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Inicio / Cuenteros Locales / tonycarso / LA CASONA DE LA NOCHE NEGRA (Entre margaritas y malvones)

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"Siempre hay error entre los hombres cuando no se posee la seguridad en sí mismos"
Tonycarso

A Magari

La esperó solapado en un rincón de su cuarto, al abrigo de la oscuridad de una lámpara sin luz y de una noche en la que la luna incipiente, lastimosamente prestaba reflejos de sus rayos de plata sobre el viejo naranjo del patio trasero de la casona.
De vez en cuando, en alguno que otro movimiento para cambiar la postura, sus ojos inyectados de odio se mostraban tenebrosos ante el refulgir de un haz de luna en la ancha hoja de metal de aquella cuchilla que tomara a hurtadillas de un cajón del mueble de la cocina.
Su intención macabra lo concentraba en su condición de animal-bestia al acecho.
Evitaba encender un cigarrillo para calmar su ansiedad, porque no debía alertar a su presa.
Controlaba a duras penas su respiración que galopaba en sus pulmones.
No podía fallar… ¡Este era el día!… ¡Esta era la noche!
Él sabía y estaba convencido… Las costumbres eran sus aliadas. Pronto vendría a darle el beso de las buenas noches y estaría preparado para culminar la obra que lo obsesionaba.
Transpiraba su sudor y bañaba su cuerpo en él… El calor y la presión se hacían sentir... Eran insostenibles, al igual que la invasión de insectos a los que soportaba estoicamente.
El mango de aquella cuchilla siniestra se le había pegado a su mano izquierda.
Los segundos eran minutos y estos, horas. Sus nervios lo consumían…
Cuando se escuchó el familiar sonido proveniente del arrastrar de las sandalias, en su rítmico andar, que acercaban con sus cortos pasos a la mujer que lo gestara 33 años atrás, contuvo la respiración. No temía quedar sin aire.
Crispó su mano en el mango de la cuchilla. La hoja se elevó ardiente en pie de guerra. Hambrienta, amenazante y conocedora de su poder destructivo, en manos de un ser poseído por el descontrol y las fuerzas macabras de las sombras eternas.
Aquella mujer de paso cancino, regordeta con su carita redonda, cargando años de sacrificios, llantos, oraciones, esperas y frustraciones, y una que otra esperanza, penetró en la habitación como lo hiciera durante tantos años, como un ritual impostergable.
A tientas, pero segura, se dirigió hasta la cama de su hijo; mientras su voz maternal prodigaba, en ese espacio cargado de oscuras intenciones, su aliento de ternura.

- Manu… Manu… ¿Ya estás dormido hijo? Vengo a darte... - Y su voz quedó trunca en la garganta.

