llegué al taller y le vi. estaba sentado en mi silla, descansaba con un libro bajo el brazo. le toqué el hombro y este abrió los ojos. me dijo que como estaba. bien, le respondí. ¿pero, y tus cosas, tu casa, tus hijos, tu... vida?... nada, le dije, todo pasa, todo pasa. algún día pasaremos, tu, yo, este taller, aquella gente que pasa por la calle, el auto que acaba de cruzar por la pista... me miró a los ojos y luego me dijo algo que no olvidaría: no dudes del poder de la respiración. mi amigo cerró los ojos y se puso a respirar por varios minutos. yo también hice lo mismo y mientras respiraba, una paz empezó asomarse como el sol de una mañana de verano... abrí los ojos y mi amigo había desaparecido, pero su mensaje quedó grabado en mi vida... entré al taller, desolado, con toda la maquinaria quemada, restos de un accidente, una pérdida como cualquier cosa... empecé a limpiar todo hasta que sólo quedó un espacio lleno de escombros, con retazos de muebles, y mucha de esas cosas... de pronto, volví a ver a mi amigo. esta vez estaba con la mirada perdida y los labios como colgados, babeando... no dudes, dijo. y acabando de decir esas palabras, cogió una daga, cortándose la garganta, chorreando su sangre por todo su cuerpo, por todo el taller. lo dejé desangrarse mientras la gente que miraba los escombros y a mí, seguía su camino, como cualquier cosa, hasta quedar todo cuanto veía rojo. traté de acercarme a mi amigo pero este ya no estaba. ni su sangre ni su voz, ni sus huellas... otra ilusión, pensé, mientras volvía a colorearse nuevamente. seguí limpiando el taller hasta que se hizo de noche y mientras apiñaba los restos del taller, volví a respirar, una vez, luego otra y otra y otra hasta que sentí que todo volvía a ser como debía de ser, y como cualquier cosa... sí, así fue...
san isidro, julio de 2008
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