acosándome antes de dormir, pero no le había hecho caso. Era normal, me decía, luego de haber presenciado esos sujetos tan extraños, de habernos inundado de historias tan turbias que llegaban a ser irrisorias. Lo cierto es que en las mañanas me estaba costando despertar, sentía un peso en el pecho y la impresión de no haber dormido nada. Eso en los últimos tres días.

Al volver la luz observé mejor el grupo. Era un puñado de hombres, unos quince o dieciséis, la mayoría armados con escopetas y rifles, y otros cuantos con machetes. Uno llevaba un sable como los que usaban los soldados en el norte. El jefe volvió a apoyarse en el plano y comenzó a señalar puntos con su cuchillo, hablando en voz baja a los que estaban inmediatamente a su lado. Un hombre se me acercó y me dijo que lo acompañara a la pieza de atrás, que allí había algo para comer y entrar en fuerzas. Dejaron la puerta abierta, de tal forma que aún podíamos ver la silueta de los hombres discutiendo algo que no alcanzábamos a oír.

Le pregunté a Pedro si se le ocurría qué estaba pasando. No me contestó. Miraba el caldo con indiferencia, y sus pupilas tenían un brillo peculiar. El caldero de la sopa, de cebollas, estaba puesto sobre un pequeño brasero que no alcanzaba a calentar a nadie. Despedía un brillo pálido que se reflejaba en los ojos de Pedro como si él absorbiera todo el calor sólo mirándolo. La situación me incomodaba, y me extrañaba, porque era todo lo contrario a la tensión con la que tocó la puerta de la pensión al buscarme, era como que toda su agitación se le hubiera metido adentro y le hubiese apagado algo. No tenía hambre, sólo frío y la ropa demasiado mojada. Al menos llevaba puestas unas buenas botas y tenía los pies secos. Nos quedamos allí, mirándonos sin hacer nada, viendo a la distancia la discusión del jefe con sus subalternos, hasta que volvió el tipo alto que había escoltado a Pedro a buscarme a la pensión. Volvió directo al jefe de policía agachándose y diciéndole algo al oído.

- Escuchen todos. Vamos a tener que salir –dijo el jefe.
- ¿Pero y ellos? –replicó el tipo del sable. Ni siquiera sabemos si los otros podrán llegar. Los hombres partieron hace más de dos horas y todavía nada.
- Es peligroso para ellos afuera. No sé qué tan seguro es aquí, en todo caso. No sé qué tanto seguro es todo el pueblo, pero es mejor que estén acá que en sus piezas, ya sabemos lo que les pasó a los otros. Quiero que me escuchen con claridad, y ustedes también –dijo señalándonos. El intendente también desapareció, la situación nos obliga a una sola cosa, tenemos que dar con la cueva de estos malditos a como dé lugar.
- ¿Pero cómo vamos a lograrlo? –dijo alguien en el fondo. La mitad de los presentes se sabe como la palma de su mano la zona, y ninguno ha podido dar una sola seña en el mapa donde pueda quedar, es imposible.

Obviando el comentario el jefe se giró hacia el hombre alto, haciéndole un gesto ante el que él abrió la puerta. Ante el contraste de la noche se vio la silueta de un viejo. Un viejo pequeño vestido de harapos negros al que el hombre alto hizo pasar. Todos en la habitación se quedaron mudos. Un escalofrío recorrió mi espalda; me invadió una mezcla de repudio y asco. El viejo no tenía ojos y sus dos mejillas tenían cortes verticales y horizontales formando unas cruces invertidas. Un hilillo de sangre pendía de ellas.
- Éste nos va a ayudar.

*

El jefe dejó tres hombres acompañándonos a Pedro y a mí antes de salir. El brasero estaba casi apagándose y el tifón hacía tronar las tablas de la casa. Por algunos momentos pensaba que hubiera sido mejor salir con ellos. Que en la oscuridad de la noche, que bajo la tormenta, seríamos realmente invisibles a lo que fuera que estuviese detrás de esto. Uno de los guardias trajo unas frazadas que sacó de algún estante, porque nadie había querido irse a las otras habitaciones. Nos cubrimos con ellas pero nadie durmió, era imposible con la furia de la noche, que era cada vez más ruidosa y hacía crujir las vigas de la cabaña.

