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Aquel puñetazo
Virgilio Justo
¿Por qué me están mirando así? Yo iba por mi camino, con prisas, como siempre, y el moreno ese, me sacó la cartera del bolsillo de atrás. ¿Es que encima tengo que darle las gracias? No señor, le di un buen puñetazo, puede que me pasase, puede que esté débil o quizá le echó cuento al asunto para provocar lástimas, desde luego, si es eso lo que buscaba... ¡está claro que lo consiguió! ¿Qué le salía sangre de la nariz? Suele pasar, pero tampoco es para hacer tantos aspavientos, vamos, ¡digo yo! Eso fue lo que provocó aquel tumulto. Hasta el mendigo que pedía en la esquina se acercó a mirar, y las caras de la gente eran acusadoras, parecían decir. “Es un criminal”.
Bueno, las miradas podían decir eso o puede que sea mi sentimiento de culpa y su solidaridad lo que me hace sentir culpable. Es probable que esté débil. Y yo, lo siento más que ellos, de verdad, he debido pasarme, por como me duelen los nudillos, pero, ¿es que no pueden comprender que fue un impulso? Noté su mano en el muslo y, sin pensarlo, le aticé en los morros. ¿Quién sabe como va a reaccionar uno en estos casos?
Me dan ganas de espantarlos como a patos. ¿Es qué no tienen nada mejor que hacer?.... ¿No lo han visto? ¿No lo ven aún en el suelo y con mi cartera en sus manos?
Y encima, ¡con la prisa que tengo! De buena gana se la quitaba de las manos y me largaba de aquí, Dios, ¡con el día que me espera en el despacho!
Acaba de llegar un agente que interrumpe mis pensamientos, salta de la moto y con una velocidad digna de mejor causa, me pone la mano en el hombro. ¡Ya me hundió la mañana!
- Tendrá usted que acompañarme a comisaría.
¿Qué es esto? ¿Es que no se puede simplificar el asunto? El policía que cumpla con su obligación, todo el mundo lo ha visto, me ha quitado la cartera, le he arreado un... pues eso, me devuelve la cartera y si hay que llevarlo a urgencias, que lo lleve, que tome los datos que haga falta y aquí paz y después, gloria.
- Mire usted, agente, yo no quiero nada, haga que ese... bueno, ese joven, me devuelva la cartera... tengo muchísima prisa... Por mí, el incidente está zanjado, todo el mundo ha visto como me quitó la cartera y yo le aticé, pero fue... en defensa propia.
Uno tiene sus ocupaciones y no puedes estar a merced de que le asalten. ¿Es tan difícil de entender? Y esa gente, ¿qué mira?. ¿No tienen nada que hacer? Vaya morbo. ¡Ni que uno fuese el ganador del Gran Hermano!
Una señora mayor le está ayudando a levantarse, me mira y sonríe socarrona. ¿Por qué me mira así? ¿Se está burlando de mí? Desde luego, ¡debo tener cara de pánfilo!
Acaba de llegar un coche del 091, baja otro agente y entre los dos lo introducen en el coche como si estuviera en las últimas. El agente de la moto, de muy malos modos, me empuja al interior del coche patrulla. Todavía insisto.
- Oiga, la cartera... es mía.
- Ya, ya, no se preocupe, ya se lo contará luego al comisario... Estamos impidiendo el tráfico, ¿comprende?
Claro que comprendo, la vida tiene que continuar, pero también la mía, ¿no? A estas horas debía estar ya en la oficina, me espera un día... y va ese morito... ¡Que ganas de enredar las cosas! Me devuelve la cartera, me largo y se acabó. ¿Por qué no entienden que yo no quiero nada? Solo que me dejen ir a mi trabajo. ¿Es mucho pedir?
Me han colocado adelante, junto al conductor, que me mira de soslayo, parece acostumbrado a lidiar con delincuentes y no quiere hacer distingos conmigo. El agente de la moto restaña la sangre de la nariz del morito con su pañuelo, el conductor, sin que nadie le diga nada, saca de la guantera un frasco con alcohol y lo pasa para atrás sin dejar de mirar al tráfico. Por como hablan detrás de mi, tengo la desagradable impresión de que el detenido soy yo.
El conductor parece enfadado, ante cualquier incidente del tráfico gruñe como si rezara. Puede que le fastidie tener que llevarnos a comisaría a estas horas, en circunstancias normales, seguro que habría hecho ya el relevo.
