Apoyó su arma en el ventanal. Sabía que la victima debería pasar por ese lugar en escasos cinco minutos. Sus manos no temblaban un ápice, templadas por su larga trayectoria profesional. Recordó sus otros trabajos, todos ellos exitosos y con enorme repercusión en el área respectiva. No valía la pena enumerar la cantidad asombrosa de personajes que habían sabido de su milimétrica puntería. Tres minutos, dos, el sequito se aproximaba. En escasos segundos todo estaría resuelto. Después, a emprender la retirada, limpia, sin dejar ningún rastro ni huella que pudiese delatarlo. Era su oficio.
A la hora señalada, su blanco se estacionaba frente a la ventana. Era el momento preciso, la ocasión irrepetible. Alzo su arma, apuntó, no a la cabeza –no era su estilo- sino directo al corazón. Sus dedos se tensaron como el arpista que pulsa las cuerdas de su amado instrumento con delicadeza y pasión y…disparó. El proyectil emprendió su viaje fatal, rectilíneo, sibilante, exacto. La victima sintió una inmediata conmoción, algo inexplicable, quizás la mirada de esa niña que lo había alborotado segundos antes, si, era posible. Y sin percatarse de la flecha que vibraba en su pecho ansioso, desanduvo los escasos pasos que había dado para encontrarse nuevamente con esos ojos. El francotirador entretanto, ya había desaparecido de la escena con una sonrisa de satisfacción y con el arco terciado sobre su espalda desnuda…
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