Entonces pasó. Primero fue un chillido intenso que te laceraba los oídos, un pito agudo como nunca había escuchado antes. Segundos después el techo salió volando y el agua se metió en la casa como tirada con balde. “¡Háganse a la pared!” gritó un tipo, “¡esta mierda no va a parar, hay que irse!” dijo otro. Nos paramos como pudimos y nos arrimamos al marco de la puerta, había que salir de allí y buscar refugio en algún sitio. Salimos en fila, uno de los guardias nos hacía señas de que lo siguiéramos. No quise mirar para atrás cuando escuché el segundo graznido, ahora más ronco y pesado, como atravesando el agua y metiéndose directo en nuestras cabezas. Estaba claro, esto era cosa del diablo.

Fue allí cuando todo volvió a mi mente, de golpe, como en una oleada repentina. Recordé el testimonio de los testigos, la declaración de los acusados y las palabras del fiscal. Los cargos todavía estaban vivos en mi memoria: “asociación ilícita, estafa, envenenamiento”. Resonaban las palabras del intendente Rodríguez: “vamos a acabar de una vez con los chapuceros y engañadores, este proceso va a erradicar la peste de la isla, es tiempo para el progreso. Si esta tierra tiene tradición, esa tradición es el esfuerzo”. Lo aplaudían. Era el proceso contra la Recta Provincia, el nombre de una secta, adoradores del diablo, vástagos del interior donde, según la gente, reinaba otro mundo. Un mundo ajeno a lo que vivíamos, una amenaza.

El ruido te quedaba rebotando, casi aturdiéndote y replicándose mil veces. Las calles estaban hechas barro y la visibilidad era escasa. Todo se veía difuminado con la lluvia en los ojos, demasiado copiosa, pesándonos. Caía de varias formas, a goterones fuertes, y también gotas veloces y filosas impactándose en la nuca casi como si fueran pequeñas piedras. Entonces empezaron los truenos y luego las luces. No entiendo cómo las vi, pero sé que lo hice. Estaban delante de nosotros, y luego se esfumaban. Parecían ir y venir a una velocidad increíble. El guardia caminaba encorvado por el esfuerzo y nosotros lo seguíamos sin pensar en nada más. De pronto me di cuenta que no habían casas alrededor nuestro, y que estábamos caminando por el camino que daba al campo.

- ¡Adonde vamos! –le grité al guardia, pero no me oyó. Tuve que acercarme y agarrarlo del brazo. ¡Adonde vamos, ya no estamos en el pueblo!
- ¡Al monte, donde la machi! ¡Acá no tenemos nada más que hacer! -me gritó casi al oído, señalándome con el dedo un punto en la nada.

Confundido, me detuve. El hombre me tiró del abrigo, acercándome a él: “¡apúrese!”, dijo, y sin pensar en más, lo seguí. De pronto el camino se acabó y empezamos a subir un cerro interminable. La pendiente hacía que se me acalambraran las piernas. La cuesta era cada vez más pesada y resbalosa. De repente la tierra se deshacía bajo mis pies haciéndome trastabillar, o me tropezaba con una de las infinitas rocas sueltas de la ladera. De pronto el guía se paró en seco, y gritó algo que no alcancé a entender, mientras marcaba con el dedo una casa delante de nosotros, a unos cuantos metros. Nos acercamos tambaleantes. El hombre tocó con determinación a una puerta pequeña, desvencijada. La casa era poco más que una choza, y tenía techo de paja entrelazada. Me estaba preguntando cómo la casa podía aguantar la ventisquera cuando me di cuenta que acá la tormenta era menos fuerte, como si en el bajo se concentrara más el viento. Asumí que la mujer que nos abrió, de baja estatura, ojos oscuros e infinitas arrugas en la cara, era la machi.