No, Raúl, no tiene que ser todo culpa tuya, vamos a comisaría porque ellos se empeñan, si no, ¡de qué!, si ese... me devuelve la cartera, me largo a la oficina tan pancho... En este asunto, el único culpable es el morito ese, si no me llega a limpiar la cartera... todo esto se habría evitado. Vamos, ¡digo yo!
¡Lo que me figuraba!, nada más llegar a Comisaría, nos conducen, a toda leche, por un pasillo demasiado iluminado, al menos para mi gusto, entre largos bancos de madera, se ve al fondo a una mujer pasando la fregona por el suelo con una indolencia del demonio. Podía ahorrarse el trabajo porque, en cuando lleguemos a su altura, dejaremos huellas de zapatos... La mujer nos mira y sonríe. ¿Por qué sonríe?
El comisario nos está esperando, parece tener mucha prisa. Nada más vernos entrar, hace una seña al agente de la moto para que pasen primero el morito y él. Hago aspavientos señalando el reloj, tengo mucha prisa, pero los veo, con impotencia, como pasan a una sala cerrando la puerta tras de sí. Me quedo, impotente, mirándome las manos, todavía tengo rojos los nudillos. Me siento en un banco, la mujer pasa la fregona sobre nuestros pasos y me observa por el rabillo del ojo. Ni siquiera hay periódicos. Solo esa luz, deslumbrante, y el silencio.
A los diez minutos vuelven a salir, el agente lleva al morenito del brazo, tiene aún manchas resecas de sangre y se tapa la boca y la nariz con un pañuelo. Ni me miran, salen de allí mientras el comisario me indica con la mano que pasé.
La oficina del comisario, con la mesa llena de papeles, está en una semipenumbra bastante acogedora con este calor, a su lado, de espaldas a mi, una joven tiene la vista fija en un ordenador. Nadie se presenta, el comisario me indica una silla y, sin ningún preámbulo, me pide.
- Vamos a ver. ¿El D.N.I.?
No consigo reaccionar, ¿cómo es posible que me pida el D.N.I. si está en la cartera y la cartera la tiene el moreno? No sé por qué, instintivamente me palpo los bolsillos. ¿Por qué lo hago?. La cartera, el dinero, el D.N.I. los talones y las fotos de la familia están en poder del morito. Con un hilo de voz se lo insinúo al comisario.
- Lo tiene el... está en la cartera que...
El comisario se vuelve a la joven que sigue pendiente de la pantalla del ordenador, se encoge de hombros y le dice al oído:
- Anabel, tome usted los datos a este señor...
La mirada del comisario no tiene expresión, parece la cara de una estatua, sin luz en los ojos. La joven, se vuelve hacía mí y me pregunta con amabilidad.
- ¿Recuerda usted cual es su número de D.N.I.?
Se lo digo, la joven teclea el número y, al instante, tira de la manga al comisario.
- ¿Quiere ver esto, don Antonio?
El comisario se vuelve, el ordenador da un pitido, aparece una línea roja y debajo, en distintas columnas, una larga serie de datos referidos a mí. Nombre, dirección, teléfono y un sin fin de información que no acierto a leer desde dónde estoy, el comisario, satisfecho, me mira y sonríe.
- O sea que es usted Raúl Romero Atienza, ¿no?, y dígame. ¿Qué desea?
Creí que me volvía loco, el joven moreno se había llevado mi cartera, yo le había dado un mamporro, me habían traído a la comisaría y ahora, después de perder media mañana, me preguntan que qué deseo. ¡Que voy a desear! Que me devuelva la cartera para poderme ir al despacho...
Respiré hondo, apoyé las manos sobre la mesa y, lo más sereno que pude, contesté con firmeza.
- Yo, señor comisario, desearía, si no es mucho pedir, que me devuelvan la cartera... si le di una... bueno, un puñetazo fue con la intención de impedir que escapase, para recuperarla. No quiero denunciar nada, solo que me devuelva...
El comisario me conminó a callarme con un gesto imperioso y preguntó a la joven.
- Anabel. ¿Sería tan amable de leer a este señor la demanda que pesa sobre él?...
La joven, un poco pálida, me mira con ojos de pena. ¿Sentiría pena por mi? Esperó a que saliese impreso el texto y luego, como disculpándose, empezó a leer.