Ya no podía completar la frase de todas las noches. Tampoco habría palabras nuevas en ella.
La hoja de acero arrojaba destellos intermitentes en la oscuridad.
Hambrienta de carne y sangre, dibujó un arco abriendo el aire de un tajo y penetró sedienta, certera y ambiciosa en la espalda arqueada de la sorprendida e indefensa anciana.
El primer golpe sonó seco y dijo de la rotura de algún gastado hueso que se cruzara en su camino… Pero a él no le importaba cuál. Estaba concentrado en su tarea. No podía detenerse ante insignificantes sucesos.
Su mano derecha estaba enredada en la abundante y blanca cabellera, de aquel cuerpo inerte, desde el primer desquiciado golpe; la sostenía de pie, mientras su mano izquierda, blandiendo con fuerzas el mango caliente, ascendía y descendía por el mismo arco sin intervalos.
Una y otra y otra vez llegaba hasta la superficie de la carne señal suficiente que indicaba que la fría hoja había llegado a su destino. Cien veces se elevó por los aires, y otras cien veces cayó convencida de un surco nuevo.
Extenuado y con el brazo acalambrado por el esfuerzo violento y asesino, dejó caer el cuerpo de su madre al piso y se aplastó en la cama para recuperar energías. Su pecho subía y bajaba en respiración agitada. La excitación lo había llevado a un estado de situación extrema haciéndolo pasar por constantes ahogos.
No supo cuanto tiempo quedó con la mirada pegada en la oscuridad del techo. No le importaba carecer de un punto de referencia... Es más, daba muestras de no importarle absolutamente nada. Él tenía sus propias imágenes calcadas en la mente… Y las fue repasando con lentitud, justificando su acción con los análisis.
Al cabo de aquel tiempo de inanición, de un salto se puso de pie y se encaminó hacia el patio, que ahora estaba más iluminado al animarse la luna a invadir el espacio sin permisos. Quitó la madera que cubría el pozo que cavara con anticipación y excusas inverosímiles y regresó a su cuarto, se inclinó sobre el cuerpo inerte de su madre y, como un experimentado desarmador, metió sus pulgares en el hueco de los ojos y presionando en ellos, los arrancó con un solo movimiento, los colocó dentro de una bolsita negra y a su vez, la envolvió con un pañuelo de seda amarillo. Más tarde, arrastró el cuerpo sin vida hasta el pozo arrojándolo sin contemplación y con odio.
Un ruido sordo surgió de su interior y se apagó sin eco en el silencioso hueco de la madrugada. Dejó caer de inmediato el pañuelo amarillo con su contenido macabro que siempre maldijo en su exasperación.
Poco a poco cubrió el pozo. Durante el día apisonaría la tierra y plantaría en honor a ella margaritas y malvones en la superficie.
Se quitó la ropa, limpió prolijamente el cuarto y en otra bolsa grande, metió todo aquello que lo comprometería, depositándolo en la vereda en el preciso momento que hacía su aparición el camión recolector de basura. No quiso correr el riesgo de manos anónimas y necesitadas de elementos que nada tenían que ver con su contenido.
¡Al fin estaba solo!... ¡Al fin lejos de tantas recomendaciones molestas!... ¡Ya no más caricias de manos ajadas, ni molestos besuqueos con aliento a viejo!
Después vendría un cuidadoso baño y con su cuerpo mojado se recostaría sobre sábanas limpias, adentrándose en su sueño de locura y paz.
La madrugada corrió sus horas y los primeros visos de claridad provenientes del alba, iluminaron tenuemente la habitación ordenada.
Manu dormía su sueño de otros infinitos sueños.
El reloj sobre la mesa de noche marcaba las 7 y 30 de la nueva mañana, mientras el sol prestaba generosamente algunos rayos que acariciaron los revoques caídos de la pared medianera del patio trasero. Dos viejas y ajadas manos abrieron las celosías de una de las siete habitaciones que daban a la larga galería. Fue entonces que las baldosas dejaron oír el familiar arrastrar de gastadas sandalias en un recorrido acostumbrado y matinal, dirigiéndose a la cocina, seguido de ruidos de jarros, cubiertos y agua llenando algún recipiente… Y un desayuno humeante con olor a tostadas que partían desde la bandeja, que portaban aquellas manos, iba rumbo a la habitación de Manu. Debía despertarlo con el desayuno en la cama como era su costumbre de tantos años. Una nueva jornada se iniciaba y tenía que partir a horario para su estudio.

- ¡Manu!… ¡Manu!… - Desde muy lejos, entre sueños, le llegaba esa voz a sus oídos… Apenas audible.

-¡Manu!… ¡Manu!… - Se reiteraba esta vez mucho más clara.