- Qué quieren –preguntó tapándose la boca con un chal.
- Protección. Ayúdenos por favor –rogó el guía.
- Pasen. Pero rápido, que hace corriente –replicó la anciana haciéndose a un lado para abrirnos espacio.

Adentro todo era muy sencillo. Un pequeño fogón en el centro alimentado por unos cuantos palos. Una olla encima sostenida por dos palos cruzados, un par de sillas de madera con asiento de paja, y un montón de cachivaches que no se alcanzaban a ver bien. Cuencos, hierbas, utensilios rústicos, una callana; a la rápida alcancé a distinguir un matojo de canelo en un rincón y también picochihuín. La mujer, que rengueaba, lentamente se acercó al fuego y atizó las brasas.

- Ya es tarde para lo que quieren. Eso debieron haberlo pensado antes –comenzó a hablar, sin mirarnos, fijando la vista en la débil luz del hogar-. Todo es inevitable ahora. Falta que lleguen los hombres no más. Pero para eso queda poco.
- ¿Qué está diciendo, señora? –le preguntó Pedro, recién salido de su catatonia-. Esta mujer está loca, igual que todos estos miserables de acá. Voy a hacer un reporte detallado apenas salgamos de este infierno.
- Cálmate hombre –le hizo callar el guía. ¿Por qué dice que es tarde doña Aurora? ¿Por qué no nos da una hierbita no más? Al final, ¿qué hemos hecho nosotros? Vinimos acá desde Quicaví, y estos hombres vienen de Ancud, y del norte, son gente importante.
- Ustedes no han hecho nada. Absolutamente nada –dijo la machi, y girándose lentamente se fue al fondo de la habitación, donde se arrimaban unos cajones y unas telas. Esa es su maldad –añadió, sacando algo envuelto en una tela oscura y atado por unas pitas de cuero.
- Pero dénos algo, una ramita, un amuleto que sea –dijo el guía. Cualquier cosa. Vimos las luces antes de salir del pueblo, yo mismo vi los caucos volando, y todos nosotros lo escuchamos… lo escuchamos.

La anciana se dio vuelta y lo miró fijamente. ¿Estás seguro? ¿En el mismo pueblo?, le preguntó. Mientras el hombre asentía lentamente con la cabeza, de improviso Pedro dio un salto de su lugar, cerca del fuego, y empujando al guía hacia atrás dio grandes zancadas para llegar raudo a la puerta. Mi última imagen antes del golpe en la nuca, fue la de la machi volando de un extremo al otro de la habitación en una fracción de segundo, y agarrando a Pedro por una pierna. Sin poder procesar nada de lo que veía, perdí el conocimiento.

Cuando desperté estaba amarrado de las manos y los pies. Tenía una venda sobre los ojos, pero escuchaba a alguien respirar a mi lado, quise pensar que era Pedro. La superficie helada y dura en la que apoyaba mi espalda, más el eco que hacían las goteras al caer eran una sentencia clara: estaba en una cueva. Pasó un buen rato sin escuchar nada más. Luego se oyó el sonido de unas pisadas y una respiración fuerte, grave. Sentí cómo algo se acercaba lentamente, emitiendo un bufido como de buey viejo, pero por más que me esforzaba no podía hacerme una idea de lo que estaba viniendo hacia mí. Un olor fétido provenía de aquel ser, un olor pastoso, como musgo mezclado con cadáver, olor húmedo, denso, que me paralizaba.

Me di cuenta que había alguien más a unos metros, por el sonido de las piedras. Unos trancos cortos acercaron al otro hasta donde estaba yo con la pestilencia olfateándome las sienes. En ese momento fue como si mi mente se congelara, o quedara estupefacto a la espera de cualquier cosa. Una voz socarrona y ronca habló en una lengua que no entendí, era el otro, el que se acercaba. No sabía si agradecer o no por no estar viendo, por mantener esta ceguera temporal que ojalá fuera total. Lo único que atinaba a pensar era en salir de allí, obviar todo esto de mis recuerdos, de la forma que fuera, como fuera. Sentí que la sangre se me detenía cuando la criatura de los trancos acercó su mano a mi cara, descubriendo lentamente mi venda.