- El abajo firmante, Héctor Borrego de la Plaza, de veintiséis años de edad, soltero y natural de Guayaquil, (Ecuador), con residencia legalizada en Salamanca (España), en el día de la fecha y ante el comisario de policía don Antonio González Moro, hace constar que, cuando transitaba por la Avenida de Alemania, para dirigirse a su puesto de trabajo en la obra en construcción situada en la calle...
Aquello era de locos, ahora resultaba que era yo el agresor de un inmigrante ecuatoriano que se dirigía a su trabajo, que le había producido contusiones en el maxilar inferior, hemorragia, y no sé cuantas cosas más... Cuando pude reaccionar, la joven seguía leyéndome los cargos.
-... fue agredido por un desconocido, propinándole, sin que hubiese mediado palabra alguna, un fuerte golpe en la mandíbula que le hizo perder el conocimiento, es conducido a la comisaría de policía donde, tras prestar la oportuna declaración es conducido al Hospital Virgen de la Vega para ser debidamente atendido de las antes citadas lesiones. Héctor Borrego de la Plaza, solicita del comisario, don Antonio González Moro que localice e inculpe, en la forma que proceda, a la persona causante de esas lesiones a fin de que se responsabilice de las consecuencias que de tales hechos se deriven...
Aquella chica, en un hilo de voz, seguía leyendo mientras el comisario sonreía, al parecer, el incidente le parecía la mar de gracioso.
Era todo tan absurdo que di un golpe sobre la mesa que sobresaltó a la joven e hizo que el comisario me mirase con cara de perro.
- Señor comisario, todo eso... ¿No será verdad?. Ese... bueno, lo que sea, se ha quedado con mi cartera y ahora me pide... ¿Qué esperaba? ¿Quedarse con mi cartera mientras yo le miraba alelado como un pasmarote?
El comisario, visiblemente molesto, ratificó.
- Está en su perfecto derecho, ha sido agredido sin motivo... y le acusa a usted...
- ¿Sin motivo?. ¿No es motivo que le roben a uno la cartera?
- Eso es lo que dice usted, pero nadie más ha hablado hasta ahora de esa dichosa cartera. ¿Cómo demuestra usted que no es una artimaña para defenderse de las acusaciones de Héctor...?. Lo único que sabemos es que usted está indocumentado... – Hace una pausa, mira un momento el texto del ordenador y por fin continúa -. Debería darle vergüenza, aquí figura que usted... ha sido inmigrante en Alemania... y su comportamiento, a todas luces xenófobo, no le favorece nada...
- Ya se lo he dicho, solo pretendía evitar que me robase la cartera... usted, quizá usted no, pero cualquier otra persona hubiese hecho lo mismo...
- No le digo que no, señor Romero, pero, mi obligación es atenerme a los hechos y los hechos demuestran que usted ha ocasionado unas lesiones verificadas... de las que están curando al pobre...
Al pobre, al pobre. Si cobra los talones... dejará de ser pobre durante algunos meses... ¿Es que no voy a conseguir que me crea? La mañana perdida, la documentación, la cartera, los talones... una denuncia por agresiones en la vía pública. ¿Cómo se lo explico a Jorge?. En vista de que no hay forma de solucionar esta locura, sonrío lo más bobalicón que puedo y sugiero al comisario.
- Perdone usted. ¿No habría alguna posibilidad de dejar este asunto en suspenso? Necesitaré solicitar una nueva documentación.
- En lo concerniente a la denuncia interpuesta contra usted, me temo que no, en cuanto a solicitar nueva documentación, en cuanto firme la denuncia, puede pasar por Documentación, exponga su situación y le tomarán los datos.
Me fallaban las piernas cuando firmé aquella denuncia por la que me reconocía culpable de la agresión. Di los buenos días y me encaminé, cabizbajo, a solicitar los impresos para solicitar una nueva documentación.









Texto agregado el 03-07-2008, y leído por 145 visitantes. (1 voto)


Lectores Opinan
03-07-2008 me encanto , es tan trepidante que me ha causado mucha risa, la justicia la mayoria de las veces no existe, como en tu relato.besote almaguerrera
03-07-2008 Políticamente poco correcto pero es un cuento divertido que en algunos momentos, por su velocidad, llega a angustiarte un poco. Me ha gustado. Poirot
 
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