“¿Por qué soy así?, se decía el joven Diafante cuando ayer iba rumbo al cine, ¿por qué este color de piel? ¿Por qué este cabello? ¿Por qué todos no me entienden? ¿Cuál fue mi pecado? ¿En qué consiste mi locura? ¿Por qué no los entiendo? ¿Por qué envidio a éste? ¿Por qué mi cólera contra aquél? ¿Por qué tengo problemas? ¿Por qué tengo que solucionarlos? ¿Por qué las cosas tienen que ser así o asá? ¿Por qué? ¿por qué este por qué?”
¡Niña juventud, señorita confusa, seductora circunstancia, encantadora tapicería de rosas! Un constante “por qué”, un inevitable y vertiginoso asombro, un arrebatador encuentro del movimiento vital. Época del superhombre, de la ilusión fabulosa de al fe que consiste en asentir que se puede todo, que se sabe todo, que se tiene todo. Pero todo se mueve en un espiral cuyo fin es cuestión de…
Acento del cambio, ritmo de la vida, temblor de los esquemas, nacimiento de la confusión de los modos de ser, descongelamiento de la existencia, nacimiento del río.
En ti se tremendizan los principios, la línea, el color, la figura. Los ojos se vuelven demasiado propios. En ti es grande el cambio, intenso e inverso, ancho y hondo, ruidoso y terrible, justo y necesario, doloroso y reconfortable, inevitable.
“¿por qué?”, se preguntaba el joven Diafante…
“quizá -se respondía el viejo Diafante-, porque habiendo dolor hay amor, o viceversa. Porque sólo yo me doy a quien me pida recibiéndome ya…”
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