Reviví, en un instante ínfimo, los reportes de la gente durante el juicio. Todo volvió a mi mente junto a los relatos, ahora vívidos, repitiéndose ante mí y encajando perfectamente, con toda la claridad con que mis ojos veían las bestias. La cueva que quedaba cerca de la casa de la hechicera, la historia que causó grandes carcajadas sobre los dos guardianes en la entrada. El imbunche y el chibato, los brujos, la secta, las maldiciones, todo reflotaba ante mis ojos con una naturalidad macabra. Mareado contemplé con estupor lo que tenía frente mí. Era una cosa semi-animal. Horrible. Una especie de humano deforme, de brazos anchos y peludos. Su piel era grisácea y tenía un aspecto rocoso, parecido a las capas de piedra del lugar. Tenía la cabeza dada vuelta, y los ojos inyectados en sangre. La saliva le corría por la mejilla y le descendía hasta las sienes para caer al suelo. Entendí lo de los trancos. La bestia sólo tenía una pierna. La otra, fracturada, la tenía incrustada en la espalda. La criatura del lado, la pestilente, estaba a unos pasos de mí, todavía olfateándome. Era una especie de oveja o chivo en cuerpo de lagarto. Unos ojos de plato, grandes y amarillentos, que parecían de culebra, me observaban fijamente.

El imbunche gritó algo inteligible, y el chivo se lanzó encima mío mordiéndome el brazo. Grité de dolor y sólo atiné a revolcarme, logrando zafarme del engendro y rodar un par de metros por el suelo. El chibato dio un salto veloz y me volvió alcanzar, ahora por la pantorrilla, justo en el momento en que se escuchó un balazo en la entrada de la cueva. El imbunche elevó un graznido profundo que retumbó por toda la caverna haciéndola vibrar. Algunas piedras se desprendieron del techo y me cayeron encima. Volví a revolcarme para esquivar las rocas y di de lleno con Pedro, que estaba un par de metros más allá, inconsciente, maniatado y con una herida abierta en la cabeza manando sangre. Su sangre era oscura y espesa.

El chibato se lanzó a la carrera a la entrada de la cueva y entonces vi a los hombres del jefe, que con sus rifles y escopetas abrieron fuego al unísono para derribarlo. En ese momento todo se volvió confuso. No sé cuando, exactamente, el imbunche me tomó de las amarras y me lanzó contra los hombres. Sé que caí rodando hasta la entrada de la cueva, lastimándome la pierna derecha que se desgarró al rozar las filosas piedras. También sé que el imbunche volvió a graznar, esta vez más fuerte, tapando cualquier otro sonido con la potencia del zumbido y que al mismo tiempo, los fusileros descargaron sus armas contra la bestia. El resto fue difuso. Veía las siluetas de seres moviéndose de un lado a otro, manchas y ruidos mezclados con el olor de la pólvora y los gritos.

Algo sí lo tengo claro y es lo que vi en ese momento desde la entrada de la cueva, desde el cerro hacia abajo en toda plenitud. Vi el ascenso de las luces que nos habían seguido en el pueblo, multiplicadas por centenas, arrebolándose entre los árboles, veloces. Eran los caucos, los espíritus de los muertos, los hechiceros del diablo congregando su propio ejército. Vi cómo el agua ascendía de la tierra al cielo como si todo se estuviera invirtiendo, llenando el valle con la rabia del océano desbordándose. Sé que vi el mar arrasándolo todo y repicando con sus olas hasta las laderas mismas del cerro, y encima de las olas, vadeando de cresta en cresta, vi un caballo enorme montado por un puñado de brujos.