Aquella voz femenina invadía la paz de sus sentidos.
Entre el sopor y la confusión, no podía comprender lo que ocurría.
¡No!… ¡Nada de esto era cierto!… ¡Ella estaba muerta!… ¡El se había encargado que lo estuviera! Había dejado en su cuerpo profundas heridas con una hoja de acero, despertando borbotones de roja sangre, ante sus ávidos ojos en los que solo había locura extrema.
¡No!… Esa imagen era una mentira. Sus ojos, esos ojos profundos y oscuros que siempre lo desnudaron, y en los que jamás pudo mirarse… Aquellos de mirar intenso que lo confundían e inhibían y por lo que lo abrasaba un odio incontrolable y que jamás le pudo encontrar una explicación coherente… Y ya no le interesaba saberlo. Los odiaba. ¡Si!... Y ya estaban cerrados y enterrados en el patio trasero con un cuerpo, cuyo rostro mostraba solo huecos en lugar de un par de ojos.
¡Ella estaba muerta…! Y con ella, su alma habría desaparecido. ¡No!… No podía ser de ella esa voz. Su subconsciente le estaba jugando una mala pasada… Pero la voz se hacía cada vez más clara y audible… Tan dulce y colmada de amor como cuando estaba en su vientre y lo acariciaba, arrullándolo en canciones de esperanzas… Esperanzas forjadas en las mentes de las madres, en las que se comprometen a evitar que a sus hijos los invadan las cosas feas, al proyectar un mundo diferente para ellos, producto de inocentes sueños, sin tener en cuenta que el mismo mundo está formado por miles de millones de conceptos diferentes entre sí.
Sintió una cálida y suave mano en caricia sobre su rostro que conmovió todo su ser acelerando el ritmo de los latidos… Y cuando abrió los ojos, regresando de aquel macabro sueño, la sangre se congeló en sus arterias, sus músculos se contrajeron, la piel se puso tensa, mientras el corazón sin aviso previo, estalló… Ya no había vida.
En su rostro quedó reflejada la tremenda impresión recibida. Sus ojos grandes, desorbitados, mirando la nada… O tal vez, quién sabe, un todo.
Su madre solícita y sin darse cuenta de la situación, dejó la bandeja sobre un banquito próximo, inclinándose para darle un beso en la frente. Fue entonces que tomó conciencia de su quietud y rigidez. Alarmada comenzó a sacudir el cuerpo de su hijo. Un sudor frío inició su descenso mojando su viejo vestido, y anunciaba la entrada triunfal de la gélida muerte en esa casona. Al intentar apoyarse en la mesa de noche para sostener su tambaleante figura, cayeron al piso en un frasco, restos de la debilidad humana, autora del alejamiento definitivo de su hijo.
Al inclinarse nuevamente sobre el cuerpo quieto, apoyó su cabeza en aquel pecho desnudo, con mucho dolor y resignación, y lloró sus lágrimas de rojo sangre de huecos ojos, sin ojos, mostrando su espalda con heridas abiertas por cien certeras puñaladas que el desposeído asestara durante la noche negra.
Manu había partido y con él los proyectos, los sueños y las esperanzas de una madre ilusionada.
El llanto y lamento brutal en grito desgarrante que arrancara con dolor de su pecho, se dispersó callado, por los silenciosos confines del viejo barrio.
Esa mañana se mostraba en plenitud. El verano estaba en su apogeo. Desde temprano, la temperatura amenazaba con ascender sin contemplación. Los vecinos iniciaron sus diarias salidas o entradas y cada uno de ellos, embebidos en sus propias quimeras, ignoraban gran parte del mundo que los rodea.
Jamás oído alguno escuchó el angustioso grito póstumo, que quedó prendido en los rincones oscuros de los suburbios.

Eran las 11:00 de la mañana, cuando la puerta cancel se abrió y dio paso por el antiguo zaguán de baldosas cubiertas de fino polvo, a la figura de una mujer enfundada en clásico y elegante traje de corte sastre, medias color humo transparente y calzado de tacos altos. Sus pisadas eran firmes y su taconear lo confirmaba. Tras ella, 5 muchachos sonrientes y ansiosos la seguían. los ojos sediciosos, contemplaban con ansias su generoso cuerpo.
- Son 7 habitaciones, un comedor muy grande, 3 baños completos, un patio delantero, otro trasero con un gran naranjo rodeado de margaritas y malvones, una cocina grande y antecocina.
- Un poco de higiene y la pueden habitar… – Concluyó la hermosa señora, con sonrisa enigmática, dando los costos y formas.
El contrato se firmó en el mismo lugar y la casona se habitó en el acto.
Cuentan algunos vecinos de ese entonces, que aquellos muchachos estudiantes, hoy ancianos, jamás se casaron… Y jamás abandonaron aquella casona, solo para sus estudios y necesidades primarias.
Lo que desconocían, eran las causas que habían motivado tal decisión en los 5 muchachos.
Desde el primer día se mostraron complacidos por la calidez de ciertas caricias que recibían al acostarse y antes de penetrar en sus sueños, mientras una suave y tierna voz de anciana les susurraba en sus oídos:
- … Manu… Manu… Que tengas buenos sueños, hijo… Para un dulce despertar.


Búscame en... http://tonycarso.blogspot.com ... me encontrarás.
tonycarso@yahoo.com






Texto agregado el 03-07-2008, y leído por 141 visitantes. (0 votos)


Lectores Opinan
03-07-2008 Un buen trabajo. Elaborado y con un final bien cerrado Me alegra el haberlo leído por la mañana. Si llego a hacerlo por la noche no hubiera pegado ojo. Poirot
 
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