Era la Recta Provincia. Era el demonio y sus huestes. Los vi venir por los aires y las aguas, y antes de que llegaran del todo ya sabía que nunca iba a salir de aquí. Vi también a la machi, que se acercó volando desde el costado de la loma recitando un conjuro que hizo que los hombres botaran sus armas de inmediato. Vi, de soslayo, los cuerpos mutilados a balazos del imbunche y del chibato. Cuando los otros brujos llegaron a la cueva, ya no había resistencia alguna. Allí estaban todos los del juicio y gente que nunca había visto antes. Estaba el hombre alto que me había ido a buscar a la pensión, y el guía, junto al hombre ciego de las mejillas tajeadas. Los tres caminaron donde los brujos y éstos los recibieron como si los conocieran de siempre. El jefe de policía, que era apoyado por uno de sus hombres, les gritó unos garabatos, tratándolos de traidores. Entonces se hizo el silencio, y todos los hechiceros se ordenaron en dos filas. El guía y el tipo alto me tomaron y me llevaron junto a la procesión, otros lo hicieron con Pedro. Los hombres del jefe fueron amarrados del cuello y nos seguían desde atrás tirados por un brujo.

Nos llevaron por la caverna a sus interiores, hasta que llegamos a una sala amplia y tosca, iluminada por unas lámparas de aceite que despedían un olor nauseabundo. Allí estaban los demás. El actario, el intendente, el fiscal y el resto de los hombres de la investigación. Todos estaban vestidos con unas túnicas blancas de una pieza. Como yo, estaban atados de manos y pies y apoyados en un rincón de la sala. La machi se acercó a la mesa que estaba en el centro, que era de madera, y sacó de debajo del macuñ un libro forrado en cuero. Leyó algo en una lengua desconocida para mí y acto seguido una serie de brujos empujó a los hombres del jefe al centro del círculo. La machi dijo:

- Es hora de comenzar. Los procesados están vestidos de blanco, y gracias a Coñoemán y a Nahuel tenemos sangre para el ritual –los brujos levantaron las manos y las sacudieron, eran el tipo alto y el viejo, los que habían traído a los hombres desde el pueblo a la montaña. Viértanla –indicó señalando a los hombres del jefe.

Lo que siguió fue una masacre. Los fueron degollando uno a uno y les colocaban unas vasijas debajo para conservar la sangre. Algunos brujos empezaron a danzar alrededor del grupo del centro, llevando unas ramas de algún árbol que no conocía. De fondo se escuchaba el ruido sordo de un tambor de cuero de chancho, martillando con constancia un ritmo seco y pausado. Cuando se desangraban, iban sacando los muertos y los apilaban en un rincón de la sala. Yo, magullado y aturdido, sollozaba en la esquina en que estaba, impotente. Al rato ya no quedaba ningún hombre en el centro con vida. Entonces el viejo sin ojos se acercó a la mesa de madera donde estaba la machi, la que le cedió su lugar. Todos quedaron en silencio.

- Ahora pasarán los enjuiciados. Todo el que revela detalles de la Recta Provincia no puede vivir. Todo el que osa atacar la Recta Provincia no puede vivir. Todo el que conoce La Cueva, no puede vivir. Pero tampoco van a morir. Esto por el mandato del Rey Marimán, porque la tradición y la tierra, la sangre, porque la luz y la oscuridad así lo dicen –y con el brazo estirado, indicándonos, agregó: A los cinco que llegaron primero, que sean parte de la tierra. A los cinco que llegaron después, que sean parte de las bestias. A los cinco que llegaron al final, que sean hijos del cerro. Y los dos últimos, los que esperaron a la entrada de La Cueva, que sean para siempre sus guardianes. Que su esclavitud sea eterna, tomen sus alientos.

Entonces los brujos levantaron sus manos y algunos comenzaron a volar con sus macuñes alrededor nuestro. Un halo verde comenzó a surgir de las paredes de la cueva y la sangre de las vasijas comenzó a levantarse como en hilillos, avanzando donde estábamos nosotros pero sin alcanzar a tocarnos. Un hedor rancio venía con el hálito verde, y se combinaba con pestilencias aún peores provenientes de nosotros mismos. El vaho verdoso me hacía toser y se me metía por los ojos y la boca. En ese momento me di cuenta de lo que estaba pasando, de lo que significaban las palabras del viejo brujo. A mi lado estaban los hombres, pero lentamente, y gritando, comenzaban a ser desmembrados. El intendente, el fiscal, y los otros tres hombres del extremo izquierdo fueron cogidos por un grupo de hechiceros, que los azotaba con manojos de picochihuín vez tras vez. A los otros cinco, del medio, en donde estaba el actario y los delegados de Santiago, los bordeó un grupo que les tiraba tripas de animales y desperdicios. A los que quedaban les soplaban un polvo negro por unas cañas.

A Pedro y a mí nos sacaron hasta el centro y comenzaron a torcernos los miembros. El tambor de cuero de chancho volvió a sonar, y los brujos que quedaban danzaban dando saltos alrededor del proceso y repitiendo mecánicamente una frase en lengua desconocida. Nuestros gritos no servían de nada. Miré a Pedro, miré a los hombres, y me di cuenta de que a todos les estaban haciendo lo mismo pero pasaban distintas cosas; era una lenta metamorfosis en distintas bestias y objetos, algunos quedaban de gallinas, otros de plantas, pero a todos les comprimían los cuerpos y se los cortaban en pequeñas partes que luego volvían a unir. Pero también pasaba otra cosa. Medio inconsciente del dolor, alcancé a entender e intenté renegarlo cerrando los ojos y pensando que era un sueño. Me forzaba a creer que nada de esto estaba pasando. Porque sentía cómo mis pensamientos comenzaban a cambiar, cómo me volvían uno más de ellos por medio de esa tortura infinita y constante. Sentía mi cuerpo desarmándose y transformándose, sometiéndose a un dolor profundo, ardiente, como si la misma esencia de mi ser estuviera siendo lacerada por un látigo. Me resistía y gritaba, sólo atinaba a refugiarme en lo que quedaba de mi memoria, intentando huir de todo, borrarlo todo, o al menos bloquear el momento y empezar otra vez una nueva vida en donde nada de esto jamás iba a existir.

Pero por sobre todas las cosas empecé a sentir rabia. Una rabia profunda y hosca, rudimentaria y quieta, anidada en lo más profundo de mí, un sitio al que nunca antes había llegado. Mientras transformaban mi cuerpo mi mente también cambiaba. Empecé a entenderlo todo y el asco comenzó a tener sentido. La sed de venganza se volvía lógica bajo parámetros que nunca antes hubiese considerado, porque todo parecía encajar con una perfecta coherencia anquilosada en el corazón virgen de la tierra. El dolor me abarcaba íntegramente, pero todavía peor eran los pensamientos. Cuando me fracturaron la pierna incrustándola a mi espalda, ya no importaba nada. Cuando torcieron mi cabeza, deformando mi rostro, mis manos, mis piernas, triturando la esencia carnal con la que pensé viviría y moriría, cuando pasó todo eso ya había aceptado mi destino. Incluso lo deseaba. Quería formar parte de este sitio, quería vivir en el sufrimiento eterno y lacerante, quería hacerlo porque sentía el odio que la injusticia drenaba desde siempre en aras del reemplazo constante y el desapego a la vida que antes fue buena. Mientras me volvía un imbunche, antes de perder la noción de mi lengua, mi recuerdo o las ideas del mundo putrefacto del que venía, contemplé a los otros y supe que, de una forma u otra, todos estábamos viviendo lo mismo. Los brujos nos habían imbuido y nos habían sentenciado, y nuestra condena era saber lo que habíamos hecho a través de nuestra propia desidia, la destrucción causada por una indiferencia legendaria a todo lo que existió antes que nosotros, aquello que palpitaba vivo en lo más oscuro del bosque, la montaña y el océano.

Texto agregado el 09-07-2008, y leído por 218 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
09-07-2008 muy bueno aristofeles
 
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